Выбрать главу

– No entendiste la obra, Wally. Hansel y Gretel son hermanos.

– Eso no cambia nada, señora Green.

Enero, como siempre, trajo consigo un día en el que la gente decía que parecía primavera. El cielo estaba poblado de vetas azules entre jirones de nubes; y el pantano, con sus miles de hierbajos y maleza, despedía un leve olor a resurrección.

Florence salió a dar su paseo por una zona que habitualmente solía evitar. Quizá no lo hiciera de manera deliberada, pero lo cierto es que no había ido por allí en mucho tiempo. Dando la espalda al Laze, pasó por el cabo, hacia el norte. Un cartel en una puerta cerrada con alambre rezaba: PRIVADO, TIERRA DE LABRANZA. Sabía que sobre el camino existía una servidumbre de paso, así que saltó por encima, y continuó. El sendero giraba bruscamente hacia el mar, que rompía contra la playa pedregosa quince metros más abajo. La hierba estaba mullida, como si fuera un fino cabello verde. En dirección al borde del acantilado se veía el fantasma de una vieja carretera secundaria, flanqueada de ruinas: ruinas de casas y de mansiones algo más ambiciosas. Cinco años atrás se había construido en ese lugar todo un complejo residencial sin tener en cuenta la erosión del mar, y antes de que nadie llegara a vivir allí, el acantilado arenoso había cedido y las casas habían empezado a deslizarse y a tambalearse. Todavía quedaban algunos carteles de PROPIEDAD EN VENTA. Una de las mansiones más pequeñas quedaba justo en el borde. La mitad de los cimientos y la fachada habían desaparecido, mientras que en el salón, expuesto a todos los pájaros del cielo, ondeaban en el vacío los últimos jirones de papel pintado.

Durante unos diez minutos -parecía primavera- Florence se sentó en el escalón de una de las puertas principales, decorado con azulejos. El Mar del Norte despedía un olor brutal a sal, limpio y putrefacto a la vez. La marea, que estaba bajando rápidamente, se detenía en las rocas sumergidas para convertirse después en espuma amarillenta, como si estuviera decidiendo qué traer o qué dejar atrás; cuántos barcos y cuántos náufragos, cuántas botellas de plástico. Le daba rabia no poder acordarse exactamente, aunque se lo habían dicho a menudo, de cuánto se erosionaba la costa cada año. Wally le daría la información inmediatamente. Había iglesias con carillón debajo de esas olas, y un terreno tan extenso que cabría una urbanización. Los historiadores negaban la leyenda, argumentando que habría habido tiempo de sobra para salvar las campanas, pero quizá no conocían Hardborough. ¿Cuántos años habían dejado Old House, cuando todo el mundo sabía que se estaba cayendo a pedazos?

Milo, acompañado de Kattie -alguien joven, en cualquier caso, que llevaba unas medias de color rojo brillante, así que no podía ser otra-, se acercaba andando por el camino del acantilado. Cuando los dos estuvieron más cerca, Florence tuvo la impresión de que Kattie había estado llorando, así que no parecía que el paseo hubiera sido un éxito.

– ¿Por qué está sentada en un escalón, Florence? -preguntó Milo.

– No sé por qué salgo a pasear siquiera. Los paseos son para los jubilados, y yo pienso seguir trabajando.

– ¿Hay sitio para mí en su escalón? -preguntó Kattie.

Estaba siendo sociable, intentando complacer y resultar conciliadora. Una de dos, o quería que Milo viera lo rápidamente que podía caer en gracia a otras personas, o quería demostrarle lo amable que podía ser con una aburrida mujer de mediana edad sólo porque Milo parecía conocerla. Fuera lo que fuera, Florence se sintió profundamente agradecida. Le hizo sitio en el escalón, y Kattie se sentó con cuidado. Luego se bajó la falda hasta cubrir completamente sus largas piernas rojas.

– Kattie no se creía que hubiera ruinas en Hardborough, así que la he traído para que las vea -dijo Milo, mirándolas a ellas primero y luego en dirección a las patéticas casas-. Estaban para entrar a vivir, ¿verdad? Me pregunto si seguirán teniendo agua.

