El pasadizo era estrecho y, cuando el viento soplaba fuerte, las casitas de ladrillo y azulejo parecían agarrarse unas a otras, como decía el refrán, igual que el hijo de un marinero. Había que abrir la puerta de atrás con cuidado porque, si no, la llama piloto de la cocina se apagaba con la corriente. Giró la llave en la cerradura, pero la puerta no se abrió.
No desperdició más que un momento en pensar en bisagras oxidadas, madera deformada y cosas por el estilo. La fuerza hostil que empujaba contra su empuje, iba y venía, siempre con un poco de ventaja sobre ella, con la sagacidad de los dementes. La puerta temblorosa esperó a que lo intentara de nuevo. Desde el interior de la casa se oyó una sucesión de golpes. No sonó como si una cosa golpeara contra otra, sino más bien como una serie de explosiones diminutas, y todas seguidas. Entonces, cuando se dejó caer contra la puerta para recuperar el aliento, ésta se venció violentamente, girando hacia delante y hacia atrás como una mano que aplaudiera en un espectáculo cómico, y ella cayó de rodillas sobre el suelo de ladrillo.
Estaba segura de que todo el mundo en Score Lane la había visto estrellarse, de cabeza, contra el suelo de su propia cocina. Pero más poderosa que la vergüenza, el miedo y el dolor, era la sensación de injusticia. Al rapper le encantaba el cuarto de baño y el pasillo de arriba. Florence nunca había oído ni visto señales de su malicia en la parte de atrás de la casa. Los acuerdos tácitos existen incluso con los entes metafísicos, y el rapper no los había respetado. Su fuerza de voluntad, que Florence sintió en forma de indignación, fue creciendo hasta situarse al mismo nivel que el dolor de sus heridas. Lo Oculto, como lo llamaban las chicas de Müller's, ya podía meterse en sus propios asuntos tanto como lo no oculto. Ninguno de los dos evitaría que ella abriera su librería.
En consecuencia, el señor Thornton recibió instrucciones claras de resolver el asunto lo antes posible, lo cual significó que siguió procediendo al mismo ritmo que hasta el momento. Thornton & Co. llevaba muchos años en activo. El trabajo de los juzgados podía dejarse en gran medida en manos de Drury, el abogado que no era Thornton, pero Thornton era absolutamente de fiar. Había oído, por supuesto, que a su cliente la habían visto caerse por la calle, sujetar la cabeza de un caballo para ese viejo canalla de Raven, y visitar a Milo North, a quien el propio Thornton observaba con recelo. Por otra parte, la habían invitado a una fiesta en The Stead, un lugar donde él mismo no había sido invitado nunca, aunque todavía tenía esperanzas de que algún día los Gamart entraran en razón y retiraran la administración de sus asuntos de las manos de Drury quien, por lo demás, no estaba preparado para manejar cuestiones familiares de importancia… Así que la señora Green conocía a los Gamart. Bien, pero incluso en ese aspecto, creía él, debían actuar con cierta prudencia.
Mientras sacaba la documentación sobre Old House, explicó que se les había presentado una pequeña dificultad en lo que se refería al cobertizo de ostras. Podría alegarse que la comunidad de pescadores, por derecho propio desde tiempos inmemoriales, podía atravesarlo cuando iban hacía la orilla y, posiblemente, dejar secar las velas en la galería.
– Si se pasa por el cobertizo no se llega a la orilla -señaló ella-. Se llega a la oficina del gas. De todas formas, ahí no se puede secar nada; las paredes están húmedas por la condensación. La galería está destrozada, y ninguno de los pescadores sale ya al mar con barcos de vela. Sin duda, ese tema no tardará en solucionarse.
El abogado explicó que los derechos no se veían afectados de ninguna manera por la imposibilidad física de ponerlos en práctica. Los asuntos de compra y venta, añadió, no son tan sencillos como la gente se imagina.
– De hecho, estoy encantado de que haya venido hoy, señora Green. Algo que he oído, por pura casualidad, me ha hecho considerar si no estaría usted pensándose mejor todo este asunto de la transacción.
