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Sarah levantó el cañón del revólver maldiciendo y el encapuchado soltó una risotada queda.

– Bienvenida, lady Kincaid -dijo en voz baja-. Volvemos a encontrarnos.

– Asesino -masculló Sarah.

– ¿Verdad que es una lástima que una biblioteca como esta, creada con el solo fin de alcanzar la sabiduría divina, al final acabe conteniendo únicamente el saber humano? -respondió el encapuchado, ignorando la amenaza del arma-. Y que incluso eso se haya vuelto inservible con el paso de los siglos. ¿Verdad que es una extraña ironía del destino? A la mayoría de las bibliotecas de la Antigüedad, un incendio les deparó un final ardiente. Aquí ha sido el líquido elemento el que ha hecho el trabajo, no menos devastador.

– ¿Qué disparates dice? -resolló Sarah.

– Véalo usted misma -la exhortó-. La humedad se ha filtrado por las paredes y hace mucho que ha destruido lo que tanto llenó de orgullo a los mortales en su estúpida vanidad. Todo lo que usted o su padre han hecho, lady Kincaid, ha resultado inútil, porque todo está perdido.

Sarah miró desconcertada a los estantes donde se alineaban los lomos de obras encuadernadas en piel. ¿Tenía razón el encapuchado? ¿O solo intentaba alargar su vida criminal distrayéndola?

– Eche un vistazo si no me cree.

– Lo haré -aseguró-, después de matarlo. Usted, bastardo miserable, carga en su conciencia con la muerte de mi padre.

– ¿Y ahora quiere matarme por eso? Pensaba que era más inteligente. Aún se le escapan las conexiones reales.

– Sé lo que me hace falta -aseguró Sarah-. Sé que mi padre deseaba descubrir esta biblioteca y devolvérsela a la humanidad. Pero usted ha querido impedirlo desde el principio. Pretende destruirla, y por eso morirá.

– ¿Va a dispararme? ¿Y ya está? ¿Sin escucharme antes? ¿Sin conocer mis verdaderos motivos?

– Sus motivos me traen sin cuidado. Mi padre está muerto, y usted también quiso matarnos a Du Gard y a mí.

– Eso no es cierto.

– ¿Ah, no? Entonces ¿por qué nos abandonó en aquel lúgubre agujero en Fifia?

– ¿Quién cree que la ató de manera que las ligaduras se soltaran con el agua salada? -replicó el encapuchado-. ¿Quién se ocupó de que dispusieran de una barca para poder huir de la isla?

– ¿Lo sabía? -preguntó Sarah atónita.

– Las cosas no son siempre como parecen a simple vista, lady Kincaid, ya debería saberlo. Su padre…

Se interrumpió cuando una serie de fuertes impactos cayeron por encima de la bóveda. Sarah no habría sabido decir a qué profundidad por debajo de la superficie se hallaban, pero las detonaciones llegaron a sacudir con fuerza la sala.

Se tambaleó y vio que se abrían grietas en el suelo; al mirar de nuevo hacia la balaustrada, Caronte había desaparecido.

– Maldita sea -se le escapó-. ¿Cómo…?

Con el rabillo del ojo distinguió una silueta oscura que se deslizaba rápida hacia ella. Se volvió instintivamente, pero ya era demasiado tarde.

Silencioso como una sombra, el encapuchado había saltado de la balaustrada y se había situado detrás de Sarah. Empuñaba un arma, una hoja en forma de hoz arcaica, que descendía con ímpetu exterminador.

Sarah levantó el revólver y ya se disponía a apretar el gatillo cuando el metal afilado se le hundió en el hombro.

El dolor fue tan intenso que profirió un grito y soltó el revólver. Retrocedió aturdida y tambaleándose, mirando aterrada al gigante sin rostro.

En aquel momento, un nuevo impacto cayó en la superficie. A las profundidades llegó el sonido de un estallido y un crujido infernales, que anunciaban edificios derruidos. Las grietas del suelo se agrandaron y se convirtieron en hendiduras de un palmo de anchura, con las que Sarah tropezó en su retirada. Se tambaleó y cayó. El verdugo encapuchado de negro se alzó sobre ella como un espectro de pesadilla, con la hoz en alto.

