– ¿Qué es el derecho natural? preguntó Florence. Cuando los abogados se dieron cuenta de que su diente tenía muy poco dinero, olvidaron la petición de certiorari y discutieron el asunto de la indemnización. Igual que todos sus consejeros, adoptaron una actitud negativa y hostil. No habría reclamación por depreciación, ya que bajo una perspectiva legal los libros eran como la chatarra, que no pierde su valor por mucho que se mueva de un lado a otro. No se podía reclamar nada por los servicios prestados, ya que se trataba de un negocio unipersonal. El señor Thornton habría hecho alguna broma acerca del hecho de que era un negocio de una sola mujer, pero los abogados de Flintmarket no la hicieron. Quedaba la cuestión de la indemnización por Old House.
Cuando les llamó varias semanas más tarde, le hablaron de obstáculos y retrasos. Con esto querían decir, aunque no lo admitieran durante un tiempo, que era probable que no obtuviera ni un penique. Varias leyes de planificación urbana y rural especificaban que si una casa era tan húmeda que no resultaba apropiada para la vida humana, y existía la amenaza de que se hundiera, no se podía reclamar indemnización.
– Pero Old House ha estado ahí durante siglos sin hundirse. Yo estoy viviendo allí y todavía soy humana, y además, no es tan húmeda. Se seca en verano y a mitad del invierno. ¿Y qué pasa con la tierra?
El abogado se refirió a la tierra como «el solar vacío», como si Old House ya hubiera dejado de existir.
– De hecho, sólo se puede hacer una estimación si se trata de un terreno, pero tras una inspección del sótano se ha llegado a la conclusión de que la propiedad se asienta sobre un centímetro de agua.
– ¿Qué inspección? No se me notificó.
Al parecer, en distintas fechas en las que usted estaba fuera del local, el ayuntamiento envió a un constructor y enyesador experto, el señor John Gipping, para que hiciera una valoración de las condiciones de las paredes y el sótano.
– ¡John Gipping!
– Por supuesto, damos por hecho que entró de forma pacífica.
– Estoy segura de que fue así. No es en absoluto un hombre violento. Lo que me gustaría saber es quién le dejó entrar.
– Ah, su ayudante, el señor Milo North. Se entenderá que actuó como su empleado y siguiendo sus instrucciones. ¿Tiene algún comentario que hacer?
– Sólo que me alegro de que le dieran el trabajo a Gipping. Últimamente no le ha sido muy fácil encontrar empleo.
– Lo más extraño para nosotros es el que el señor North también ha firmado una declaración alegando que las condiciones de humedad de la propiedad han afectado su salud y que ha quedado incapacitado para un empleo normal.
– ¿Por qué lo hizo? -le preguntó a Milo-. ¿Alguien le pidió que lo hiciera?
– Me lo pidieron con cierta insistencia, y me pareció lo más sencillo.
Milo no siguió presentándose en la tienda para echar una mano; se lo encontró por casualidad cruzando el parque. Él no hizo nada por evitar el encuentro en esta ocasión. Es más, intentó ser útil y sugirió que si todavía quería un ayudante, era posible que Christine estuviera libre otra vez ya que, después de un cuatrimestre en el instituto, el director la había echado. Milo dijo que no conocía los detalles, y Florence no insistió en saberlos.
No podía hacer mucho más. El director del banco, con cierto pudor, le preguntó si le vendría bien concertar una cita para verle lo antes posible. Quería saber si lo que había oído acerca de que no tenía ningún derecho legal a una indemnización era correcto, y, en ese caso, qué era lo que pensaba hacer respecto al pago del crédito.
– Quería empezar de nuevo -dijo Florence-. Creí que podría hacerlo.
– Yo no le aconsejaría que se embarcara en otro pequeño negocio. Es curioso constatar cuánta gente ve el banco como una institución benéfica. Llega un momento en que cada uno de nosotros debe conformarse con admitir que ha llegado el final. Claro, que siempre queda el almacén. Si se pudiera liquidar eso, estaríamos en el buen camino para resolver este problema.
– ¿Eso significa que usted quiere que venda los libros?
– Para pagar el crédito, sí. Los libros y su coche. Me temo que será absolutamente necesario.
Por lo tanto, Florence se quedó sin tienda y sin libros. Se guardó, eso es cierto, dos ejemplares de Everyman que nunca se habían vendido bien. Uno era Unto this Last, de Ruskin, y el otro Grace Abounding, de Bunyan. Cada uno tenía su marcapáginas dentro: A todos los hombres seré vuestra guía, cuando más necesitéis tener a alguien a vuestro lado, y el Ruskin tenía además una genciana aplastada y descolorida entre las páginas. El libro debía de haber viajado, quizá cincuenta años atrás, a Suiza en primavera.
En el invierno de 1960, por lo tanto, después de haber mandado su pesado equipaje por adelantado, Florence Green tomó el autobús que iba a Flintmarket pasando por Saxford Tye y Kingsgrave. Wally le llevó las maletas hasta la parada. Una vez más, había llegado la época de las inundaciones, y los campos, a ambos lados de la carretera, quedaron ocultos bajo el brillo del agua. En Flintmarket tomó el tren de las diez cuarenta y seis hacia Liverpool Street. Cuando arrancó para salir de la estación, ella bajó la cabeza en señal de vergüenza, porque el pueblo en el que había vivido durante casi diez años no había querido tener una librería.
Penelope Fitgerald