El público vociferó pidiendo un bis, que Du Gard concedió complaciente. Una vez más, los espectadores de Le Miroir Brisé estaban entusiasmados y solo podrían hablar bien del teatro de la rué Lepic.
A diferencia de Sarah.
Cuando acabara la función, tenía que arreglar cuentas con un supuesto adivino llamado Maurice du Gard…
4
La música de cierre, con cuyas notas salieron del teatro los espectadores entusiasmados, aún no había dejado de sonar cuando Sarah Kincaid ya iba camino de las bambalinas.
Uno de los empleados quiso detenerla, pero lo empujó a un lado con maneras no muy propias de una dama y un instante después llegó a una puerta donde se leía el nombre de Du Gard. Sin dudarlo un instante, Sarah tiró del picaporte e irrumpió en el camerino bufando de rabia.
En un primer momento, apenas vio nada.
Del techo colgaban unas cortinas brillantes que le tapaban la vista y Sarah tardó un instante en darse cuenta de que no eran cortinas, sino capas como las que Du Gard llevaba en el escenario: de tela roja, azul, plateada y verde que, según Sarah, vestían a la perfección a un fantoche tramposo como Du Gard.
Se abrió paso furiosa por el laberinto de ropa y llegó al verdadero camerino, una sala más pequeña de lo que había supuesto, donde vio al objeto de su ira sentado delante de un gran espejo quitándose el maquillaje de la cara. Sarah tuvo que admitir que, sin maquillaje, Du Gard no parecía tan fantoche como en el escenario. De hecho, sus rasgos poseían incluso algo noble, encantador, que Sarah no quería ver de ningún modo en aquel momento. Mucho más le llamó la atención el botellín descorchado que había sobre el tocador y en el que refulgía un líquido verde dañino…
– ¿Qué se ha creído? -increpó a Du Gard sin saludarlo-. ¿Cómo se atreve a ponerme en evidencia delante de toda esa gente?
Si Du Gard estaba sorprendido, no lo demostró. Ni se levantó ni le dedicó una sola mirada mientras dejaba la esponja a un lado con cuidado, cogía el cepillo y se peinaba el cabello con aire indiferente.
– Ma chére, sabía que vendría-dijo finalmente en inglés.
– ¿Lo… lo sabía? -preguntó Sarah desconcertada-. ¿Cómo?
Du Gard contemplaba impasible su imagen en el espejo.
– Su carácter, ma chére, lo hacía inevitable.
– Lo olvidaba-replicó Sarah con acritud y poniendo los brazos en jarras-. Lía leído mis pensamientos.
– En este caso no hacía falta. Su padre me ha explicado muchas cosas de usted.
– ¿Mi padre? -Sarah se sobresaltó.
Du Gard se dio por fin la vuelta y una sonrisa irresistible se dibujó en su semblante delicado.
– Alórs, ahora está sorprendida, ¿verdad?
– Un poco -admitió Sarah. En el fondo había sospechado que Du Gard conocía a su padre, pero también pensó que los locales como aquel no eran precisamente los favoritos de Gardiner Kincaid.
– Antes de que su padre partiera de viaje, estuvo en el teatro. Me dijo que usted vendría y me pidió que velara por usted.
– Él… él… ¿le pidió que velara por mí? -El asombro de Sarah iba en aumento. Para ella era una novedad que Gardiner Kincaid incluyera en su círculo de amistades a feriantes y charlatanes…
– Oui, y eso es lo que he hecho -explicó Du Gard simplemente-, aunque su vida versátil no me lo ha puesto fácil.
– Mi vida, monsieur, no le incumbe -puntualizó Sarah-. ¿Y qué significa todo esto? ¿Me ha estado espiando? ¿Me ha estado siguiendo?
– No ha sido necesario.
– ¿Cómo que no? Ah, claro, lo olvidaba, ha consultado su bola de vidrio, ¿verdad?
– Es de cristal, de un cristal muy extraño y sumamente valioso -la corrigió Du Gard sin inmutarse-. No debería usted hablar tan despectivamente de mi arte.
– ¿Por qué no? -Sarah se echó a reír-. ¿No pretenderá afirmar que detrás hay algo más que charlatanería?
