– He venido a preguntarle algo. No es de muy buena educación, pero no creo que pueda plantearlo de otra forma. Si le importa que le pregunte, debe decirlo enseguida. Claro, que podría hablar con su marido.
Por costumbre y desde tiempo inmemorial, la señora Gamart rechazaba la idea de que su marido pudiera ser necesario para algo. La concentración de su visitante parecía vacilar e interrumpirse. Durante lo que pareció un rato considerablemente largo, estuvo sentado con los ojos cerrados, mientras su cara se teñía de una extraña palidez pizarrosa, como si el mar se la hubiera blanqueado. Luego prosiguió:
– Una extraña experiencia la de desmayarse. Uno nunca sabe si lo está haciendo correctamente. No hay nada a lo que agarrarse. Uno no se acuerda de la última vez… Sería mejor que me ofreciera algo -añadió subiendo el tono. Después, sin bajar la voz, dijo-: Esta arpía no puede negarme un vaso de coñac.
La señora Gamart miró con asombro al enfermo. Si estaba teniendo algún tipo de ataque, lo único que había que hacer era llamar al médico. Entonces se lo llevarían y, por supuesto, él estaría en deuda, como cualquiera que se pone enfermo en casa de otro. Aunque quizá el señor Brundish no supiera reconocer cuándo debía un favor, pensó ella. En cualquier caso, no podía haber hecho el doloroso camino desde Holt House, en un día como ése, simplemente para decirle que no estaba bien, a no ser que de repente quisiera enmendarse por su escasa perspicacia durante esos quince años. Pensó que sería mejor no ofrecerle estimulantes.
– ¿Quiere que pida que le hagan un café? -preguntó ella.
– Esta mujer intenta envenenarme. Ya se me pasará.
El señor Brundish abrió y cerró las manos, como si quisiera coger el aire, pero incluso ese movimiento estaba dotado de nobleza.
– Quiero que deje en paz a Florence Green -dijo.
A la señora Gamart la cogió enteramente por sorpresa.
– ¿Le ha pedido ella que venga aquí?
– En absoluto. Es una mujer que ya no es joven y que lo único que quiere es tener una librería.
– Si la señora Green tiene algún motivo de queja -dijo la señora Gamart-, supongo que podría contratar a un abogado. Creo que tiene cierta tendencia a cambiar de consejero legal.
– ¿Por qué quiere que se vaya de esa casa? Yo mismo vivo en una casa bastante vieja y sé lo incómodo que es. Además, la librería tiene corrientes, es imposible hacerle una segunda hipoteca y, por supuesto, la casa entera está encantada.
Para entonces, el tacto y la buena educación habían acudido en ayuda de la señora Gamart.
– ¿No se le ha ocurrido a usted, que seguramente es un hombre que se interesa por el bienestar y el patrimonio de este pueblo, que un edificio de tanto interés histórico podría utilizarse para algo mejor?
Había dado un paso en falso. Al señor Brundish no le importaban en absoluto ni el bienestar ni el patrimonio de Hardborough. Él era, en cierto sentido, Hardborough, y nunca se había parado a pensar si aquello le interesaba o no.
– La antigüedad no es lo mismo que el interés histórico -dijo-. De lo contrario, nosotros dos seríamos más interesantes de lo que somos.
A esas alturas la señora Gamart se había percatado de que, aunque su visitante probablemente estaba llevando la conversación según unas normas determinadas, éstas no eran las que ella dominaba. Necesitaría, por tanto, una defensa en consonancia.
– Lo repito: quiero que deje a mi amiga Florence Green en paz -gritó el señor Brundish-. ¡En paz!
– Su amiga, ya sabe, parece que se ha saltado la ley más de una vez. Si ése es el caso, yo, por supuesto, no puedo decir nada. Si sigue como hasta ahora, la ley tendrá que seguir su curso.
– ¿Tal vez se esté refiriendo a una ley que no existía el año pasado y que se coló en el Parlamento a nuestras espaldas? Me refiero a una orden que prevé la compra obligatoria. Puede llamarlo desahucio. Ése sería un término más justo. ¿Empujó usted a su precioso sobrino a que pasara ese proyecto de ley al parlamento?
