– No es necesaria ninguna excusa, por supuesto -dijo Florence.
– Hay muchísimas propiedades en Hardborough más adecuadas, más apropiadas en todos los sentidos para una librería. ¿Sabía, por ejemplo, que cierran Deben?
Efectivamente, sabía que Deben, el pescadero, estaba a punto de cerrar. Todo el mundo en el pueblo sabía cuándo quedaba vacía una propiedad, quién tenía problemas financieros, quién necesitaría un poco más de espacio en nueve meses, y quién estaba a punto de morir.
– Nos hemos acostumbrado de tal forma, me temo, a que Old House estuviera vacía, que hemos ido retrasándolo todos estos años… Nos ha avergonzado usted bastante con sus prisas, señora Green… Pero la cuestión es que estamos todos algo alterados por la repentina transformación de nuestra Old House en una tienda; somos tantos los que teníamos la idea de convertirla en algún tipo de centro… Quiero decir, un centro artístico… para Hardborough.
El General escuchaba con gesto tenso.
– Habría que rezar por eso también, ya sabes, Violet.
– … música de cámara en verano… No podemos dejarlo todo en manos de Aldeburgh… Conferencias en invierno…
– Ya tenemos conferencias -dijo Florence-. La serie del vicario sobre el Suffolk pintoresco se repite cada tres años.
Eran unas tardes con mucho encanto, ya que no había necesidad de prestar demasiada atención y, ante las caras somnolientas de la primera fila, se sucedían las filminas sin orden aparente y sin que obedecieran a la voz del vicario.
– Deberíamos ser bastante más ambiciosos, en especial si pensamos en la gente que nos visita en verano y que probablemente viene desde muy lejos. Y es que, sencillamente, en el pueblo no hay otra casa antigua que tenga un ambiente tan apropiado. Piénselo un poco, ¿de acuerdo?
– He pasado seis meses negociando esta venta, y no me puedo creer que hubiera alguien en todo Hardborough que lo ignorara. De hecho, sé que todo el mundo estaba al tanto.
Miró al General para obtener una confirmación por su parte, pero éste tenía los ojos clavados en las bandejas vacías.
– Y, por supuesto -continuó la señora Gamart con el mayor énfasis-, la gran ventaja, que sería casi un pecado desaprovechar, es que ahora contamos justo con la persona adecuada para hacerse cargo. Quiero decir, hacerse cargo del nuevo centro, y ponernos a todos al día sobre libros y cuadros y música, y animar las cosas, y asegurarse de que todo marcha por el buen camino.
Le lanzó a la señora Green una sonrisa muy expresiva, que decía mucho más de lo que parecía. Había regresado a ese momento de intimidad perturbadora, aunque, mientras pronunciaba esta última frase, la señora Gamart, se había ido retirando con todo tipo de gestos y saludos en dirección a su protectora horda de invitados.
Cuando se quedó sola, Florence se dirigió hacia la pequeña habitación que había junto al recibidor para buscar su abrigo. Mientras revisaba metódicamente los montones, llegó a la conclusión de que, después de todo, no era demasiado mayor para tener dos trabajos; quizá habría que buscar un gerente para la librería, y ella tendría que apuntarse a algún tipo de curso sobre Historia del Arte, o sobre Apreciación de la Música -la música siempre se aprecia, mientras que el arte tiene una historia- que, se imaginaba, le supondría tener que ir a menudo a Cambridge.
Fuera, la noche estaba clara y había visibilidad por encima de los pantanos hasta el Laze, enmarcado por las luces de los botes de pesca que esperaban a que bajara la marea. Pero hacía frío y el aire le cortó la cara.
«Fue muy amable por su parte invitarme», pensó. Sin duda les habrá parecido extraño hablar conmigo.