– Creía que mi pequeña representación la había convencido…
– Ni de lejos. Y menos aún ahora que sé que me ha estado espiando. Así no es muy difícil leer los pensamientos, ¿verdad?
– Conforme. -Du Gard sonrió enigmáticamente.
– ¿Qué significa todo esto? -preguntó Sarah molesta, ya que se sentía engañada, no tanto por Du Gard, a quien consideraba un embustero, como por su padre-. ¿Por qué me ha invitado? ¿Por qué este numerito?
– Por precaución -se limitó a decir el francés.
– ¿Por precaución? ¿A qué se refiere?
– Debería irse de París lo antes posible, lady Kincaid -respondió Du Gard serio. La despreocupación que había sulfurado a Sarah había desaparecido súbitamente de su voz.
– ¿Tengo que irme de París? -Sarah sacudió la cabeza sin comprender-. ¿Por qué?
– Porque he tenido un sueño, por eso.
– ¿Ha tenido un sueño? ¿Ha soñado conmigo? Vaya, la cosa va mejorando…
– Non. Con su padre.
– ¿Con mi padre? -Sarah se sobresaltó-. Entonces… Entonces ¿sabe usted dónde está?
– Vaya, ¿de repente cree en mi arte?
– Déjese de jueguecitos, Du Gard -exigió Sarah con severidad-. Si sabe algo de mi padre, dígamelo.
– ¿De verdad quiere saberlo?
– Naturalmente -resopló Sarah irritada-. ¿A qué viene esa pregunta absurda?
– Lo pregunto porque saber demasiado puede ser una carga, lady Kincaid -dijo Du Gard, y Sarah se sorprendió de no percibir ni malicia ni arrogancia en su voz-. La vida de su padre corre peligro.
– ¿Corre peligro? ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé.
– ¿Cómo?
– Ya se lo he dicho…
– Por un sueño. -Sarah hizo un mohín despectivo-. ¿Y pretende que le crea?
– Naturalmente, es usted libre de seguir considerándome un charlatán, ma chére -replicó Du Gard tranquilamente-. También puede conformarse con insultarme y salir furiosa de mi camerino, pero entonces no sabrá lo que le ha dejado su padre.
– Mi padre… ¿ha dejado algo para mí? ¿A usted? Du Gard sonrió.
– Alors, en su boca suena como si hubiera sido mejor que su padre lo tirara al río.
– De ningún modo, yo… -Sarah bajó la mirada, avergonzada. Que Du Gard la hubiera hecho sonrojarse, aunque él tuviera más motivos para ello, sería una nueva razón para cantarle las cuarenta. Pero la perspectiva de que le contara algo sobre su padre hizo que Sarah olvidara su indignación-. Escúcheme, tengo claro que no hemos tenido un buen comienzo -dijo-, pero usted también tiene algo de culpa. Me ha obligado a salir ante los espectadores y ha hecho públicas ciertas cosas que no le importan a nadie.
– Y me disculpo por ello -contestó Du Gard, desconcertándola-. Pero, a veces, los modos más llamativos son los menos llamativos, usted ya me entiende.
– Sinceramente, no entiendo una palabra.
– Tenía claro que mi actuación la enojaría y vendría a verme entre bastidores. Et alors, aquí está y podemos hablar sin que nadie nos observe.
– ¿Observarnos? ¿Quién?
– Las personas que posiblemente le pisan los talones.
– ¿Qué tipo de personas?
– No lo sé. Su padre solo hizo algunas insinuaciones cuando vino a verme, pero se notaba que temía algo.
– ¿Mi padre temía algo? -Sarah se echó a reír-. ¿Está usted seguro de que hablamos de Gardiner Kincaid?
– Absolutamente.
– Entonces no conoce a mi padre o haría bien comprando una nueva bola de cristal, Du Gard, porque mi padre nunca ha temido nada.
– Bueno, quizá no lo conoce tan bien como cree -objetó Du Gard sonriendo débilmente, y con ello tocó sin querer (¿o lo hizo adrede?) el punto más vulnerable de Sarah.
– A usted no le importa cuánto conozco a mi padre -advirtió Sarah-. No tengo por qué justificarme ante usted.