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Cuando ocurría esto, Milo jamás se acordaba de cerrar la puerta de atrás, y Christine podía entrar directamente, sin hacer ruido, ataviada con su nueva chaqueta del colegio.

Shower down thy love, O burning bright! for one

night or the other night

Will come the Gardener in white, and gathered

flowers are dead, Christine. [15]

– Mucho ojito, señor North -dijo Christine.

– ¡Qué expresiones tan desagradables os enseñan en ese colegio nuevo al que vas!

Christine se puso muy colorada.

– No he venido aquí a mezclarme con los de su clase -dijo.

Una especie de angustia había hecho que volviera, y fue una gran decepción no encontrar allí a Florence, en parte para que la animara un poco y en parte para demostrarle que no volvería a aceptar ese trabajo a ningún precio. Además, podía aprovechar para enseñarle la chaqueta de punto que se había comprado con el dinero que había recibido. Se abrochaba hasta arriba, no al estilo antiguo.

– ¿Por qué has dejado de ayudar a la señora Green? -preguntó Milo-. Te echa de menos.

– Le tiene a usted, ¿no, señor North? Siempre está entrando y saliendo -dijo, y luego vaciló. No quería que pareciera que estaba buscando información-. Dicen que no la dejarán que se quede con esta librería -espetó.

– ¿Quién lo dice?

– Quieren Old House para otra cosa que se les ha ocurrido.

– ¿Y por qué has de preocuparte tú por eso, querida?

– Dicen que no se la puede quedar, que la llevarán a juicio. Eso significa ir al juzgado de la comarca. Tendrá que jurar que dirá la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

– Esperemos que no llegue a eso.

Christine tenía la sensación de que apenas había logrado reafirmar su posición. Estuvo dando vueltas, limpiando el polvo por aquí y por allá -el plumero necesitaba un lavado, como siempre, dijo-, mientras miraba con el reconocimiento de un extraño a sus viejos conocidos de las estanterías.

– Éstos no deberían estar con los Perseverantes -dijo levantando los dos volúmenes de la versión reducida del Oxford Dictionary.

– Nadie se ha ofrecido a comprarlos.

– De todas formas, no son Perseverantes. Son una raza aparte.

No había mucho más que hacer. Incluso ahora, al final del día, apenas había necesidad de poner las cosas en orden.

– Yo no veo que haya nada malo en esta tienda, excepto la humedad terrible y que nunca puedes saber cuándo va a empezar a dar la lata el rapper.

– Efectivamente, no puede haber nada demasiado malo en ella, o yo no estaría aquí.

– ¿Cuánto tiempo se va a quedar entonces?

– No lo sé. A lo mejor no tengo la energía necesaria para quedarme mucho más.

– A lo mejor no tiene la energía necesaria para levantarse y largarse -dijo Christine observándole, con menosprecio y fascinación, ahí sentado. Le vendría bien tener un pedazo de jardín y dedicarse a cultivar algo, pensó, aunque sólo fuera unas filas de rabanitos.

– Yo nunca tenía tiempo de estar sentada cuando era ayudante.

– Seguro que no. Eres una niña o una mujer, y ninguna de las dos tiene ni idea de cómo relajarse.

– Mucho ojito -dijo Christine.

10

El frío llegó después del estupendo verano de 1960. Para principios de octubre, Raven había empezado a hablar con pesimismo del ganado, que tosía de una forma lastimera. Por la mañana temprano el denso vapor blanco les llegaba hasta las rodillas, de manera que parecía que sus cuerpos flotaban por encima de la bruma. Sus cabezas, con unas orejas grandes a media asta, giraban lentamente envueltas en una nube de vaho hacia los escasos transeúntes.

La niebla no se levantaba hasta el mediodía, y bajaba de nuevo hacia las cuatro. Era una locura que el señor Brundish saliera en semejantes condiciones; y, sin embargo, en Holt House, completamente solo, se estaba preparando para hacer una visita. Hacia las once menos cuarto había logrado tener casi la apariencia de un boulevardier, con un abrigo de cuello de piel y un sombrero gris de fieltro, algo más elevado en la parte superior de lo que era costumbre en aquellos años. Los nativos de Hardborough sólo respiraban el aire otoñal a través de sus bufandas de lana, y el señor Brundish también llevaba una. Luego cogió un bastón de los muchos que le esperaban en la entrada.

La niebla hacía que sólo se viera el sombrero y las tres cuartas partes del señor Brundish, que se agachaba ocasionalmente con un respingo y un jadeo, mientras se deslizaba por Ropewalk, Sheepwalk y Anson Street. Pensaron, quienes le vieron por la ventana, que se dirigía al médico o, más alarmante aún, a la iglesia. Hacía años que el señor Brundish no oía una misa. Estaba pálido y parecía afligido. La opinión general coincidía en que tenía un aspecto muy moderado.

Si no era el médico ni la iglesia, sólo podía ser The Stead. Por improbable o imposible que pareciera, estaba subiendo las escaleras de la entrada con dificultad y, una vez se liberó de la bruma por fin, tocó el timbre.

La señora Gamart estaba haciendo una anotación mañanera en su diario, y había escrito: «Miércoles: un tiempo horrible para oct. Hortensia petolaria bastante húmeda». Oyó el timbre y estaba lista para levantarse, restándole importancia a la interrupción, cuando se dio cuenta de quién era el visitante. Entonces sintió la misma incredulidad que el resto de Hardborough, que había visto el avance del señor Brundish desde Holt House. La joven lugareña que ayudaba con la limpieza, y que había abierto la puerta, estaba medio aturdida, como si hubiera visto árboles andantes.

Que este viejo cansino la aceptara supondría entrar en una nueva dimensión en el tiempo y el espacio -en los siglos pasados del Suffolk habitado, y en su silencio actual y su vida expectante-. Desde los primeros meses de su llegada, él había rechazado todas sus invitaciones con la excusa constante de su mala salud. Sin embargo, no había duda de que se celebraban pequeños encuentros en Holt House, distinguidos por los visitantes que pasaban allí la noche, así como por los ancianos amigotes que llegaban desde los rincones más recónditos del este de Inglaterra. Sólo hombres quizá, aunque se comentaba -pero la señora Gamart no se lo creía- que la señora Green había ido a tomar el té, y nunca se había incluido a su propio marido. El General, sin embargo, con la complicidad transparente del sexo masculino, insistía en que el viejo señor Brundish era un tipo decente. Esta observación tan poco apropiada desconcertaba a la señora Gamart hasta dejarla sin palabras.

Y ahora el señor Brundish había venido. No pidió disculpas al entrar en la casa, ya que en su época, tratándose de una visita a las once, nadie lo habría considerado necesario. Sin pretender ocultar lo débil que estaba, sin fingir que se detenía un momento para admirar las dimensiones del recibidor, se agarró a las barandillas mientras intentaba recuperar el aliento. Se le cayó el bastón sobre el reluciente suelo.

– Recuperaré el bastón después. Afortunadamente no he perdido ninguna de mis facultades.

La señora Gamart, que había salido a recibirle, pensó que lo mejor sería llevarle a la sala. Los impresionantes balcones daban al mar, tan brumoso como la tierra. Se sentaron. Sin hacer más referencias a su salud el señor Brundish dijo:

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[15] «Vuelca tu amor en todo su esplendor, pues una / noche u otra noche / vendrá el Jardinero de blanco y las flores recogidas / son flores fallecidas, Christine.» Parafraseando la última estrofa del poema «Yasmin», del inglés James Elroy Flecker (1884-1915).