Durante un rato que les pareció interminable, Sarah y los suyos estuvieron condenados a la inactividad; no podían hacer nada más que permanecer acurrucados en un rellano de la escalera y observar la nube de polvo que asomaba por la entrada, acompañada por un estruendo infernal…
… que en un momento dado se extinguió.
El polvo provocado por la arena se aposentó, y después de limpiarse la cara y la ropa, los miembros de la expedición volvieron a subir los peldaños y se asomaron con cuidado. Lo que vieron los dejó sorprendidos.
No solo porque la arena había cumplido su objetivo y había cubierto el foso, de manera que podían cruzarlo sin peligro, sino porque en el portal apareció una figura delgada, harto conocida. La lámpara de aceite que sostenía en la mano proyectaba una luz inquieta sobre su semblante, en el que se dibujaba una sonrisa satisfecha.
– ¡Hingis! -exclamó el viejo Gardiner-. Por Castor y Pólux, qué…
– Reconozcan -instó el suizo- que pensaban que no volverían a verme.
– Lo admito -afirmó Sarah sin dudarlo, antes que los demás.
– Confieso que la tentación era grande -declaró el suizo-. Cuando comprendí cómo funcionaba el dispositivo, supe que tenía que actuar enseguida o perdería la ventaja. Así pues, actué antes de darme cuenta de que lo que hacía era una locura… El salto podría haberme costado la vida. Pero llegué ileso al otro lado y encontré lo que usted y yo habíamos imaginado: una palanca de piedra para activar el mecanismo de acceso. Primero ni siquiera pensé en accionarlo, pero luego lo hice. ¿Y saben por qué?
– ¿Por qué? -preguntó Gardiner.
– Porque no podía quitarme sus palabras de la cabeza, Kincaid. Y porque después de todo lo que ha hecho por mí, tenía la sensación de estar en deuda con usted. ¿Verdad que es extraño?
– Para una persona de su talante, probablemente -admitió el padre de Sarah sonriendo con ironía mientras caminaba por la arena y llegaba al otro lado-. Motivo de más para darle las gracias.
– No se merecen. -El suizo sonrió-. De todos modos, tendré que andarme con cuidado para que no se convierta en una mala costumbre. Tengo una fama que conservar.
– ¿Y la lámpara? -preguntó Sarah-. ¿De dónde la ha sacado?
– Ahí hay un nicho excavado en la roca. -Hingis señaló al otro lado de la puerta-. Encontrarán todo lo que necesitan.
– Vaya. -Sarah frunció los labios-. No imaginaba que tuviese tanto sentido práctico.
Lo dejó plantado y se acercó al nicho, donde realmente encontró un montón de lámparas de barro dispuestas en fila. Algunas estaban rotas o inutilizadas, pero otras se veían intactas. No muy lejos había unas ánforas llenas de aceite; incluso habían pensado en los pedernales. Sonriendo con acritud, Sarah dedujo que los constructores seguramente habían contado con que llegarían visitas…
Se apresuraron a encender varias lámparas para que cada uno tuviera la suya.
– Adelante -instó Gardiner Kincaid-. Al final de este corredor espero encontrar lo que buscamos. Satisfacción científica…
– … y gloria eterna -añadió Friedrich Hingis entusiasmado.
– Haciendo honor a la verdad -murmuró Du Gard a media voz-, me conformaría con encontrar la salida…
El corredor que se abría al otro lado del portal conducía hacia el interior oblicuamente. Las paredes estaban decoradas con pinturas fastuosas, de un colorido magnífico, como nunca antes había visto Sarah. Eran de la época ptolomea y mostraban a
Alejandro en las grandes gestas de su corta vida: en las victorias sobre los persas en las batallas de Issos y Gaugamela, en el juicio a Artajerjes y en las bodas de Susa. El techo abovedado estaba pintado de color azul y decorado con ornamentos plateados que brillaban como estrellas a la luz de las lámparas. Todo aquello era sin duda intencionado y, como Sarah bien sabía, se trataba de un nuevo paralelismo con el templo de Ozymandias.
