Gardiner se detuvo un poco a disgusto y esperó a que su compañero lo alcanzara.
– No puedes imaginarte lo que significa para mí estar aquí, mi viejo amigo.
– No me infravalores. -Laydon esbozó una sonrisa-. No hace falta ser arqueólogo para notar que este lugar es especial.
– ¿Verdad que sí? -Los ojos del viejo Gardiner brillaban mientras proseguía la marcha, al principio contenido, pero enseguida recuperó las prisas-. Cada centímetro de esta bóveda, cada soplo de aire están impregnados de historia. Es un sueño hecho realidad, amigo mío.
– Todavía no hemos encontrado ni la tumba ni la biblioteca -le recordó Laydon.
– Aunque no encontráramos nada, la existencia de este complejo subterráneo ya sería una sensación científica de primer orden. Pero estoy convencido de que daremos con ello. Está en el aire, amigo mío. Puedo olerlo…
Laydon rió quedamente.
– Siempre has sido muy poco convencional a la hora de elegir tus medios, Gardiner. Eso te hace impredecible.
– ¿Impredecible? -Kincaid giró la cabeza para mirarlo por encima del hombro-. ¿Para quién?
– Para tu hija, por ejemplo. Por eso Sarah no quería dejarte solo.
– Sarah. -El arqueólogo frunció los labios-. ¿Quién habría pensado que me seguiría hasta aquí?
– No cabe duda de que ha heredado tu agudeza, tu valor y tu curiosidad. Por lo tanto, en cierto modo ella no tiene la culpa. Además, se sentía decepcionada y abandonada.
– Y con razón. -Gardiner asintió-. No me resultó fácil tomar la decisión de no contar con ella.
– Lo sé, viejo amigo. Pero fue una elección sensata. Si Sarah nos hubiera acompañado desde el principio, seguramente la habrían matado como a los demás, y no sé si… ¿Qué ocurre?
Kincaid se había parado en seco. Con un gesto indicó a Laydon que se mantuviera en silencio, ladeó la cabeza y escuchó con atención.
– ¿Va todo bien? -preguntó Laydon al cabo de un rato.
– Supongo que sí. Me ha parecido oír pasos detrás de nosotros, como si nos siguieran…
– Serán los otros.
– No creo. -Gardiner meneó la cabeza-. Les he dicho que nos encontraríamos en la primera cámara.
– Con tu permiso, amigo, Sarah ya no sigue tus instrucciones, deberías saberlo. Ya es toda una mujer y piensa por sí sola.
– Lo sé…
– ¿Se lo has contado?
– ¿Qué?
– Ya sabes a qué me refiero. Gardiner Kincaid se volvió.
– No -confesó, y su euforia se esfumó de repente.
– O sea, que sigue sin saber nada sobre su infancia.
– Así es. -Kincaid meneó la cabeza-. Todo lo que ocurrió entonces permanece oculto bajo el velo de la época oscura.
– ¿Y si algún día lo descubre?
– ¿Cómo? Solo un puñado de gente conoce el secreto, entre ellos, tú y yo.
– Yo guardaré silencio -aseguró Laydon-. Pero tu hija empieza a abrigar desconfianza, Gardiner.
– Lo sé. -Kincaid asintió de nuevo-. He cometido errores, pero los repararé.
– ¿A qué te refieres?
– Me estoy haciendo viejo, Mortimer. Mis fuerzas se debilitan y me duelen los huesos cuando hace frío. Cada vez respiro con más dificultad y mi corazón no late tan deprisa como me gustaría. Sea cual sea el desenlace de esta expedición, será la última que organice.
– Bueno -opinó Laydon-, como médico tuyo, no puedo más que felicitarte por tu decisión…
– La Biblioteca de Alejandría es un mito. A su descubridor le esperan la fama y el reconocimiento eternos en el panteón de la ciencia, y no pienso reclamarlos para mi solo.
– ¿Qué te propones?
– Todo esto… -Hizo un gesto amplio con la mano-. Será el descubrimiento de Sarah. Ella disfrutará del reconocimiento que a mí me ha estado vedado toda la vida.
– Sarah no aceptará -dijo Laydon convencido.
