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Es probable que se hubiera sentido menos segura de haber revisado el estado de sus alianzas. Jessie Welford y el pintor de acuarelas, que a estas alturas era ya un inquilino permanente en Rhoda's, le eran hostiles. El comentario de Christine, que dijo que preferiría irse a la cama con un sapo antes que con ese señor Gill y que estaba sorprendida de que no le salieran verrugas a la señorita Welford era del todo irrelevante; lo que ocurría era que hacían frente común: ni uno solo de los que abarrotaban High Street había entrado en la tienda de ropa y mucho menos había comprado una acuarela. Tampoco se había detenido nadie a mirar el pescado que ofrecía el señor Deben. Ahora todos los comerciantes estaban en contra, en mayor o menor medida, de la Librería Old House. Se tomó la decisión de no invitar a Florence a ser miembro del influyente círculo del Rotary Club de Hardborough y su distrito.

A medida que se acercaba la Navidad, Florence empezó a cometer algunas imprudencias. Retiró sus asuntos de las vacilantes manos del señor Thornton y se los encomendó a un despacho de abogados de Flintmarket. A través de esta nueva firma contrató a Wilkins, quien hacía trabajos tanto de construcción como de fontanería, para tirar el cobertizo de ostras, obra que, había que admitir, avanzaba con relativa lentitud. Ya decidiría más adelante lo que haría con el terreno. Después, para hacer sitio a los nuevos pedidos, se deshizo, como por un impulso, de los montones de material mohoso que le habían dejado los vendedores de las editoriales para adornar el escaparate: un Stalin y un Roosevelt de cartón de tamaño natural, un Winston Churchill más grande todavía, un tanque nazi al acecho que había que armar con tres piezas y pegar por la línea de puntos, un Stan Matthews con su balón de fútbol para colgar del techo con la cuerda que se incluía a tal efecto, carteles de dos metros con pisadas manchadas de sangre, un caballo a pilas con unos ojos que se movían cuando saltaba una valla, fotografías amenazadoras de Somerset Maugham y Wilfred Pickles… Todo fuera. Todo para Christine, que lo quería para el baile de disfraces de Navidad.

Se trataba de un evento que organizaban las instituciones benéficas locales.

– Le agradezco mucho que me haya regalado todo esto, señora Green -dijo Christine-. Si no, habría tenido que ir disfrazada de paquete de detergente Omo.

Las empresas de detergentes estaban dispuestas a enviar grandes cantidades de material, igual que el Daily Herald y el Daily Mirror. Pero todos en Hardborough estaban hartos de esos disfraces. Florence se preguntaba por qué la niña no quería ir de algo bonito, como un arlequín. Pero Christine cosió y pegó todo ese material tan poco prometedor, hasta conseguir un disfraz extraño pero atractivo: «Adiós a 1959». Con una de las sobrecubiertas de Lolita le dio el último toque, y Florence, que tenía los pies casi tan pequeños como los de su ayudante, le prestó unos zapatos. Eran de piel de cocodrilo, con las hebillas forradas de la misma piel. Christine, que nunca los había visto, aunque había curioseado lo suyo por el piso de arriba, se preguntó si serían de Christian Dior.

– ¿Sabe que una gitana le dijo a Dior que tendría diez años de buena suerte y que luego encontraría la muerte? -dijo.

A Florence le parecía que no podía permitirse hablar con ligereza de lo sobrenatural.

– Sería una gitana francesa, claro -añadió Christine para consolarse, mientras daba zancadas con los ilustres zapatos de cocodrilo.

La patrona del desfile de disfraces era la señora Gamart de The Stead. El juez, por deferencia a su relación con la BBC y, por lo tanto, con las Bellas Artes, era Milo North, que protestó amablemente argumentando que nunca se lo tendrían que haber pedido, mientras intentaba, en todo momento, evitar emitir un juicio definitivo sobre algo. Sus comentarios se recibían con estruendosas carcajadas. El desfile se hizo en Coronation Hall, que nunca se terminó de construir como le hubiera gustado a Hardborough, de modo que el techo seguía siendo de hierro forjado. La lluvia golpeaba con fuerza y sólo se dejaba de oír cuando se convertía en llovizna o aguanieve. Christine Gipping, que entró empujando a Melody en un carrito decorado con un alambre de espino que habían enviado para anunciar Escapa o muere, era una firme candidata a llevarse el premio al disfraz más original. Apenas había discusión posible…

El auto de Navidad se representó una semana después, un sábado por la tarde, cuando en la tienda había demasiado lío con las ventas navideñas para que Florence pudiera tomarse unas horas libres. Pero tuvo noticias de la actuación gracias a Wally y a Raven, que le hicieron una visita, y a la señora Traill, que fue a preguntar por sus pedidos para el siguiente cuatrimestre.

Las opiniones sobre la representación fueron variadas. Quizá se hubiera intentado darle demasiado realismo al hacer que Raven subiera al escenario un rebaño de ovejas que había traído de los pantanos. Por otro lado, nadie había olvidado su papel, y el baile de Christine había sido el gran éxito de la tarde. A resultas de su éxito con el disfraz, se le había otorgado el codiciado papel de Salomé, lo que significaba que tenía permiso para aparecer con el bikini de su hermana mayor.

– Tenía que bailar para hacerse con la cabeza de Juan Bautista -explicó Wally.

– ¿Y la música? -preguntó Florence.

– Era una grabación de Lonnie Donegan, Putting on the Agony, Putting on the Style. No creo que le gustara mucho, señora Traill.

La señora Traill respondió que después de tantos años como profesora de primaria ya nada podía sorprenderla.

– Me temo que a la señora Gamart no le pareció muy apropiada.

– Pues si no le gustó, no pudo hacer nada al respecto -dijo Raven-. Absolutamente nada.

Irradiaba un brillo de bienestar después de haberse tomado una o dos en el Anchor antes de ir hacia allí. Florence todavía estaba preocupada por los resultados de Christine en el examen.

– Es tan buena ayudante que no puedo dejar de pensar que al terminar el colegio a lo mejor podría dedicarse a esto. Tiene mucho talento para clasificar, y eso es algo que no se puede enseñar.

La mirada que atravesó los cristales de las gafas de la señora Traill sugería que todo sí se podía enseñar. En cualquier caso, el sentido de la responsabilidad pesaba sobre Florence. Consideraba que debía haber hecho más. Teniendo en cuenta que a la niña no le gustaba leer, con la única salvedad de Bunty, ni que le leyeran en voz alta, ¿no habría alguna otra posibilidad? Retuvo a Wally después de que se marcharan los demás, y le dijo que le había gustado mucho que le contara todo lo de la representación, pero, ¿habían ido él o sus amigos o Christine alguna vez a un teatro de verdad? Quizá podían ir al Maddermarket, en Norwich, si hubiera algo que mereciera la pena.

– Ninguno de nosotros ha ido nunca -respondió Wally con cierto reparo-. Pero el año pasado fuimos con el colegio a Flintmarket a ver a una compañía itinerante. Fue bastante interesante. Vimos cómo ajustaban la amplificación del sonido.

– ¿Qué obra hacían? -preguntó Florence.

– El día que fuimos nosotros daban Hansel y Gretel. Había muchas canciones en la obra. No la representaron entera. Sólo la parte en que el niño y la niña se tumban y se ponen un poco frescos, y vienen los ángeles y les cubren con hojas.