Los libros nuevos venían en paquetes de dieciocho, envueltos en un fino papel marrón. A medida que los fue sacando de las cajas, fueron formando su propia jerarquía social. Los más pesados y lujosos que hablaban sobre casas de campo, los libros sobre las iglesias de Suffolk, las memorias de los hombres de Estado en varios volúmenes, tomaron el lugar que les correspondía por derecho natural en la ventana delantera. Otros, indispensables, pero no aristocráticos, ocuparían las estanterías centrales. Ése era el lugar para los libros sobre coches -desde el Austin hasta el Wolseley-, obras técnicas sobre el pulido de los guijarros, la vela, los clubs de ponis, las flores silvestres y pájaros, y para los mapas de la región y las guías. Entre éstos, las exitosas memorias sobre la guerra, con sobrecubiertas de color caqui y rojo oscuro, se enfrentaban unas a otras como rivales en aguda hostilidad. Al fondo, entre las sombras, colocó los Perseverantes, sobre todo filosofía y poesía, a los que tenía poca esperanza de perder de vista. Los Permanentes -diccionarios, libros de consulta y ese tipo de cosas- irían directamente a la parte de atrás del todo, con las Biblias y los libros para premios que, era de esperar, la señora Traill, de la escuela primaria, entregaría a sus mejores alumnos. Por último, estaban las cajas de restos en mal estado procedentes de Müller's. Algunos incluso eran de segunda mano. Aunque le habían enseñado que nunca se miran los libros por dentro mientras se está trabajando, abrió uno o dos, viejas ediciones de Everyman con sus tapas de color aceituna estampadas en oro [6]. Allí estaban las elaboradas guardas que siempre le habían dado que pensar cuando era pequeña. Un buen libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionadamente para una vida más allá de la vida. Después de vacilar un poco, los colocó entre Religión y Primeros Auxilios.
La pared de la derecha la dejó para los libros de tapa blanda. A un chelín y seis peniques cada uno, de colores vistosos, enormemente democráticos, llenaron las estanterías en filas bien disciplinadas. Se moverían con rapidez y contaban con su aprobación; pero se acordaba de aquel mundo en el que sólo los extranjeros se contentaban con tener sus libros encuadernados en papel. Los Everyman, con su dignidad raída, parecían enfrentarse a ellos lanzándoles miradas de reproche.
En la cocina (ya que no quedaba nada de sitio en la propia tienda) había dos cajones profundos consagrados a los Libros de los Libros: el Libro Mayor, el de Pedidos, el de Compras, el de Devoluciones y el de Dinero de Caja. Todavía en blanco, con sus dobles columnas intactas, estos libros no queridos amenazaban el bienestar silencioso de las estanterías vecinas. No muy buena con las cuentas, Florence habría preferido que se quedaran sin lectores. Esto suponía un problema, así que le pidió a la astuta sobrina de Jessie Welford, que trabajaba en una empresa de contabilidad en Lowestoft, que viniera una vez al mes para echarles un vistazo.
– Una breve comprobación del balance de vez en cuando -dijo Ivy Welford con condescendencia, como si fuera un tónico para los cortos de mente. Sus conocimientos mundanos, para una chica de veintiuno como ella, eran alarmantes, y habría que pagarla, por supuesto; pero tanto el señor Thornton como el director del banco parecieron aliviados cuando oyeron que había hablado con Ivy. Tenía la cabeza en su sitio, dijeron.
4
La Librería Old House abriría sus puertas a la mañana siguiente, pero Florence no tenía pensado hacer ningún tipo de celebración, porque no estaba muy segura de quiénes debían ser sus invitados. El estado de ánimo, sin embargo, lo es todo en estos casos. Con eso, uno puede tener una fiesta muy gratificante aunque se esté completamente solo. Estaba pensando en ello cuando se abrió la puerta de la calle y entró Raven.
– Pasa mucho tiempo sola -dijo.
Se disculpó por llevar las botas de goma, y miró a su alrededor para ver el trabajo que habían hecho los Scouts con las estanterías.
– Sobra un cuarto de centímetro allí, cerca del armario.
Pero ella no estaba dispuesta a sacarle defectos a la decoración. Además, ahora que los libros estaban colocados, bien echados hacia delante (no podía soportar que se deslizaran hacia atrás, como si estuvieran derrotados), cualquier anomalía quedaría oculta. Igual que sucediera con el vestido rojo, se acostumbraría a las estanterías a medida que las fuera usando.
– Y no hay quien mire ese enyesado -continuó Raven-. Se lo puede decir la próxima vez que les vea.
No creía que fuera capaz de distinguir a ninguno de los Scouts sin su uniforme; pero se equivocó, porque cuando apareció Wally, con su chaqueta del colegio y unos pantalones de la tienda agrícola, le reconoció al instante.
Dijo que traía un recado para la señora Green.
– ¿Quién te lo ha dado? -preguntó Raven.
– Fue el señor Brundish, señor Raven.
– ¿Qué? ¿Salió de Holt House y te lo dio?
– No, sólo se apoyó un poco contra la ventana e hizo un chasquido.
– ¿Con la lengua?
– No, con los dedos.
– Entonces, ¿cómo pudiste oírlo a través de la ventana?
– No lo oí. Fue más bien como si lo notara.
– ¿Qué aspecto tenía? ¿Pálido?
Wally pareció dudar.
– Pálido y oscuro. No es fácil describir su aspecto. Tenía la cabeza un poco hundida entre los hombros.
– ¿Tuviste miedo?
– Sentí que tenía que arriesgarme.
– Un Scout del Mar siempre debe arriesgarse -respondió Raven de modo automático-. Creo que no le he visto desde hace más de un mes, a pesar del buen tiempo, y hace mucho más que no le oigo hablar. No te dijo nada, ¿verdad?
– Sí, sí. Se aclaró la garganta un poco y me dijo que le diera esto a la señora Green.
Wally traía un sobre blanco con bordes negros. Aunque Florence lo había estado mirando fijamente todo ese tiempo, lo cogió con incredulidad. Nunca había hablado con el señor Brundish. Incluso en la fiesta de The Stead, no había tenido ninguna esperanza de conocerle. Era bien sabido que a la señora Gamart, como anfitriona de todo lo que tuviera valor en Hardborough, le habría gustado contarle entre sus amigos, pero como sólo había estado en The Stead durante quince años y no era originaria de Suffolk, sus esperanzas habían sido en vano. Quizá el señor Brundish no era consciente de su presencia. Además, en los últimos años había estado tan confinado en su casa que era algo sorprendente que supiera siquiera su nombre.
– No entiendo cómo esto puede ser para mí.
A Raven y a Wally no se les pasó por la cabeza irse hasta que Florence hubiera abierto el sobre.
– No se preocupe por los bordes negros -dijo Raven-. Esos sobres los mandó hacer, debía de ser el año 1919, cuando volvieron todos de la primera guerra y murió la señora Brundish. Yo todavía era un chaval.
– ¿De qué murió?
– Fue una cosa extraña, señora Green. Se ahogó cruzando los pantanos.
Dentro del sobre había una hoja de papel, también con bordes negros.
Estimada Sra.,
Me gustaría desearle suerte. En tiempos de mi bisabuelo había un librero en High Street quien, al parecer, tumbó a un cliente con un libro cuando éste se puso pesado. Se había producido algún retraso en la llegada de la última parte de una nueva novela, creo que era Dombey e hijo. Desde ese día hasta hoy, nadie ha tenido el valor suficiente para vender libros en Hardborough. Usted nos está haciendo un honor. Visitaría su tienda sin ninguna duda si saliera alguna vez, pero últimamente he decidido no hacerlo; en cualquier caso, estaré encantado de hacerme socio de su biblioteca.
Atentamente suyo,
Edmund Brundish
[6] La Everyman's Library es una biblioteca de clásicos de la literatura que empezó a publicarse en 1906. Su fundador, Joseph Malaby Dent, pretendía crear una biblioteca de mil volúmenes de obras maestras de la literatura que fueran accesibles para todo tipo de públicos. El nombre de la editorial fue sugerido por el poeta y editor Ernest Rhys, primer director literario de la colección, quien se basó en una cita extraída de la obra medieval