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– Apreciados oyentes, esto es todo por lo que respecta a las explicaciones de Gardiner Kincaid sobre la última época de Asiria. Gracias por su atención -dijo Sarah para concluir la conferencia.

Los aplausos que habrían sido habituales al llegar ese momento no se produjeron.

– Si tienen preguntas sobre las hipótesis planteadas -añadió entonces Sarah-, estaré encantada de discutirlas con ustedes y me esforzaré al máximo por representar dignamente a mi pa…

– ¡Yo tengo preguntas!

La voz que profirió esas palabras cortó el aire como si fuera un cuchillo. En la primera fila se levantó un hombre enjuto que, como todos sus colegas, llevaba camisa y chaqueta. Aunque Sarah calculó que rondaría los treinta, irradiaba la dignidad solemne que habitualmente solo era propia de las cabezas canosas. Tenía el pelo oscuro y desgreñado, y las gafas de montura plateada le temblaban sobre la nariz mientras observaba a Sarah con una mirada llena de reproches.

– ¿Cómo se atreve? -le espetó, y parecía esforzarse por contenerse-. ¿Cómo puede poner en duda el legado de uno de los soberanos más importantes de Asiria? La importancia de Asurbanipal en la cultura occidental aún no está suficientemente valorada. ¿O le ha pasado por alto que fundó la primera gran biblioteca de la historia?

– Al contrario, monsieur…

– … Hingis -completó el aludido, al cual le temblaba el bigote de ira-. Doctor Friedrich Hingis, del Instituto Arqueológico de la Universidad de Ginebra.

Hingis.

Sarah conocía aquel nombre. Su padre lo había mencionado en diversas ocasiones. Hingis era alumno de Schliemann, lo cual significaba que no le tenía ninguna simpatía a Gardiner Kincaid…

– Al contrario, doctor Hingis -dijo Sarah, recogiendo el guante que el erudito suizo acababa de lanzarle-. Como puede inferir de mis explicaciones, los méritos de Asurbanipal en lo que respecta a la historia del pensamiento occidental son harto conocidos. Sin embargo, mi padre pone en duda que Asurbanipal fuera el primer fundador de una biblioteca que conociera la Antigüedad. Según indican diversas fuentes, en una época bastante anterior ya hubo importantes colecciones de escritos en Ebla y en Hattusa. Y mi padre supone que también en Assur existió una biblioteca anterior, fundada por Tiglatpileser casi cinco siglos antes.

– ¡Supone! -clamó Hingis con ironía al amplio hemiciclo del auditorio-. ¿Y dispone también de pruebas concluyentes?

– Absolutamente -aseguró Sarah con una sonrisa tan encantadora como astuta, y yo suponía que había pasado las dos horas anteriores explicando esas pruebas…

En los palcos más altos, donde estaban los estudiantes de primer curso, poco familiarizados aún con las normas del orden académico, hubo carcajadas. Más abajo se oyeron aplausos contenidos y algunos eruditos de las primeras filas dedicaron una mirada de reprobación a Hingis. El suizo era consciente de que había quedado en evidencia y se sonrojó. Con mirada angustiada, parecía buscar un modo de salir de tan penosa situación, y enseguida lo encontró.

– La he escuchado -aseguró, a todas luces a su pesar-, pero no estoy dispuesto a seguir las teorías de su padre punto por punto.

– Es usted libre de no hacerlo -replicó Sarah con serenidad-. Pero querría señalarle que la colección de Asurbanipal, que conocemos desde que se realizó la excavación británica en Nínive, no puede considerarse una biblioteca ni desde una perspectiva moderna ni en el sentido de la tradición clásica. Se trataba más bien de una colección privada, reunida única y exclusivamente para satisfacer las necesidades del soberano.

– Eso no reduce la importancia del hecho -objetó Hingis.

– Seguramente no, pero tampoco merece el valor que has-la ahora le hemos concedido. Para poder obtener los fondos,

Asurbanipal saqueó sin contemplaciones los fondos de otras bibliotecas, ya fuera en Assur o en Babilonia. Y es de suponer que no actuó con más consideraciones que en la consolidación de las fronteras del imperio; en este punto, solo les recordaré sus acciones durante la sublevación de Babilonia.

