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Al mediodía aclaró. El cielo se había despejado desde una punta del horizonte hasta la otra, y una elevada nube blanca se reflejaba milla tras milla en el agua transparente del dique, de modo que los pantanos parecían sobresalir entre las nubes. Después de hacer los recados de la mañana, tomó un atajo de vuelta por el parque. Los alumnos de primaria estaban en su segundo recreo. Los chicos separados de las chicas, excepto los de la clase de los mayores, que rondaban los once años y que estaban dando vueltas unos alrededor de los otros. Una niña pequeña lloraba, completamente sola. La habían sacado de casa bien pertrechada, con una bufanda cruzada sobre el pecho y abrochada por detrás con un imperdible, y con unos guantes de lana enganchados a un elástico que pasaba bajo el cuello del abrigo. Saltaba a la vista que no encajaba en ningún grupo, ni con los chicos ni con las chicas. Florence intentó calmarla.

– Eres del jardín de infancia. No deberías estar fuera ahora. ¿Te has perdido? ¿Cómo te llamas?

– Melody Gipping.

Florence sacó un pañuelo limpio y le sonó la nariz. Una figura con aspecto poco cuidado y un pelo fino como la hierba seca se separó del grupo de las niñas.

– Está bien, señorita. Soy Christine Gipping, yo me ocupo de ella. Tenemos Kleenex en casa, son más higiénicos.

Se marcharon juntas. Los chicos se estaban pegando tiros; las chicas botaban viejas bolas de tenis en un círculo mientras cantaban:

Uno, dos, Pepsi-Cola,

Tres, cuatro, Casanova,

Cinco, seis, péinate, Siete,

ocho, da la vuelta,

Nueve, diez, hazlo otra vez.

Florence miró hacia el sur, donde una franja de bosque de pinos oscurecía el horizonte. Era una reserva de garzas, pero en 1953, cuando el mar anegó las tierras del bosque con sal, las aves volaron y dejaron de hacer sus nidos allí.

Cuando llegó a la verja del parque vio que se aproximaba, casi acechándola y con la mirada esquinada de un comerciante que ha fracasado, el señor Deben, de la pescadería. Seguro que la había seguido; de hecho, prácticamente admitió que lo había hecho.

– Se trata mi propiedad, señora Green. Va a salir a subasta, aunque eso no será hasta abril, o quizá más tarde. Pero preferiría que llegáramos a un acuerdo antes. Ahora, como usted ha mostrado interés por la propiedad… -no le dio tiempo a que ella respondiera que no había hecho nada parecido, sino que continuó hablando a toda velocidad-. Si no se va a quedar usted en Old House y tampoco se va a marchar del pueblo (se dará cuenta de que estoy demasiado ocupado para hacer caso de todos los rumores que llegan a mis oídos), lo lógico sería que hiciera una oferta para comprar otro local.

Debía de estar alterado por sus preocupaciones financieras, pensó ella. Había salido directamente de su tienda con el sombrero de pescadero puesto, hecho de paja, y con unos horribles pantalones de peto viejos. Mientras tanto, su astuto y embrollado discurso le había traído a Florence una idea repentina pero no extraña, que reconoció inmediatamente como la verdad. Una verdad que le había llegado en forma de advertencia, y por la que debería estarle muy agradecida.

– Ha debido de haber un malentendido, señor Deben. Pero no tiene la menor importancia, y me gustaría ayudarle. La señora Gamart fue extraordinariamente amable al hablarme de su plan para montar en el pueblo un Centro para las Artes, que nos beneficiaría a todos aquí, en Hardborough. Está buscando un lugar, y ¿qué mejor ubicación que una tienda de pescado vacía?

Sin darse tiempo a sí misma para reflexionar, salió precipitadamente por la puerta del parque, que, como de costumbre, estaba atascada de una forma bastante engorrosa, mientras intercambiaba despedidas con Deben. Cruzó High Street, giró a la derecha en la tienda de maíz y grano, y a la derecha de nuevo en dirección a Nelson Cottage. Por la ventana del piso de abajo pudo ver a Milo North, junto a una mesa cubierta con un mantel hecho a mano. Estaba allí sentado, sin hacer absolutamente nada.