Pasó por encima de un montón de escombros hacia los restos de una cocina, y probó los grifos. Un agua oxidada, del color de la sangre, salió con fuerza.

– Kattie podría vivir aquí estupendamente. No para de decir que no le gusta nuestra casa.

Florence, que quería cambiar de tema, le preguntó a Kattie por su trabajo en la BBC. Fue un poco decepcionante descubrir que no tenía nada que ver con la televisión, sino que su labor consistía en revisar las hojas de gastos para el Departamento de Programas Pregrabados, el DPP. Seguro que eso no resultaba muy gratificante para una chica que parecía tan inteligente como ella.

– Hemos ido a almorzar con Violet Gamart -dijo Milo balanceándose con naturalidad sobre la corta hierba, al borde mismo del acantilado-. Era una buena ocasión para mejorar el concepto que tiene de nosotros.

– ¿Por qué nunca puede usted decir nada amable de nadie? -preguntó Florence-. ¿La señora Gamart todavía quiere que usted dirija, o que al menos eso parezca, un Centro para las Artes en Hardborough?

– En su caso se trata de algo estacional. Todos los veranos sufre una crisis grave, cuando Glyndebourne y el festival de Aldeburgh salen en las noticias. Ahora estamos en enero, así que el ritmo es más lento.

– La señora Gamart estuvo de lo más amable -dijo Kattie agarrándose los hombros como hacía Christine a veces.

– A mí no me gusta la gente amable, exceptuándola a usted, Florence.

– Eso no me impresiona -dijo Florence-. Me da la sensación de que usted trabaja cada vez menos. No olvide que la BBC pertenece al Estado. Así que, al fin y al cabo, su sueldo sale de los fondos públicos.

– Eso es cosa de Kattie -respondió Milo-. Ella se ocupa de mis hojas de gastos. Volveremos andando con usted.

– Gracias, pero me quedaré un rato más.

– Por favor, venga con nosotros -dijo Kattie. Parecía que se estaba devanando los sesos para decir algo-. ¿No me querría contar cómo se las apaña para envolver los libros? Yo soy un desastre con el papel y el lazo.

Florence siempre utilizaba bolsas de papel, y no recordaba haber visto nunca a Kattie en la tienda, pero aceptó acompañarles de vuelta a Hardborough. Kattie no paró de coger trocitos de plantas y preguntarle con deferencia cómo se llamaban. Florence le tuvo que decir que no estaba segura del nombre de ninguna de ellas, excepto del tomillo y el llantén, mientras no tuvieran flor, y eso no ocurriría hasta dentro de unos meses.

Un día, durante la hora del recreo del último curso de primaria, que, en los días de frío, significaba básicamente que los alumnos se quedaban sentados en sus pupitres e intercambiaban todas las palabras sucias que hubieran aprendido últimamente, un extraño apareció por la puerta.

– No hace falta que os levantéis, niños. Soy el inspector.

– No es verdad -dijo el delegado de clase.

La señora Traill, que había estado comprobando la lista de asistencia, volvió al aula.

– Creo que no le conozco -dijo.

– ¿Señora Traill? Me llamo Sheppard. Quizá quiera usted echarle un vistazo a mi tarjeta de identificación del distrito escolar y autoridades correspondientes, que me permite, bajo la Ley de Pequeños Comercios de 1950, entrar en cualquier colegio en el que yo tenga una causa razonable para creer que niños escolarizados actualmente están, además, empleados en una tienda.

– ¡Empleados! -gritó la señora Traill-. Desde luego que les gustaría estar empleados, pero, aparte de los negocios familiares y el reparto de periódicos, me gustaría que me dijera qué es lo que hay para ellos. Quizá quiera volver a intentarlo cuando empiece la recogida de la patata. Por cierto, no recuerdo haberle visto por aquí antes.

– Debido a la falta de personal, nuestras visitas no se han hecho con la regularidad deseada.

– ¿Quién le sugirió que viniera usted a esta hora? -preguntó la directora-. Christine Gipping es la única que trabaja de forma regular después del colegio -añadió al no recibir respuesta.