El corredor desembocaba en una gran sala sostenida por columnas, cuyas dimensiones solo podían intuirse. La sala daba a otra cámara que tenía sendos pasos a ambos lados que conducían a otras estancias.
A Gardiner Kincaid se le notaba que su impaciencia iba en aumento. Para no perder tiempo, dividió el grupo y dio instrucciones a sus compañeros para que reconocieran el terreno.
– ¿Y bien? -preguntó a su regreso.
– Créame, esto es un laberinto, no un cementerio -contestó Du Gard-. La cámara que he inspeccionado da a otras dos cámaras. Y de ambas salen pasadizos que penetran aún más en el interior.
– Lo mismo ocurre por el otro lado -confirmó Sarah.
– ¿Y todas están vacías? -quiso saber su padre.
– Las que yo he visto, sí -aseguró Mortimer Laydon-. Pero si mis modestos conocimientos arqueológicos no me engañan, eso no tiene nada de extraño, ¿no?
– No. -Hingis meneó la cabeza-. Los constructores de las tumbas egipcias eran maestros en dejar pistas falsas para engañar a intrusos y saqueadores. En la mayor parte de las tumbas de faraones hay innumerables cámaras secundarias destinadas solo a cumplir ese objetivo. El arte está en encontrar la verdadera cámara funeraria.
– Así es -confirmó Gardiner-, yo no lo habría explicado mejor. Lo más sensato sería que buscáramos por separado; de ese modo, avanzaremos más.
– ¿Te parece buena idea, padre? -objetó Sarah-. Yo creo que no deberíamos separarnos. -¿Por qué no?
– Sarah tiene razón -convino Du Gard-. En un lugar como este deberíamos permanecer juntos.
– ¿Un lugar como este? ¿De qué está hablando? No es la primera vez que entro en una tumba antigua.
– Lo sé, milord, pero esta es diferente. La desgracia flota en el aire, la percibo.
– ¿Desgracia? -Gardiner lo miró dubitativo.
– Usted conoce mis habilidades. Me disgusta aludir a ellas, pero en este caso no puedo hacer otra cosa. La desgracia flota en este lugar, lo percibo claramente.
– ¿Qué clase de desgracia?
– ¿Cuántas clases hay? -preguntó irritado el adivino-. Muerte, ruina, perdición: escoja la que prefiera. Este lugar está plagado.
– ¿Y qué espera? -lo increpó Hingis, de quien se había apoderado la fiebre por hacerse con el botín, al igual que del viejo Gardiner-. ¿Que demos media vuelta y abandonemos ahora que estamos tan cerca del objetivo?
– Pourquoipas? Créame, no lo diría si no lo pensara en serio -aseguró Du Gard mirando receloso a su alrededor-. Yo ya conocía todo esto…
– ¿Lo conocías? -preguntó Sarah.
– Lo vi una vez -confirmó el francés enigmáticamente, y le lanzó una mirada que la estremeció. Sarah comprendió que se refería a la visión que había tenido en Le Miroir Brisé un día después de que la expedición de Gardiner Kincaid fuera atacada.
La visión de la muerte de su padre…
Aquel era el escenario de la visión de Du Gard, y Sarah comenzó a vislumbrar que todo aquello no era una casualidad. De acuerdo con su carácter ilustrado y moderno, había intentado convencerse de que el destino no existía y que todos tenían en sus manos la posibilidad de determinar su suerte. Pero en aquel viaje había aprendido otras cosas…
– Yo me quedaré contigo, padre -dijo escuetamente para disimular que la voz le temblaba.
– Ni hablar. -Gardiner meneó la cabeza-. Te necesito al otro lado.
– Entonces me opondré a tu deseo -objetó con obstinación, y su padre sonrió indulgente.
– Hija -dijo-, no has hecho otra cosa desde que saliste de Yorkshire. Me has seguido en contra de mis instrucciones expresas, me has estado espiando y has luchado por conseguir un puesto en esta expedición.
– Padre, yo…
– Con tu obstinación y tu valor has contribuido a que todos hayamos logrado llegar hasta aquí -prosiguió el viejo Gardiner- y, precisamente por eso, nuestros caminos tienen que separarse.