En el auditorio se había armado un gran revuelo. Mientras algunos estudiantes parecían divertirse de lo lindo con la enérgica discusión, otros tomaban partido por sus profesores y directores de tesis. Se produjeron tantas interrupciones que Justin Guillaume, el portavoz del decanato en el simposio, acabó por considerar necesario llamar al orden a los presentes.
– Diga usted lo que quiera, lady Kincaid -exclamó Hingis de cara a los espectadores, que se iban tranquilizando. Su voz estaba impregnada de sarcasmo-. Una cosa hay que reconocerle a su padre: se ha arriesgado enviándola a usted para representarlo.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Sarah.
– Bueno, seguramente sabía que lo atacarían con vehemencia y que le pedirían cuentas por sus teorías. Ha sido muy osado por su parte enviar a su hija, quien ni siquiera posee un título académico.
De nuevo se oyeron sonoros aplausos. La sonrisa desapareció del rostro de Sarah, la mirada de sus ojos azules se hizo severa y fría. Recibir críticas por una hipótesis formaba parte de la cultura académica y no le importaba. Pero Hingis se disponía a convertir una discusión científica en una disputa personal. Y, por mucho que una voz interior la advirtió, Sarah se involucró en la disputa.
– Es cierto que no poseo ningún título académico -admitió abiertamente y con una voz que ya no temblaba de exaltación, sino de indignación-. Los motivos serán de sobras conocidos al menos para el caballero de Cambridge. Sin embargo, he sido discípula de un maestro en la materia que me ha instruido, igual que le ha ocurrido a usted, doctor Hingis.
– No se puede comparar. -Hingis sonrió burlón-. Mi maestro, como todos saben, descubrió las murallas de Troya ante las cuales lucharon los héroes de las epopeyas homéricas. Sacó un mito de las brumas de la historia y lo convirtió en realidad. Y su padre solo puede soñar con un descubrimiento como ese.
– Hasta ahora se ha visto privado de ello, es cierto -le concedió Sarah. No mencionó que Gardiner Kincaid también estaba sobre la pista del misterio de Troya, pero Schliemann se le adelantó; Hingis lo habría utilizado para atacarla-. En cambio -prosiguió-, ha hecho méritos en otros campos de la historia en general y especialmente en la arqueología, y goza de un prestigio reconocido.
– Si es así, ¿por qué no ha venido? -objetó Hingis sonriendo con superioridad-. ¿Por qué un científico respetable como lord Kincaid envía a su hija a una reunión tan importante como la que se celebra aquí?
– Porque no le era posible asistir -respondió Sarah intentando ocultar tras una pose decidida que desconocía el paradero de su padre.
– ¿No podía asistir? ¿Por qué no?
– Mi padre está realizando una misión arqueológica de la que no puedo darles detalles.
– ¿No puede o no los sabe? -La sonrisa irónica de Hingis era cada vez más amplia. Con el olfato de un carroñero que vuela en círculos sobre su presa, tocó el punto débil de Sarah.
– Lo lamento, pero no puedo dárselos -replicó con frialdad, pero sin la suficiente convicción.
– No la creo -comentó el suizo en un francés refinado y, a diferencia de Sarah, sin ningún tipo de acento-. Tengo la sensación de que sabe dónde se encuentra lord Kincaid, lo cual significa que su ausencia es inexcusable.
– ¿Cómo? -Sarah no daba crédito a sus oídos-. Pero…
– Según los estatutos del Círculo de Investigaciones, si un investigador no puede acudir al simposio por el motivo que sea, debe excusarse ofreciendo información sobre su paradero. De otro modo corre el riesgo de ser expulsado.
– Eso querría usted -se exaltó Sarah, incapaz de no dejarse llevar por su carácter impetuoso-. Todos los presentes saben que mi padre y usted son enemigos acérrimos en el terreno científico, doctor. Usted solo pretende desacreditarlo y…
– ¡Haga el favor! -la interrumpió Hingis, entre picado y divertido-. ¿Me está acusando en serio de utilizar esta venerable institución para resolver rencillas personales? -dijo, y meneó la cabeza dando a entender que aquello le resultaba incomprensible. Algunos de los presentes siguieron su ejemplo.
