Выбрать главу

¿Era casualidad?

¿O era mucho más que…?

El primer impulso de Du Gard fue dar media vuelta y correr a reunirse con los demás para contarles su hallazgo. Pero al mismo tiempo lo invadió la curiosidad.

Al principio de la expedición no entendía por qué el pasado ejercía tanta fascinación en personas como Gardiner Kincaid y su hija, y aún comprendía menos que arriesgaran su vida por ello. Pero en aquel lugar y viendo el sarcófago, lo intuyó ligeramente por primera vez. Y de repente lo asaltó un deseo indeterminado de tocar con sus propias manos el legado de la historia y convertirse así en parte de ella.

– Ozymandias conoce la respuesta -murmuró.

Se acercó, pasó entre los obeliscos, también ornados con jeroglíficos, y llegó al pie del sarcófago, adornado únicamente por la inscripción. La idea de que allí dentro se encontraban los restos mortales de uno de los personajes más célebres de la historia estremeció a Du Gard y, obedeciendo a su deseo, alargó la mano y tocó la fría piedra.

Entonces sucedió.

Igual que aquella noche, cuando esperaba que empezara la función detrás del telón de Le Miroir Brisé, o que en la isla de Fifia, cuando tocó la estela, le sobrevinieron las imágenes de una visión… Y de nuevo lo cogieron tan por sorpresa que no tuvo ocasión de escudarse. Penetraron directamente en su mente y lo que vio lo aterrorizó.

Una ciudad…

Edificios altos y callejuelas grises, niebla espesa. Una figura encapuchada, un cuchillo en la oscuridad. Un grito espeluznante que desgarraba el silencio. Una joven que encontraba una muerte atroz. Sangre, sangre por todas partes…

Y todo lo que siguió fue de ese mismo tenor.

Las imágenes se precipitaban sobre él como una tormenta, sin que él pudiera cerrar los ojos ni apartarse de ellas y, como si fueran una carga abrumadora que se acumulaba sobre sus hombros, Du Gard se desplomó.

Luego no supo cuánto había durado la visión. Desapareció tan de improviso como había llegado; lo único que quedaron fueron las imágenes que se habían grabado a fuego en su conciencia.

Recordó la sangre y a la joven que sufría una muerte atroz, y una terrible sospecha cruzó por su mente. Se apresuró a recoger la lámpara, que había vuelto a caérsele, y echó a correr. Sin dignarse a dedicar otra mirada al sepulcro de Alejandro, se precipitó fuera de la cámara funeraria.

Sarah…

Sarah Kincaid estaba en su elemento.

Explorar cámaras subterráneas con la ayuda de una lámpara de aceite ardiendo en la mano le gustaba mucho más que tener que someterse a las exigencias de la etiqueta londinense. La curiosidad y las ganas de aventura la desbordaban mientras se deslizaba por la galería de techo bajo, y casi se avergonzaba de demostrar con ello que Maurice du Gard y su padre tenían razón. No había ido a Alejandría solo por Gardiner Kincaid, sino también para conocer sus planes y formar parte de ellos…

– Sarah…

Se quedó paralizada al oír el susurro.

Había sido poco más que un soplo en el aire frío y mohoso que llenaba los pasajes y las cámaras, pero Sarah creyó haber oído su nombre, ¿o le estaban jugando una mala pasada sus sentidos debido a la tensión?

– Sarah Kincaid…

Estuvo entonces segura y creyó que el susurro había sonado detrás de ella. Se volvió rápidamente, iluminó el pasaje y, por un instante, pudo ver realmente una sombra fugaz en la entrada a la cámara contigua.

– ¿Padre? -preguntó en voz alta-. ¿Eres tú?

No obtuvo respuesta.

– ¿Maurice?

De nuevo silencio.

El pulso se le aceleró y las palmas de las manos se le humedecieron. Se descolgó el rifle del hombro y lo empuñó. Era más que dudoso que el arma funcionara, pero Sarah confió en que un Martini Henry listo para disparar asustaría a un posible agresor. Aunque no era tarea fácil sostener en las manos al mismo tiempo la lámpara de aceite y el arma pesada…

– ¿Hola? -preguntó de nuevo.