Sarah estaba tendida en el suelo, indefensa y sabiéndose irremisiblemente a merced de la hoja letal. Y entonces oyó un grito ronco y alguien se precipitó delante de ella con un fusil en las manos, asiéndolo por el cañón y usándolo de palo.

Hingis…

Sarah no daba crédito a sus ojos cuando vio que el suizo se abalanzaba sobre el encapuchado con un rugido tremendo y blandiendo el fusil como si fuera una porra.

– ¡Atrás! -lo increpó-. ¡Atrás!

Pero Caronte no tenía intención de retroceder.

Esquivó el golpe furioso del erudito con una agilidad de la que no parecía capaz por su enorme complexión. Con la manaza libre consiguió agarrar el Martini Henry y se lo arrebató a Hingis. El suizo profirió una exclamación de desconcierto. Aterrado, vio volar hacia él la hoz sin poder hacer nada por evitarlo y, antes de comprender qué ocurría, la hoja le había cortado una mano.

Un aullido espeluznante surgió de la garganta de Friedrich Hingis. Con los ojos muy abiertos, miraba el muñón de su brazo izquierdo, del que manaba un chorro de sangre roja.

Los acontecimientos se precipitaron.

Mientras Sarah buscaba su arma en el suelo, Mortimer Laydon avanzó renqueando y se apresuró a hacer lo único que podía detener la hemorragia de Hingis e impedir que muriera miserablemente: cogió la antorcha del suelo y quemó el muñón, con lo que el erudito lanzó un alarido aún más aterrador. Su aullido retumbó en el techo alto y se mezcló con el martilleo de las explosiones formando un canto horripilante.

La hoz de Caronte volvía a cortar el aire, pero esta vez no se dirigía ni a Sarah ni a Hingis, sino a Du Gard, quien avanzaba resuelto blandiendo el sable del oficial mameluco.

Cuando las dos armas chocaron, saltaron chispas. A Du Gard le costó mucho esfuerzo parar el golpe lanzado con un ímpetu enorme, pero lo consiguió, aunque no parecía ser un espadachín muy ejercitado. Un gruñido furioso, casi animal, salió de la garganta del encapuchado, mientras los contrincantes se observaban por encima de las hojas cruzadas. Du Gard vislumbró por un brevísimo instante el rostro que se escondía debajo de la capucha y se horrorizó.

El terror debilitó momentáneamente sus fuerzas y el gigante logró empujarlo hacia atrás. Mientras Du Gard aún se tambaleaba, Caronte le dio un puñetazo con su manaza y lo derribó como a un árbol podrido.

Sarah vio al amigo desplomándose inconsciente. Entretanto, había descubierto el Colt que yacía en el suelo sin dueño y se arrastró para cogerlo; el dolor que le hacía el hombro con cada movimiento la martirizaba. Apretando los dientes, Sarah se acercó al revólver, alargó la mano y… ya estaba a punto de asirlo cuando alguien la agarró de la pierna y la arrastró brutalmente.

Le dio la impresión de que el hombro herido le estallaba y profirió un grito. Las lágrimas le anegaron los ojos y la dejaron sin visión. Luego, de repente, notó el frío metal en la garganta y supo que estaba perdida. Con la vista borrosa vio a Caronte sobre ella, presionándole en el cuello la punta de la hoz.

– Estúpida -gruñó-. No has entendido nada. Podrías haberlo tenido todo y lo has tirado por la borda. No hacía falta que murieras, pero tú lo has querido.

Sarah notó que la presión de la hoja aumentaba.

– Un momento -dijo con voz ronca.

– ¿Qué quieres?

– Tu rostro -exigió-, quiero verlo.

– ¿Por qué?

– En la isla me pareció…

El gigante resopló al intuir de qué le estaba hablando y, mientras con una mano seguía sosteniendo la hoja, con la otra se echó atrás la capucha.

Lo que Sarah vio la llenó de horror, igual que en Fifia. No porque el semblante del encapuchado fuera repugnante, sino porque le mostró algo que no podía existir.

El rostro del gigante era alargado y proporcionado, con unos pómulos marcados y una nariz aguileña que le prestaba un aspecto aristocrático. Pero donde la gente normal tenía las cuencas de los ojos, su rostro era completamente liso. En vez de dos órganos visuales, Sarah distinguió solo uno, exactamente en medio de la frente.