En cuanto se marchó, los invitados se reagruparon, igual que el ganado cuando Raven se llevó al viejo caballo hacia un lado. Ahora eran todos de la misma clase, y todos miraban hacia el mismo lado, mientras pastaban juntos. Entre ellos podían arreglar muchos asuntos, aunque, a menudo, cuando conseguían arreglar algo se debía más bien a la intervención del puro azar. A medida que se acercaba la hora de empezar a pensar en irse a casa, la señora Gamart iba sintiéndose algo inquieta por lo que ella consideraba un punto negro en su plan para Old House. Esta señora Green, aunque sin duda muy discreta, no había terminado de aceptarlo todo al momento. No tenía demasiada importancia. Pero entonces Milo le puso un poco más de champán, y su mente empezó a dar unas vueltas vertiginosas y se lanzó a hablar con todos: con el segundo marido de su prima, que tenía algo que ver con el Consejo de las Artes; con su tío segundo, que no tardaría en ocupar un alto puesto de la Administración Territorial; con su brillante sobrino, que se presentaría a las elecciones por el municipio de Longwash, en West Suffolk, y que ya se había hecho un nombre como perseverante Secretario de la Sociedad para Ofrecer Acceso Público a los Lugares de Interés y Belleza; y con Lord Gosfield, que se había aventurado a venir desde su castillo en las marismas, porque si las fiebres aftosas le atacaban de nuevo no podría viajar en meses. Con todos ellos habló del Centro para la Música y las Artes de Hardborough. Y en las mentes de su brillante sobrino, de su tío y de todos los demás, se instaló la vaga noción de que quizá habría que hacer algo porque, de lo conrrario, Violet podría acabar siendo una lata. Hasta Lord Gosfield se sintió conmovido, aunque no había dicho nada en toda la noche y, de hecho, había conducido más de cien kilómetros precisamente para no decir nada en compañía de su viejo amigo Bruno. Todos procuraban ser amables con su anfitriona, porque eso les hacía la vida más fácil.
Había llegado la hora de marcharse. No estaban seguros de dónde habían dejado las llaves del coche, ellos o sus mujeres. Remolonearon en la puerta diciendo que no había que dejar que entrara el aire frío, mientras el viejo perro del General, que vivía con la sola expectativa de que se abriera la puerta, meneaba débilmente la cola sobre el lustroso suelo; luego los coches no arrancaban y la perspectiva de que algunos de ellos regresaran para pasar la noche se hizo peligrosamente real; al final se encendió el último chispazo y todos se pusieron en camino, gritando palabras de despedida y moviendo las manos, y, en el silencio que quedó después de todo aquello, se pudo oír de nuevo el viento de los pantanos.
3
A la mañana siguiente Florence se preparó arenques -no tenía mucho sentido vivir en East Suffolk si uno no sabía cómo cocinarlos-, dos rebanadas de pan con mantequilla y un té. La cocina estaba en la parte trasera de la casa. Era el cuarto más acogedor de Old House, con las paredes encaladas, y sin más ruidos que los suspiros del viejo pozo tapiado bajo el suelo. Los anteriores inquilinos sabían que eran muy afortunados de no tener que salir fuera para bombear agua; y se sintieron más afortunados aún cuando les instalaron el enorme lavabo pulido y lacado, hondo como un sarcófago. Un grifo de latón, que brillaba orgulloso, escupía agua helada desde una altura considerable.
A las ocho en punto desenchufó la tetera eléctrica y enchufó la radio, que inmediatamente empezó a hablar de disturbios en Chipre y Malawi, y luego anunció, con un leve cambio de entonación, que la esperanza de vida ahora era de 68,1 años para los hombres y de 73,9 para las mujeres, frente a los 45,8 para los hombres y los 52,4 para las mujeres que había a principios de siglo. Intentó que esto la animara. Pero el Aviso a las Embarcaciones -Mar del Norte, vientos ciclónicos del noroeste de fuerza variable rolando a más fuertes o temporal con mar gruesa o muy gruesa- hizo que se sintiera algo avergonzada. Avergonzada de estar allí sentada en su casa, de sus arenques del piélago y de lo inútil que era sentirse avergonzada. Por la ventana que daba al este divisó cómo la tormenta anunciaba su llegada, instalada sobre los guardacostas y contra un cielo de un color verde amarillento pálido.