Se diría que estaba temblando de curiosidad.
– Al decir «pensándose mejor» quiere usted decir «pensándose peor», claro -dijo ella.
– Planteándoselo de nuevo, querida. Siempre es una pena perder a un miembro de una comunidad pequeña como Hardborough, pero si ofrecen mejores oportunidades en otro sitio, lo único que podemos hacer es aplaudir su decisión y tratar de ser comprensivos.
– ¿Quiere usted decir que ha pensado que yo querría cambiar de opinión y marcharme a otro sitio?
En encuentros como éste, habría deseado poder hacerse mucho más alta, aunque sólo fuera durante media hora, para poder mirar hacia abajo y no hacia arriba.
– ¿Quiere decir que ha pensado que yo me querría marchar de Old House, que, por cierto, es el único hogar que tengo, mientras usted todavía le sigue dando vueltas a los derechos de paso de los pescadores?
– Hay otras muchas propiedades vacías en Hardborough, y resulta que yo tengo una lista de algunas que hay un poco más lejos; Flintmarket, e incluso Ipswich. No sé si usted ha pensado…
Era mayo y el cielo se había poblado de bandadas de golondrinas que se elevaban y descendían con cada batir de sus alas, y se posaban en grupos de más de cien sobre la arena cerca de la orilla. Los fondos de Müller's llegaron en dos camionetas de Carter Paterson, y una semana después llegaron los pedidos de los mayoristas. Para el resto, para las novedades, tendría que esperar a los vendedores, si es que los pobres estaban dispuestos a internarse en los pantanos hasta un punto de venta como aquel, completamente desconocido. Como estaba claro que el cobertizo no se podía utilizar, Florence tendría que apilar todo el material en el espacioso armario debajo de las escaleras, mientras pensaba en cómo organizarlo.
Una mañana, cuando volvía de Flintmarket, se encontró la casa llena de chicos de doce y trece años ataviados con jerseys azules. Eran Scouts del Mar [5]. Ella les preguntó:
– ¿Cómo habéis entrado?
– El fontanero le entregó la llave al señor Raven -dijo uno de los chicos, cuadrado y firme como una bala de paja.
– Pero él no es vuestro capitán, ¿verdad?
– No, pero nos dijo que viniéramos aquí. ¿Por dónde quiere que empecemos?
– Quiero que coloquéis las estanterías -dijo ella de un modo igual de directo-. ¿Seréis capaces?
– ¿Cuántas brocas puede conseguir usted, señorita?
Entonces ella se fue y compró brocas y tornillos al peso. Los Scouts trabajaron durante dos horas, luego se fueron a casa a comer y cuando terminaron volvieron a llamar a la puerta. Para cuando estuvieron colocadas las estanterías, el suelo y casi todos los libros estaban cubiertos por medio centímetro de serrín.
– Podemos arreglarlo después y dejarlo todo ordenado -dijo Wally.
– Ya lo ordenaré yo -respondió Florence. Se sentía henchida de amor por ellos-. Me gustaría daros algo para vuestro cuartel general.
Su cuartel era un viejo barco de tres mástiles que había encallado en el estuario.
– Tenéis ya algún libro de códigos de morse, o el Diccionario Médico de Pears?
– Me temo que no.
Estaban los dos igual de desconcertados.
– Mira, Wally. Quiero que te lleves estos taladros. A mí ya no me sirven para nada, no sé utilizarlos. Si quiero hacer un agujero en algún lado, tendré que mandarte un recado.
– Gracias. Desde luego que nos vendrán bien -dijo Wally-. Pero con cada trabajo que hacemos estamos obligados a contribuir con el valor de doce ladrillos a la nueva Casa de Baden-Powell que están construyendo en South Kensington.
Florence le dio cinco libras y él se cuadró.
– South Kensington es un barrio de Londres -explicó el chico.
Los Scouts, sobre los que Raven ejercía una influencia misteriosa pero directa, regresaron para pintar, y después ella quedó libre, tras rechazar otra oferta al respecto, para ordenar los libros.