– Asurbanipal hizo lo necesario para asegurar su soberanía -arguyó Hingis-. La historia nos enseña que los sacrificios son a veces necesarios para hacer realidad la visión de un gran imperio históricamente importante.

– ¿Un gran imperio históricamente importante? -Sarah enarcó las cejas-. ¿Afirma usted que ese era el objetivo de Asurbanipal?

– ¿Y por qué no?

– Porque dudo mucho que los soberanos del Antiguo Oriente pensaran en su fama postrera -explicó Sarah-. Hicieran lo que hicieran, siempre era por ansia personal de riquezas y poder, y cualquier medio para conseguirlo les parecía correcto.

– ¿Y usted cómo lo sabe? Con el rey Sargón, el Imperio asirio se convirtió en el más grande que jamás haya habido en la tierra, y es indiscutible que los asirios llevaron la paz y la estabilidad a los pueblos que sometían, además de una cultura que en su época fue la más avanzada del mundo. ¿Quién discutiría seriamente que eso es una visión de gran importancia histórica?

Esa vez fue Hingis quien cosechó aplausos, sobre todo por parte de sus colegas canosos, pero también en los palcos. Algunos profesores incluso se levantaron de sus asientos para expresar su aprobación.

– Es curioso -dijo Sarah una vez se extinguieron los aplausos-, ¿por qué tendré la impresión de que esta disputa no trata realmente del Imperio de los asirios?

– Quizá porque esa temática es mucho más actual de lo que usted pueda imaginar -contraatacó Hingis, lo cual le proporcionó de nuevo una aprobación enérgica.

– Es evidente -gruñó Sarah. La joven tenía la mirada clavada en el equipo de profesores que asentían diligentemente.

– Si lo he entendido bien -prosiguió el suizo, que parecía estar animándose-, usted afirma que el dominio de una cultura sobre otra es algo reprobable de lo cual la historiografía debería avergonzarse posteriormente.

– En primer lugar -replicó Sarah con voz tranquila y, a pesar de que le resultaba difícil en vista de las crecientes miradas críticas, intentó sonreír de nuevo-, las teorías que he presentado con toda modestia no son mías, sino de mi padre. No obstante, soy de la opinión, igual que él, de que el dominio cultural no es un privilegio congénito.

– ¿Qué insinúa? -saltó uno de los profesores que ocupaba una cátedra en Cambridge y que, igual que Sarah, también participaba como invitado en el simposio-. ¿Que su padre pretende poner en duda la legitimidad de la idea colonial? Todos sabemos que el mundo moderno no tiene solo el derecho, sino también el deber, de afrontar los retos de la época y de procurar que los pueblos primitivos del mundo conozcan las ventajas del progreso y de la técnica. Por algo Inglaterra interviene en muchos lugares del mundo y nuestros amigos franceses… -Hizo un gesto de asentimiento hacia sus colegas parisinos-. Ellos asumen desde el año pasado con fuerzas redobladas su responsabilidad en el norte del continente africano. ¿Pretende usted cuestionar todo esto?

– No -aclaró Sarah-. Aunque mi padre no siempre apruebe los métodos del movimiento colonial, siempre ha sido un súbdito fiel a la Corona y un defensor a ultranza de las ideas modernas. Pero se prohíbe a sí mismo abusar de la historia como justificación.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que la historia de la humanidad es una historia de cambio constante -expuso Sarah-. Puede que en la actualidad nuestra cultura sea la más avanzada del mundo, pero esa condición no durará mucho y, al final, quizá nosotros seremos colonizados y dominados por otros.

– ¡Eso es indignante! -estalló entonces uno de los profesores franceses-. ¡Una ofensa! ¡Una ofensa!

– No -replicó Sarah con serenidad-, solo la aplicación consecuente de lo que nos ocupa a diario. Aprender de la historia debería ser el objetivo supremo de nuestra ciencia, ¿o creen ustedes otra cosa, caballeros?