– ¿Por qué no está en Londres? -preguntó Florence al tiempo que golpeaba la ventana. Le molestaba ligeramente lo poco predecible que era su día a día.

– He mandado a Kattie a trabajar esta mañana. Pero pase, por favor.

Milo abrió la diminuta puerta de la entrada. Era excesivamente alto para aquella casa, que estaba alquitranada y pintada de negro, como las chozas de los pescadores.

– ¿Le apetece un Nescafé?

– Nunca lo he probado -dijo ella-. Aunque he oído hablar de ello. Me han dicho que no se prepara con agua hirviendo. -Se sentó en una mecedora de madera muy delicada-. Estas cosas son demasiado pequeñas para usted -dijo.

– Lo sé, lo sé. Me alegro de que haya venido esta mañana. No hay nadie que me haga enfrentarme así a la verdad.

– Pues es una suerte, porque he venido a preguntarle algo. Cuando la señora Gamart hablaba, en su fiesta, de la persona ideal para llevar el Centro para las Artes, era usted, evidentemente, en quien estaba pensando, ¿no?

– ¿La fiesta de Violet?

– Esperaba que yo me mudara -es más, probablemente esperaba que me fuera a vivir a otro pueblo- con la idea de que usted se instalara en Old House y así dirigirlo todo.

Milo la miró con sus ojos de un gris transparente.

– Bueno, si se refería a mí, no creo que hubiera utilizado la palabra «dirigir».

Florence se acusó a sí misma de ser una vanidosa, de autoengañarse y de hacer interpretaciones erróneas con premeditación. Era la dueña de un comercio: ¿por qué iba a suponer alguien que ella pudiera saber una sola palabra de Arte? Curiosamente, durante los días siguientes estuvo tentada de ofrecerse a abandonar Old House. La sospecha de que se quedaba simplemente porque habían herido su vanidad se le hacía insoportable. «Por supuesto, señora Gamart, a quien nunca llamaré o me referiré como Violet, era a Milo North a quien tenía usted en mente… Que se instale inmediatamente. Mi pequeño negocio de los libros se puede reubicar en cualquier otro lugar. Sólo le pido que no se salten las convenciones sociales demasiado deprisa. East Suffolk no está todavía preparado. Kattie tendrá que vivir, durante los primeros años al menos, en el cobertizo…»

En momentos más tranquilos pensaba que si la señora Gamart y sus secuaces pudieran obtener algún tipo de subvención del gobierno y permitirse pagar el precio que ella pediría por su finca, más los gastos de mudanza y un beneficio justo, estaría abierta a nuevas oportunidades, quizá no en Suffolk, ni en Inglaterra siquiera. Así, además, tendría esa impagable sensación de quien comienza de nuevo; una sensación que ya no podía esperar sentir muy a menudo a su edad. No había duda de que era absurdo imaginar que la estaban echando y que el brazo de los privilegiados la empujaba hacia la húmeda pescadería del señor Deben.

Resumiendo, se había engañado a sí misma al dejarse convencer, por un momento, de que los seres humanos no se dividen en exterminadores y exterminados, y que los exterminadores tienden a colocarse en la situación dominante en cuanto pueden. La fuerza de voluntad es inútil si no se va a algún lado. Y la suya estaba en unos niveles tan bajos que ya no era capaz de darle las instrucciones necesarias para poder sobrevivir.

No obstante, esa voluntad resurgió sin esfuerzo alguno por su parte, y en cuestión de diez minutos, un martes por la mañana a finales de marzo. El tiempo estaba raro, y le recordó al día en que vio pasar la garza que intentaba tragarse la anguila. Mientras la ropa tendida se agitaba en dirección oeste con la brisa marina, el molino de los pantanos se había adueñado de la brisa del interior y se movía hacia el este. Dejó su pequeño coche en el garaje al lado de los guardacostas, lo más cerca que podía de Old House, y tomó el camino corto, casi un pasadizo, que comunicaba la playa con su puerta de atrás.