Ella no podía rebajarse tanto como para hacer ver que no entendía de qué le estaba hablando.
– Es cierto que quizá el proyecto de mi sobrino afecte a la librería, ya que hay una disposición según la cual la propiedad tiene que haber estado vacía durante cinco años. Y eso, desde luego, sería aplicable a Old House…
¿Cómo habría obtenido esa información? Se diría que la había conseguido mediante unas raíces invisibles, sin moverse de Holt House. Sin ver ni escuchar.
– … Hay tantas autoridades a tener en cuenta, señor Brundish. Los simples mortales como yo -dudó un poco antes de continuar- y usted, apenas sabríamos por dónde empezar. Yo soy juez de Paz y estoy acostumbrada al servicio público, pero aun así estaría bastante perdida. No podríamos ni encontrar a la persona adecuada a la que escribir.
– Sé perfectamente bien, señora, a quién escribir. En los últimos años, si no me hubiera encargado de ello, habría perdido cientos de hectáreas de mis pantanos, algunas tierras de labranza y dos molinos. Déjeme que le diga que el comprador de Old House tendrá que ser el consejo municipal de Flintmarket, y que lo hará bajo la Ley de Procedimientos de Autorización para la Adquisición de Tierras de 1946, la Ley de Viviendas de 1957 y este grotesco esfuerzo de su sobrino. Si no se ha hecho nada hasta ahora, podemos hacer frente común contra ellos. Si hay noticias de que están dispuestos a llegar a un acuerdo, habrá que convocar una vista privada ante un inspector del gobierno.
El significado y el peso de esa primera persona del plural no podía llevar a equívoco. Violet Gamart entendió perfectamente el trato que se le estaba ofreciendo. Le estaba proponiendo una alianza, una alianza de trabajo en cualquier caso, entre Holt House y The Stead, y, a cambio, se le pedía algo que ella no podía ofrecer. Pero, ¿acaso importaba? Trataría de ganar tiempo. El señor Brundish tendría que venir otra vez para seguir persuadiéndola, y ella tendría que ir a verle a él para discutir los detalles. Su mente no estaba del todo bajo control. Se olvidaría de lo que había dicho la última vez, y se convertiría en una visita habitual. Ella no habría dado nada y, en cambio, habría ganado mucho. Entretanto, sería más inteligente no hacer demasiadas promesas.
– Ciertamente, podríamos pensar en alguna forma de facilitar el proceso, si es necesario. Todavía hay bastantes tiendas en alquiler, ¿sabe?, en pueblos más grandes que Hardborough.
– ¡Eso no es lo que estoy diciendo! ¡Usted tiene que hablar de lo mismo que estoy hablando yo! ¡Me ha sido muy difícil llegar hasta aquí con este tiempo! Esta mujer es estúpida o malévola…
– Me gustaría poder hacer más.
– Entiendo, entonces, que no hará nada.
Esto es exactamente lo que había querido decir, y lo que pretendía. Tenía que restablecer la situación y no serviría de nada ser ni evasiva ni franca. Él tendría respuesta para ambas posibilidades. Pero no tenía ninguna duda de que los viejos horrorosos también tienen un corazón al que se puede apelar. Le lanzó una sonrisa deliciosa, que templaba sus ojos negros y brillantes, y que había conmovido a gente mucho más importante que él.
– Pero no debe hablarme así, señor Brundish. No se da cuenta de lo que está diciendo. Debe de pensar que soy atroz. ¿Es eso?
Daba la impresión de que el señor Brundish estaba dando vueltas a las palabras en su cabeza, como si fueran guijarros que había que valorar.
– Me temo que no puedo responder ni sí ni no. Por «atroz» supongo que quiere decir «sorprendentemente ofensiva». Qué duda cabe de que ha sido ofensiva, señora Gamart; pero ha sido exactamente como esperaba.
Se levantó con cierta dificultad, y, con la ayuda de diversos muebles, no todos preparados para soportar su peso, recuperó su sombrero y se marchó de The Stead. Pero cuando llegó a la mitad de la calle -la niebla se había levantado para entonces, de forma que los habitantes de Hardborough pudieron verle claramente- el señor Brundish cayó muerto.