Al no recibir respuesta otra vez, cruzó el pasaje a hurtadillas, de regreso a la cámara por donde había llegado. Se oyó el crujir de la arena bajo sus pies y el lúgubre susurro volvió a cruzar el aire.

– Por fin has venido… Después de tanto tiempo, has regresado… Te estábamos esperando…

Sarah sintió un escalofrío gélido. Daba la impresión de que aquella voz no pertenecía a ningún cuerpo y que estuviera por todas partes. La voz de un espíritu, pensó, pero enseguida se obligó a ceñirse a la razón. Seguro que había una explicación racional para todo aquello.

– ¿Quién es usted? -preguntó con voz fuerte y firme, ya que susurrar solo habría significado que aceptaba participar en la farsa-. ¿Qué quiere?

– Es tu destino, Sarah… No puedes escapar de él…

– ¿Qué destino? ¿De qué me habla?

– El destino de encontrar lo que se oculta a otros -fue la respuesta enigmática, y de repente rodaron unas piedras en el fondo de la cámara que revelaron que la voz no era tan incorpórea como había parecido al principio.

– ¡Alto! -gritó Sarah enérgicamente, y apuntó con el rifle en la dirección de donde había llegado el ruido.

La luz de la lámpara iluminó vagamente la entrada de la cámara y, por un momento, pudo verse una figura oscura, que desapareció de inmediato.

Sarah ciñó el índice en el gatillo, pero se resistió a la tentación de apretarlo. No tenía posibilidad alguna de acertar al desconocido y le habría revelado que el arma no funcionaba. Además, no sabía si el misterioso extraño suponía una amenaza. Si hubiera querido atacarla, no le habría hecho falta dirigirle la palabra.

Pero ¿cómo sabía su nombre? ¿Y por qué le hablaba de su destino?

El afán de respuestas fue más fuerte que la precaución. Recorrió el pasadizo y la siguiente cámara, y echó a correr al oír el crujido de unas pisadas en la penumbra. Con la lámpara en una mano y el rifle en la otra, se adentró en las galerías de techo bajo ansiosa por atrapar al desconocido. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Ya estaba o los había seguido…?

Dos veces más creyó ver una sombra, pero no pudo distinguirla con detalle. Luego, la silueta desapareció y, con ella, el susurro inquietante, y Sarah se encontró de nuevo en la cámara donde el grupo se había separado.

Furiosa, se puso a dar vueltas escudriñando a su alrededor y contuvo el aliento al distinguir una figura esbelta en la entrada a la cámara contigua.

– Ya te tengo, miserable… -Sarah apuntó con el arma, maldiciendo.

– Sarah, non -oyó exclamar-. ¿Te has vuelto loca?

– ¿Mau… Maurice?

– ¿Quién, si no?

La figura avanzó y Sarah respiró al reconocer el semblante familiar de Du Gard. Sin embargo, el adivino tenía aspecto de haber visto un fantasma.

Estaba blanco como la cera, el sudor le cubría la frente y el cabello largo le colgaba en mechones húmedos, y en sus ojos enrojecidos se reflejaba un temor real.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Sarah asustada.

– Rien -contestó el francés en voz baja-. Nada importante…

– ¡Es increíble! ¡Increíble…!

El entusiasmo hacía hablar con voz ronca a Gardiner Kincaid. Por muy grandes que hubieran sido los peligros y por muy terrible que hubiera sido el largo encierro en las mazmorras, en aquel momento prevalecía en él el afán característico, casi infantil, del descubridor. ¡Cuántos años había dedicado a sus estudios secretos, soñando con llegar a aquel lugar y descubrir su misterio! Habían sido necesarios grandes sacrificios y una oscura alianza para hacer realidad ese sueño y, ahora que estaba tan cerca de cumplirlo, Gardiner Kincaid se sentía como un niño pequeño que siempre había creído en Papá Noel y se veía recompensado conociéndolo en persona.

Pletórico de euforia, atravesaba a toda prisa corredores estrechos y cámaras. Andaba a zancadas, tan rápido que a Mortimer Laydon le costaba seguirlo.

– Calma, amigo mío -susurró el médico jadeando-. Lo que tengamos que encontrar ahí abajo ha estado esperando durante milenios y podrá esperar un poco más.