– Lo hará -lo contradijo Gardiner-, porque así recibirá la atención que merece y esos eruditos, esos huesos duros de roer, tendrán que dejar de cerrarse en banda a que una mujer joven se codee con ellos. Y quizá -añadió después de vacilar un momento- entonces me perdonará por haberle ocultado todo esto. Pero lo hacía por su bien, Mortimer. Solo por su bien…
– Lo sé, amigo mío -aseguró Laydon, y juntos reemprendieron la marcha.
El pasadizo daba a una cámara cuyas paredes estaban de nuevo decoradas con imágenes. En ellas se mezclaban claramente el estilo egipcio y el griego. En cualquier otro sitio, en cualquier otra época, habrían sido un hallazgo importante para la historia, pero, teniendo en cuenta los secretos que aún podían albergar aquellas galerías, Gardiner Kincaid no les dio importancia. Continuó avanzando, con la mirada puesta siempre en el siguiente pasaje, en la siguiente cámara.
A lo lejos se oía el fragor del bombardeo, que seguía bramando en la superficie. Kincaid conocía la potencia bélica de la flota británica y supuso que la artillería ya había cumplido el objetivo principal. El fuego restante probablemente solo se encargaba de desmoralizar al enemigo. A nadie parecía preocuparle que el legado de miles de años quedara sepultado bajo escombros y ceniza. Las sacudidas se notaban incluso en las profundidades y, de vez en cuando, cuando los impactos caían cerca, se desprendía arena del techo. Ni Kincaid ni su acompañante se preocupaban por ello; su atención se centraba en otras cosas.
A la luz de la lámpara de aceite apareció un recodo. El pasadizo torcía en ángulo recto hacia la izquierda y desembocaba en una nueva cámara. Allí acababa el camino, y a Gardiner Kincaid el instinto le dijo que había llegado al final de su larga búsqueda.
– Ahí está, Mortimer -murmuró con devoción-. La entrada a la biblioteca, la hemos encontrado…
El frontal de la cámara estaba flanqueado por dos estatuas. Una de ellas, de estilo egipcio, representaba al dios Thot, el patrón de los escribas y los magos, con su cabeza de ibis. Al otro lado, representada en estilo griego clásico, se veía la estatua de Palas Atenea, la diosa de la sabiduría. Entre ellas se alzaba una puerta alta y estrecha, detrás de la cual sin duda se encontraba el motivo por el que Gardiner Kincaid había asumido tantos peligros y privaciones.
Con un brillo húmedo en los ojos, se acercó a la puerta olvidando toda precaución, ya que en aquel momento acontecía lo que había deseado ardientemente durante años: el hálito de la historia lo acariciaba y, por un instante, tuvo la sensación de formar un todo con el pasado. Estaba demasiado embriagado por aquella sensación para prestar atención al entorno.
No se fijó en la figura oscura que acechaba a su espalda ni vio la sombra de la mano empuñando un cuchillo que se deslizaba silenciosa por las paredes.
El grito penetrante de Mortimer Laydon lo devolvió al presente. Se volvió de inmediato, con la mano en la culata del revólver, pero ya era demasiado tarde.
Tenía la sombra justo detrás y lo siguiente que notó fue un dolor agudo. Abrió la boca, pero el daño era tan abrumador que de sus labios no salió ningún sonido.
El cuchillo se clavó una segunda, una tercera vez.
Gardiner Kincaid se tambaleó.
Bajó la vista, aterrado, y vio la sangre oscura que le empapaba el traje… Entonces profirió un grito ronco.
– ¡Sarah…!
8
– ¿Has oído eso? -Sarah lanzó a Du Gard una mirada interrogativa.
– Oui-respondió-, alguien ha gritado…
Todavía estaban en la primera cámara. Friedrich Hingis se les había unido; su semblante avinagrado revelaba que, en la zona que le había tocado en suerte, no había encontrado nada que tuviera demasiada importancia histórica. Juntos esperaban a Gardiner Kincaid y a Mortimer Laydon, que todavía no habían regresado.
Se oyó un segundo grito, más fuerte y penetrante que el anterior, y alguien pronunció de nuevo el nombre de Sarah.