En cuanto Sam Wilkins terminó de arreglar el cuarto de baño a su gusto, y las tejas quedaron colocadas de nuevo en el tejado, Florence Green dejó su piso y se instaló valientemente, con sus escasas pertenencias, en Old House. En conjunto, incluso con los azulejos de nenúfares firmemente colocados, no era un lugar que inspirara confianza. Los ruidos extraños que se atribuían al embrujo continuaron oyéndose por la noche, mucho después de que las mal instaladas tuberías hubieran quedado en silencio. Sin embargo, el coraje y la perseverancia son inútiles si no se ponen a prueba. Florence sólo deseaba que no se produjera ninguna interrupción cuando viniera Jessie Welford con el vestido nuevo para probárselo. Pero no se llegó a dar esa circunstancia. Recibió una nota en la que se le pedía que se lo probara en Rhoda's, que estaba en la casa de al lado.
– Creo que después de todo no es mi color. ¿Cómo lo llamaría usted? ¿Rubí?
Fue un alivio cuando Jessie dijo que era más bien un granate o un cobrizo oscuro. Pero había algo muy poco satisfactorio en el reflejo rojo, o cobrizo, que parecía moverse con pocas ganas en el espejo.
– No me queda nada bien en la parte de atrás. Quizá si intento andar pegada a la pared todo el tiempo…
– Se irá haciendo a él a medida que lo lleve puesto -dijo la modista con firmeza-. Necesita un poco de bisutería para desviar la atención hacia otro lado.
– ¿Está segura? -preguntó Florence.
Parecía que esta prueba se estaba convirtiendo en una conspiración para evitar que alguien se fijara en su vestido nuevo.
– Bueno, a fin de cuentas, yo diría que estoy más acostumbrada que usted a arreglarme y a salir por la noche -dijo la señorita Welford-. Juego al bridge, ¿sabe? Aquí no hay donde jugar, así que voy a Flintmarket dos veces a la semana. Un penique cada cien puntos por las mañanas, y el doble por las tardes. Y vamos de largo, por supuesto.
Dio unos pasitos atrás, haciendo sombra en el espejo, y luego volvió para coger unos alfileres por aquí y hacer unos ajustes por allá. Ningún cambio, Florence lo sabía muy bien, haría que pareciera cualquier cosa menos pequeña.
– Ojalá no tuviera que ir a esa fiesta -dijo.
– Pues a mí no me importaría ir en su lugar. Es una pena que a la señora Gamart le parezca que lo más adecuado sea encargarlo todo en Londres. Pero estará bien organizada. No habrá que andar contando los sándwiches. Y una vez que esté usted allí, no tendrá que preocuparse de su aspecto. Nadie se fijará en usted y, además, pronto se dará cuenta de que conoce a todo el mundo.
Florence estaba segura de que no sería así, y no lo fue. The Stead, en cualquier caso, no era uno de esos sitios donde los sombreros y los abrigos se dejan en la entrada para que uno pueda adivinar, antes de lanzarse a hacer su entrada, quién había llegado ya. En el recibidor, forrado con madera de olmo barnizada, se respiraba la calidez de una casa en la que nunca se ha pasado frío. Se vio de reojo en un espejo mucho más brillante del que había en Rhoda's, y deseó no haberse puesto de rojo.
Más allá de la puerta se oían voces desconocidas que llegaban desde una habitación preciosa, pintada de un verde pálido que en aquella época todavía era muy del gusto de la sociedad georgiana. Las fotografías enmarcadas en plata sobre el piano y sobre varias mesitas ofrecían un atisbo de la red de parentescos que le daban a Violet Gamart acceso al poder más allá de las fronteras de Hardborough. Su marido, el General, andaba abriendo cajones y armarios con el objeto de no encontrar nada, y tener así una excusa para deambular de una habitación a otra. En los años cincuenta había muchas obras de teatro en Londres en las que los personajes hacían numerosas entradas y salidas por diversas puertas, y después volvían a aparecer en el segundo acto, tres horas más tarde. El General habría encajado bien en una obra de ese estilo. Se cernía sobre los refrescos, en permanente estado de alerta, mientras hacía experimentos con su sonrisa, a la espera de que se solicitara su ayuda, aunque sólo fuera por unos instantes, ya que abrir el champán no era cosa de mujeres.
