– Ahora, señora Green, si pudiera usted sujetarle la lengua. No se lo pediría a cualquiera, pero sé que usted no se asusta.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó ella.
– Dicen por ahí que está usted a punto de abrir una librería. Eso significa que no le importa enfrentarse a cosas inverosímiles.
Metió el dedo bajo la carne suelta, horriblemente arrugada, por encima de la quijada del animal, y la boca se le abrió gradualmente en un bostezo extravagante. Quedaron expuestos unos imponentes dientes amarillentos. Florence agarró con las dos manos la lengua oscura y resbaladiza, suave por arriba, rugosa por debajo y, como un viejo ballenero, la sujetó de forma que no le cubriera los dientes. Ahora el caballo estaba quieto y sudaba copiosamente, a la espera de que llegara el final de su tormento. Sólo movía las orejas de forma espasmódica en señal de protesta por lo que la vida había permitido que le ocurriera. Raven empezó a raspar con una lima grande las coronas de los dientes de un lado.
– Aguante, señora Green. No se relaje. Es más resbaladiza que un pecado, lo sé.
La lengua se retorcía como si fuera un ser independiente. El caballo fue pateando el suelo con una pezuña detrás de otra, como si quisiera asegurarse de que todavía tenía las cuatro patas plantadas sobre tierra firme.
– No puede dar coces hacia delante, ¿verdad, señor Raven?
– Puede, si quiere.
Recordó que un Suffolk Punch es capaz de hacer cualquier cosa, menos galopar.
– ¿Por qué cree que abrir una librería es inverosímil? -le gritó al viento-. ¿La gente de Hardborough no quiere comprar libros?
– Han perdido el deseo por las cosas raras -dijo Raven mientras seguía limando-. Se venden más arenques ahumados, por ejemplo, que truchas que están medio ahumadas y tienen un sabor más delicado. Y no me diga usted que los libros no constituyen una rareza en sí mismos.
Una vez le soltaron, el caballo dejó escapar un suspiro cavernoso y se quedó mirándoles como si estuviera tremendamente desilusionado. De las profundidades de su noble tripa llegó una nota cínica, que sonó más como una trompeta que como un cuerno, y que fue desapareciendo hasta convertirse en una risita. Salieron nubes de polvo de su cuerpo, igual que de un felpudo cuando se sacude. Luego, abandonando por completo todo el asunto, trotó a una distancia segura y bajó la cabeza para pastar. Al instante vio un trozo muy verde de angélica y empezó a comer como un poseso.
Raven afirmó que el viejo animal no se daría cuenta, pero que sin duda se encontraría mejor a partir de entonces. Florence, honestamente, no podía decir lo propio de sí misma, pero alguien había confiado en ella, y eso no era algo que ocurriera todos los días en Hardborough.
2
La propiedad que Florence había decidido comprar no había recibido su nombre por nada. Aunque prácticamente ninguna casa -menos las de la urbanización de protección oficial a medio construir que se alzaba hacia el noroeste del pueblo- era nueva, y muchas databan de los siglos XVIII y XIX, ninguna se podía comparar con Old House. Sólo Holt House, propiedad del señor Brundish, era más antigua. Construida con tierra, paja, palos y vigas de roble quinientos años atrás, Old House había sobrevivido gracias a un sótano al que se descendía por una escalera de piedra. En 1953 el sótano había aguantado dos metros de agua de mar hasta que bajó el nivel de las últimas inundaciones. Aunque, a decir verdad, todavía quedaba algo de agua.
El interior estaba conformado por una gran habitación en la parte de delante, una cocina en la parte de atrás, y arriba un dormitorio de techo inclinado. No adosado a este edificio, sino dos calles más allá, junto a la playa, estaba el cobertizo de ostras que era parte de la propiedad y que ella esperaba utilizar como almacén para las reservas de libros. Pero resultó que, por una cuestión de comodidad, cuando lo construyeron se había mezclado yeso con arena de la playa, y la arena del mar no se seca nunca. Cualquier libro que dejara allí se arrugaría por la humedad en pocos días. Su decepción, sin embargo, le granjeó la simpatía de los tenderos de Hardborough. Todos conocían la situación y podían habérselo dicho. Sintieron un cambio en la balanza del poder intelectual y empezaron a desear que le fuera bien.
Quienes llevaban tiempo viviendo en Hardborough también sabían que esa casa estaba embrujada. No era un tema que se evitara, todos hablaban de ello con normalidad. Por ejemplo, había veces que en la plataforma del ferry, alrededor de la hora del crepúsculo, se veía la figura de una mujer que esperaba a que regresara su hijo, que se había ahogado hacía más de cien años. Pero Old House no estaba embrujada de una forma tan conmovedora. Estaba invadida por un poltergeist que, junto con el húmedo asunto sin resolver de las cañerías, había dificultado bastante la venta de la finca. El agente inmobiliario no tenía ninguna obligación legal de mencionar el poltergeist, aunque quizá hizo alguna alusión al respecto cuando habló de una «atmósfera de una época inusual».
En Hardborough a los poltergeists se les llamaba rappers [3]. Podían estar ahí, en el mismo sitio, durante años, y de pronto desaparecer de un día para otro sin dejar rastro. Pero era poco probable que alguien que hubiera escuchado alguna vez ese ruido, que expresaba de una manera tan precisa una furiosa frustración física, como si lo que hubiera detrás quisiera salir, lo confundiera con otra cosa.
– Su rapper ha estado tocando mis alicates -dijo sin rencor el fontanero cuando ella fue a ver cómo avanzaban los trabajos.
Su caja de herramientas estaba dada la vuelta y todo lo que contenía se había desparramado; había unos baldosines azul pálido con un bonito dibujo de nenúfares tirados por las escaleras. El cuarto de baño, con su instalación de agua a medio terminar, tenía el aspecto alerta de quien ha sido testigo de algo. Cuando el bienintencionado fontanero se tomó su descanso para el té, ella cerró la puerta del cuarto de baño, esperó un momento y volvió a mirar dentro rápidamente. Cualquiera que la estuviera viendo, pensó, creería que estaba loca. En Hardborough la expresión que se utilizaba en esos casos era «no estar bien del todo», igual que cuando uno estaba «muy enfermo» se decía que lo estaba «moderadamente».
– Si esto sigue así, a lo mejor termino no estando bien del todo -le dijo al fontanero, mientras pensaba que preferiría que éste no lo llamara «su rapper».
El fontanero, el señor Wilkins, estaba convencido de que lo superaría.
Era en ocasiones como ésta cuando más echaba de menos a los buenos amigos de sus primeras épocas en Müller's. Cuando entró y se quitó el guante de gamuza para mostrar su anillo de compromiso, adornado con un brillante, había una larga y alentadora lista de nombres para contribuir a comprarle un regalo. Cuando Charlie murió de neumonía en un campo de recogida improvisado al principio de la guerra, la lista era prácticamente la misma. Había perdido el contacto con casi todas las chicas de los departamentos de Correos, Envíos y Mostrador. Además, aunque tuviera sus direcciones, se sentía incapaz de admitir que se habían hecho tan mayores como ella.
No es que le faltaran conocidos en Hardborough. En Rhoda's, la tienda de ropa, por ejemplo, le tenían mucho cariño. Pero apenas respetaban su intimidad. Rhoda -es decir, Jessie Welford-, a quien le había pedido que le hiciera un vestido nuevo, no dudó en hablar de ello alegremente con los demás, e incluso les mostró el materiaclass="underline"
– Es para la fiesta del General y la señora Gamart en The Stead [4]. No sé si yo habría elegido un color rojo… Tienen invitados que van a venir desde Londres.
Después de varias colectas de caridad, Florence conocía a la señora Gamart lo suficiente como para saludarla con un leve movimiento de cabeza y como para recibir de ella una sonrisa, pero jamás habría esperado que la invitaran a The Stead. Lo tomó, a pesar de que todavía no había llegado su stock de Londres, como un cumplido al inmenso poder de los libros.