Te voy a echar de menos Christine, y quería saber qué te gustaría que te regalara.
– Ninguno de esos libros. Ninguno de los que tiene usted.
– Bueno, ¿entonces qué? Voy a ir a Flintmarket mañana. ¿Qué te parece una chaqueta?
– Preferiría el dinero.
Christine era implacable. Sólo encontraría consuelo si causaba dolor. Su resentimiento iba dirigido contra cualquiera que tuviera algo que ver con los libros y con leer, o que pensara que el éxito estaba condicionado a la escritura de pequeñas composiciones o a saber qué dibujo era el que no pertenecía al conjunto. Los odiaba a todos. La señora Green, que se suponía que entendía de estas cosas y que siempre le había dicho que aprobaría, no era mejor que los demás. Christine no les daría la satisfacción de hacer distinciones entre ellos.
– Bueno, espero que vengas por la tienda a verme alguna vez.
– No tendré mucho tiempo.
– El autobús del colegio llega hacia las cinco, ¿no? Si estoy atenta, a lo mejor te veo.
– No debería hacer tantos esfuerzos. Dicen que no es bueno después de cumplir los cuarenta.
Quizá no lo fuera. Florence había advertido en sí misma una o dos excentricidades últimamente, que podían ser consecuencia de trabajar tanto, de la edad o bien de su vida solitaria. Cuando llegaba el correo, por ejemplo, a menudo se encontraba perdiendo el tiempo en mirar los matasellos y en preguntarse de quién podían ser las cartas en vez de abrirlas, que sería lo más sensato para enterarse al instante.
Las cartas, en cualquier caso, cada vez llegaban en menor número, y se podía decir que toda su vida empresarial se estaba contrayendo. La biblioteca que, al fin y al cabo, había sido una fuente constante, aunque modesta, de ingresos, estaba cerrada para siempre. El motivo era que, por primera vez en la historia, se había abierto una biblioteca pública en Hardborough. El municipio llevaba muchos años solicitando este servicio y sería difícil decir quién había sido el responsable de presionar para que el ayuntamiento tomara por fin medidas. La nueva biblioteca constituía un entretenimiento importante. Afortunadamente, había disponible un terreno apropiado: la propiedad que se adquirió fue la antigua pescadería de Deben.
El rapper se dejaba oír cada vez con menos frecuencia, aunque una vez Florence se encontró los libros de cuentas, con los que pasaba tanto tiempo últimamente, tirados violentamente en el suelo boca abajo. Las páginas estaban arrugadas y llenas de garabatos. Se sintió un poco incómoda cuando se los mostró a la sobrina de Jessie Welford, quien, además, le dijo que se temía que habría que buscar otro arreglo, ya que la habían ascendido en la oficina y en el futuro no tendría tiempo para echar una mano en Old House. La frialdad con la que se lo dijo reflejaba la opinión que tenían de ella en Rhoda's. Sólo al final, cuando estaba comprobando que no se dejaba nada, se ablandó un poco:
– Por supuesto que mi cometido no era otro que el de comprobar las transacciones, y profesionalmente no estaría bien que yo le diera otro tipo de consejo…
– No estaría nada bien, querida, no debo permitir que lo hagas -dijo Florence mientras miraba cómo la joven, tan autosuficiente, se acomodaba dentro de su gabardina.
– Bueno, pues entonces creo que eso es todo. Espero que no me haya dejado ninguna de mis pertenencias. ¿Qué es lo que decía mi padre…? Si estás en el fondo de la garganta, piensa en Jonás. Él salió airoso.
Iba a cenar al lado, a Rhoda's, así que salió rápidamente dejando a Florence con estas imágenes de desastre y naufragio. Afortunadamente, había que hacer la limpieza de primavera y el listado de los envíos, que los Scouts se habían ofrecido a preparar en su imprenta. Eso significaba que habría que levantarse una hora antes, o dos, por las mañanas. Miró con vergüenza las filas de libros que esperaban pacientemente a ser vendidos.
– Trabaja demasiado, Florence -dijo Milo.
– Intento concentrarme. Deje ésos en el suelo, acaban de llegar y todavía no los he revisado. Si uno pone todo su empeño, tiene que salir adelante.
– No sé por qué. Todo el mundo tiene que poner todo su empeño al final. Tienen que morir. Y no puede decirse que morir signifique salir adelante.
– Usted es demasiado joven para preocuparse por la muerte -dijo Florence, pensando que eso era lo que se esperaba que dijera.
– Quizá. Pero me parece que Kattie a lo mejor se muere. Gasta tanta energía…
Tres veces a la semana, pensó Florence. Suspiró.
– ¿Cómo está Kattie? -preguntó.
– No lo sé. De hecho, me ha dejado. Se ha ido a vivir con otra persona en Wantage. Está en el departamento de programas externos. Se lo cuento porque confío en usted.
– Supongo que se lo ha dicho a todo el que le quisiera escuchar.
– Le concierne a usted especialmente porque ahora tendré mucho más tiempo libre. Podré trabajar aquí media jornada, como su ayudante. Supongo que echa de menos a la niña.
Florence se negó a que aquello la cogiera desprevenida.
– Christine aprendió una barbaridad mientras estuvo aquí -dijo-. Y tenía bastante mano con los clientes.
– No tanta como yo -dijo Milo-. Le pegó a Violet Gamart, ¿no? Yo no haré eso. ¿Cuánto me puede pagar?
– A Christine le pagaba doce con seis a la semana y no puedo ofrecer más ahora mismo.
No había duda de que eso la libraría de Milo, aunque Florence le tenía bastante cariño. Si todo el mundo era como él en ese sitio de la televisión en Shepherd's Bush, tendrían serias dificultades para terminar las cosas. Se pasarían todo el día intentando convencerse los unos a los otros.
– Si está interesado en el trabajo -dijo Florence mientras pensaba que en Müller's consideraban aquello como de «entrometidos»-, puede venir por las tardes y probar durante unas semanas. Si no necesita los doce con seis, puede donar el dinero para la lancha de salvamento o para el fondo de los guardacostas. Sólo recuerde que yo no le pedí que viniera. Lo pidió usted.
Cuando el parlamento reanudó las sesiones, el proyecto de ley que había presentado el diputado de la circunscripción de Longwash se aprobó por tercera vez, y fue directamente a la Cámara de los Lores. En esta ocasión llamó todavía menos la atención. Muy pocos de aquéllos a quienes iba dirigida la ley leyeron sus enmiendas. Los edificios antiguos, por ejemplo, iban a ser objeto de compra obligatoria, incluso aunque estuvieran ocupados actualmente, en el caso de que hubieran estado vacíos en el pasado durante más de cinco años. El sobrino de la señora Gamart había contado con el consejo de personas expertas en la redacción de leyes. Era imposible saber quién era el responsable de este detalle o de aquél.
Todo el mundo pensó que el señor North era muy amable por echar una mano en Old House, sobre todo cuando el negocio no iba tan bien como antes. Lo más lamentable, quizá, era que siempre que Florence tenía que ir a Flintmarket para ver si habían llegado los nuevos pedidos, él echaba el cierre inmediatamente, y se le podía ver sentado en la silla más cómoda, colocada bajo los rayos del atardecer que entraban por el escaparate. Pero no se le podía culpar de que el negocio no fuera bien. Siempre tenía un libro de poesía, o de algo parecido, entre las manos.