Allí no había ningún director de banco, ningún vicario, ni siquiera estaba el señor Thornton, su abogado, ni el señor Drury, el abogado que no era su abogado. Florence reconoció la espalda del deán y nada más. Era una fiesta para el condado y para los visitantes que habían venido de Londres. Supuso, correctamente, que en algún momento se enteraría de por qué la habían invitado precisamente a ella.
El General, aliviado de ver a una mujer más o menos pequeña, que no parecía ser intimidante ni tampoco pariente de su esposa, le sirvió una gran copa de champán de una de las doce botellas que él mismo había abierto. Mientras no estuviera emparentada con su mujer no había muchas posibilidades de cometer un error, pero, aunque estaba seguro de haberla visto antes en alguna parte, sólo Dios sabía quién era exactamente. Florence le leyó el pensamiento, que resultaba transparente en su arduo avance de una duda a otra, y le dijo que ella era la mujer que se disponía a abrir una librería.
– ¡Eso es, claro! Ahora caigo. Está pensando en abrir una librería. Violet estaba realmente interesada en el asunto. Quería cruzar con usted una o dos palabras de las suyas sobre el tema. Supongo que luego le dedicará un minuto.
Como la señora Gamart era la anfitriona, podía dedicar un minuto a quien quisiera en cualquier momento. Pero Florence no se engañaba a sí misma sobre su propia importancia. Bebió un poco de champán, y las preocupaciones más nimias del día parecieron elevarse como pinchazos diminutos de alfiler a través de los sorbos dorados, y romperse antes de desaparecer.
Supuso que el General daría por terminada su labor, pero se quedó con ella.
– ¿Qué clase de cosas va a tener en su tienda, me decía? -preguntó.
Ella apenas sabía qué responder.
– No hay muchos libros de poesía en estos tiempos ¿eh? -insistió-. Al menos, yo no veo demasiados.
– Tendré algo de poesía, por supuesto. No se vende tan bien como otras cosas, y además me llevará un tiempo aprenderme los títulos.
El General se quedó sorprendido. Él nunca había necesitado mucho tiempo, cuando era subalterno, para conocer por su nombre a toda su tropa.
– «Es fácil estar muerto. Decid sólo esto: están muertos.» ¿Sabe quién escribió eso?
Le habría encantado poder decir que sí, pero no podía. El brillo titubeante de expectación en los ojos del General se apagó por completo. Era evidente que ya había intentado demostrar algo con esa misma frase en otras ocasiones, quizá en demasiadas. En una voz tan baja que ella le oyó a duras apenas entre el ruido que les llegaba procedente de la fiesta, continuó:
– Charles Sorley…
Florence se dio cuenta en seguida de que Sorley debía de estar muerto.
– ¿Cuántos años tenía?
– ¿Sorley? Veinte. Estaba en los Swedebasher -los Suffolk, ya sabe-. Noveno batallón, compañía B. Le mataron en la batalla de Loos, en 1915. Tendría sesenta y cuatro años si aún estuviera vivo. Yo tengo sesenta y cuatro. Eso hace que me acuerde del pobre Sorley.
El General se alejó arrastrando los pies hacia los demás invitados, que cada vez hacían más ruido. Florence estaba sola, rodeada de personas que charlaban con familiaridad, y algunas de las cuales tenían su réplica exacta en los marcos de plata. ¿Quiénes eran? No le importaba; al fin y al cabo, todos ellos se habrían sentido igualmente perdidos si hubieran terminado, como ella, en el Departamento de Envíos en Müller's. Escuchó la voz suave de un hombre joven justo detrás de ella: