– ¿Cuál es la dirección?
– La Librería Old House. Ponte de pie, Christine.
El inspector consultó su cuaderno.
– Supongo que será consciente de que tengo derecho a examinar a esta niña como considere oportuno respecto a los asuntos que engloba la Ley de Comercios.
Una tormenta de silbidos estalló en la clase.
– He traído a una colega conmigo -dijo el inspector con escaso entusiasmo-. Está fuera cerciorándose de que el coche está bien cerrado.
– Entonces no habrá interferencias criminales -dijo el delegado de la clase con voz tranquila.
Christine no se inmutó. Siguió a la inspectora, que entró dando explicaciones desde el jardín, apresuradamente, y que se dirigió después hacia la pequeña habitación que quedaba detrás del piano, donde se hacía el recuento del dinero de la cena.
Para: Sra. Florence Green, Librería Old House
Los inspectores del distrito escolar han examinado a Christine Gipping y le han solicitado que firme una declaración jurada acerca de los asuntos por los que fue sometida a examen. Aunque no hay indicios de irregularidad en su asistencia al colegio, parece ser que, como consecuencia de la llegada de un número uno en ventas, trabajó más de 44 horas en su establecimiento durante una semana de sus vacaciones. Además, ni su seguridad ni su bienestar están garantizados en su propiedad, que está embrujada de una manera del todo inaceptable. Cito literalmente las palabras de Christine Gipping. «El rapper no hace tanto ruido ahora, pero no conseguimos deshacernos de él del todo». Se me ha indicado que bajo las estipulaciones de la Ley, los hechos sobrenaturales están clasificados al mismo nivel que las cortadoras de bacon y otra maquinaria a la que no deben estar expuestos los jóvenes ante la posibilidad de que puedan sufrir algún daño.
De: Sra. Florence Green
La ley de Comercios que menciona sólo es aplicable a personas que tengan entre catorce y dieciséis años. Christine Gipping sólo tiene once. De otra forma, ¿por qué iba a estar en primaria?
Para: Sra. Florence Green, Librería Old House
Si Christine Gipping tiene, como usted asegura, once años, no le está permitido por ley trabajar en un negocio de venta que no sea un quiosco o una estructura móvil que conste de una tabla sujetada por caballetes que se desmonte al final del día.
De: Sra. Florence Green
No hay espacio en la acera de la calle High Street de Hardborough para tablas con caballetes que se puedan desmontar al final del día. Christine, como gran parte de los alumnos de primaria de Suffolk, y como usted bien sabe, está «echando una mano». Se examinará en julio y supongo que pasará a la secundaria en Flintmarket, donde no tendrá tiempo para ningún otro tipo de trabajo después de clase.
No se volvió a saber nada de los inspectores del distrito y esta queja, donde quiera que se originara, murió como las otras. Una breve nota de felicitación llegó de parte del señor Brundish. ¿Cómo podía haberse enterado? Recordaba que, en tiempos de su abuelo, el inspector siempre pasaba por los colegios con un hurón dispuesto a hacerse útil y acabar con las ratas.
Pero la Librería Old House, como un paciente que ha superado una crisis pero que no logra recuperar las fuerzas, tuvo unos beneficios menos prometedores que a finales de año. Era de esperar una situación semejante en los meses después de Navidad. Habría más capital disponible después de demoler el cobertizo y vender el terreno. Pero Wilkins era tremendamente lento. Nunca había sido un hombre rápido y, evidentemente, el frío actuaba en su contra. Parecía que estos viejos enclaves se vendrían abajo de un solo golpe, pero a veces podían ponerse tercos. Florence se vio obligada a repetirle todo esto al director del banco, que le había pedido que se acercara para tener una charla, y que había procedido a preguntarle si se había percatado del poco activo circulante que tenía en esos momentos.
– ¿El cobertizo va a dejar de ser un activo fijo para ser circulante?
– No es ninguna de los dos cosas de momento -respondió Florence-. Wilkins dice que la argamasa es más dura que el sílex.
El señor Keble le hizo notar que quizá no fuera el momento más apropiado para vender un pequeño terreno que se sabía que tenía tendencia a anegarse fácilmente. Florence no recordaba que se hubiera hecho mención de algo así meses antes, cuando discutieron el préstamo.
– Ahora habrá algo menos de actividad en su negocio, supongo. Quizá sea mejor así. Durante un tiempo dio la impresión de que iba usted a sacarnos de nuestras viejas costumbres de golpe. Pero todos los pequeños comercios tienen sus altibajos. Ésa es otra de las cosas que uno puede comprender más fácilmente desde una posición como la mía, donde se disfruta de una perspectiva más amplia.
Más adelante, esa misma primavera, el sobrino de la señora Gamart, el diputado de la circunscripción de Longwash, un joven brillante, triunfador y estúpido, presentó su proyecto de ley y obtuvo su aprobación. Se trataba de un admirable hito en su carrera. Las estipulaciones de esta ley resultaban aceptables para todos los partidos -eran humanitarias, democráticas, y contribuían a solucionar el creciente problema del ocio-, aunque difíciles de llevar a la práctica. Conocida como la Ley de Acceso a Lugares de Valor Educativo y de Interés, otorgaba a los consejos locales el poder de comprar, de manera obligatoria y según un acuerdo previo de compensaciones, cualquier edificio levantado entero o en parte antes de 1549 y que no se utilizara con fines residenciales, en el caso de que no hubiera en la zona otro edificio de una fecha parecida abierto al público. Los edificios adquiridos debían utilizarse para el recreo cultural del público. Florence se fijó en que había un pequeño párrafo acerca de este asunto en The Times, pero sabía que no le afectaría. Ni el consejo de Hardborough ni el de Flintmarket tenían dinero para proyectos de ningún tipo y, en cualquier caso, Old House se estaba utilizando «con fines residenciales»: ella todavía vivía allí, aunque esas palabras desviaron sus pensamientos hacia los problemas derivados del puro mantenimiento de la finca. El invierno se había llevado por delante un buen número de tejas, y había una mancha de humedad que se estaba extendiendo por el techo de la habitación, centímetro a centímetro, del mismo modo que el mar se iba comiendo la costa. También había humedades en el armario donde guardaba el stock, bajo la escalera. Pero aquél era su hogar y el de sus libros, y allí se quedarían todos juntos.
El contenido de la ley no se lo había sugerido la señora Gamart a su sobrino, pero se quedó encantada cuando él le contó, durante una comida en The House, que la idea se le había ocurrido estando en una de sus fiestas la primavera pasada. Como fuente de energía en un lugar como Hardborough que necesitaba tan poca, una energía, además, que a menudo se perdía en quejas, estaba seguro de que ella sería capaz de generar un círculo creciente de efectos secundarios que irían mucho más allá de la idea original. Siempre que se percataba de esto, la señora Gamart se sentía complacida, tanto por sí misma como por los demás, porque ella siempre había actuado según lo que creía que era lo correcto. No era consciente de que la moralidad rara vez representa una guía segura para la conducta humana.
Sonrió a su sobrino desde el otro lado de la mesa del almuerzo, y dijo que no tomaría el pescado.
– Me temo que vivir en Hardborough hace que no desees comer pescado en ningún otro lugar -dijo-. Allí se consigue tan fresco…