– No, claro que no -replicó secamente Sarah, que no sabía cómo proseguir.
En aquel momento se sentía enormemente estúpida. Hingis la había puesto contra las cuerdas sin que ella se diera cuenta. En vez de presentarse desenvuelta como era su intención, con su impetuosidad y su manera de hablar abiertamente de las cosas se había comprometido y también había comprometido a su padre. Hingis no dejaba pasar una sola oportunidad para enterrar la fama de científico serio de Gardiner Kincaid, y Sarah le había allanado el terreno.
– Creo que ya hemos oído bastante, lady Kincaid -dijo Guillaume, el portavoz del decanato-. Los caballeros ya tienen suficiente información para poder tomar una decisión.
– ¿Una decisión? ¿Sobre qué?
– Como ya ha anunciado el doctor Hingis, se trata de si el profesor Kincaid seguirá siendo miembro del Círculo. No solo ha prescindido de informarnos sobre las excavaciones que está realizando, sino que no ha considerado necesario darnos a conocer su paradero actual. El gremio no puede tolerar que se ignoren impunemente los estatutos de un modo tan grave.
– Pe… Pero yo estoy aquí-balbuceó Sarah-. Mi padre me ha enviado en su lugar.
– Los estatutos también son claros en ese punto. En este simposio únicamente tienen permitida la entrada los eruditos reconocidos. En su caso hemos hecho una excepción por el afecto que le tenemos a su padre, pero me temo que ha sido un error.
– Pero…
– Con su presencia -prosiguió Guillaume impasible-, le está haciendo un flaco favor a su padre, lady Kincaid, y si he de serle franco, dudo que él la haya autorizado.
– ¿Insinúa que he venido sin que mi padre tenga conocimiento de ello?
– La sospecha se impone.
– Esa es una acusación infame -protestó Sarah.
– Demuéstrenoslo -le exigió Hingis, sonriendo irónicamente-. Díganos dónde se encuentra lord Kincaid y así salvará la reputación de su padre y también la suya. De otro modo nos veremos obligados a rogarle que abandone el auditorio de inmediato.
Aunque en Londres le habían inculcado que una dama de alta cuna no debía hacerlo, Sarah se mordió los labios.
Por fin se daba cuenta del verdadero alcance de las intrigas de Hingis y de su propia ingenuidad. La discusión solo había tenido un objetivo desde el principio: obligarla a reaccionar. Los competidores de Gardiner Kincaid querían saber en qué trabajaba y, contestara lo que contestara, perjudicaría a su padre. Si continuaba dando a entender que escondía la verdad, lo expulsarían del Círculo. Y también lo harían si admitía que no tenía información sobre su paradero.
Sarah se resistía a no tener elección, y la idea de que su padre se viera perjudicado por su culpa le resultaba insoportable. Ella había ido a París a representarlo dignamente en el simposio, no a destruir todo por lo que él había trabajado duramente durante los últimos diez años.
Era evidente que solo existía una posibilidad de mantener intachable el nombre de Gardiner Kincaid, una posibilidad que significaría el final de la carrera académica de Sarah antes de que realmente hubiera empezado. Guillaume, el portavoz del decanato, le había indicado el camino y ella estaba dispuesta a seguirlo por amor a su padre. Por mucho que le importara la arqueología, su honor personal le preocupaba aún más.
– En tal caso -dijo en voz tan baja que solo pudieron entenderla los máximos eruditos de las primeras filas-, ha llegado el momento de hacerles una confesión, caballeros. Monsieur Guillaume tiene razón en lo que respecta a sus sospechas.
– ¿Cómo debemos interpretar sus palabras? -inquirió Hingis.
– Mi padre no sabe que estoy aquí -aclaró Sarah con voz firme- y tampoco sabe nada de este encuentro.