La ola los aprisionó y los empujó con violencia por el hueco de la escalera, más deprisa de lo que ellos la habrían podido subir. Hingis gritaba aterrorizado, Du Gard maldecía en francés y Sarah supo a ciencia cierta que aquello era el final.
¿Qué sentido tenía seguir luchando si todo estaba perdido? Las fuerzas les flaquearían y se ahogarían, uno tras otro morirían miserablemente. La esperanza se extinguió como la antorcha y durante un angustioso instante solo existieron la negrura, el rumor infernal y la desesperación…
Sarah chocó de repente contra un obstáculo.
Era una pared maciza que cerraba el hueco de la escalera por donde subía el agua. Aquello sellaba el final. En unos segundos la galería estaría inundada hasta el techo, y entonces…
Sarah oyó los gritos desesperados de sus compañeros. Agitaban las piernas para intentar mantenerse a flote y apurar la vida hasta el último instante. Sarah fue súbitamente consciente de que había vuelto a fracasar. No había conseguido salvar a su padre ni retornar a casa a sus compañeros. La embargó una profunda resignación y se preparó para presentarse ante el Creador, y entonces ocurrió lo inesperado.
La creciente presión del agua hizo ceder la pared y por allí entró una luz clara y deslumbrante.
Antes de que Sarah y sus compañeros hubieran comprendido qué pasaba, la marea los expulsó a una galería corta que discurría horizontal, y después a un pozo sustentado por paredes de tablas que ascendía vertical, un pozo por encima del cual se extendía un cielo crepuscular teñido de rojo.
Ni a Sarah ni a sus compañeros se les ocurrió preguntarse dónde estaban. Ya tenían bastante con agitar las piernas y los brazos para mantenerse a flote en el agua, que siguió empujándolos pozo arriba hasta una fosa ancha. El chorro espumoso que escupió a Sarah la volteó varias veces antes de dejarla tendida boca abajo en el fango. Agotada, se puso en pie y miró a su alrededor. En medio de la fosa, no muy lejos del agujero por donde el agua no cesaba de brotar, se alzaba una estatua. Los compañeros de Sarah estaban esparcidos a su alrededor, exhaustos y llenos de magulladuras, pero con vida.
– En pie, vamos -apremió Sarah, y señaló la escalerilla de mano que llevaba al exterior-. Arriba, deprisa…
Después no logró explicarse cómo había llegado a la escalerilla ni cómo la había subido impulsándose con las manos, pero sí recordaría el momento en que se asomó por el borde de la fosa. Porque en aquel instante se dio cuenta de dónde se encontraban.
A la luz del sol del atardecer se levantaba un monumento solitario que parecía perforar como una aguja el cielo anaranjado.
¡La columna de Pompeyo!
Habían ido a parar justo al lugar donde había empezado su dramática aventura.
Sin saberlo ni sospecharlo, habían cruzado toda la ciudad, lo cual demostraba que Gardiner Kincaid había estado excavando en el lugar adecuado y que la suposición que Sarah expreso al principio de que era posible que allí se cerrase el círculo había sido acertada en más de un sentido. No solo porque el viaje acababa justamente donde había comenzado, sino porque también era la prueba de que la Biblioteca de Alejandría y el templo de Serapis, cuyos restos representaba la columna solitaria, habían estado realmente unidos en la Antigüedad por un pasadizo secreto que empezaba mucho más allá, en la isla de Faros…
Sarah se encaramó torpemente al borde de la fosa y salió tambaleándose, agradecida por seguir con vida a pesar de tantos sufrimientos. Respiró hondo con la esperanza de llenarse los pulmones de aire fresco y puro. Pero el aire no era puro, sino acre.
Olía a humo y a fuego.
Y a muerte.
Sarah se volvió y lo que vio la aterró, porque el horizonte de Alejandría que se perfilaba hacia el noroeste era la imagen del horror.
El fuego ardía por todas partes, y un humo negro se levantaba hacia el cielo y lo oscurecía. El alcance de la destrucción podía verse desde lejos: muros despedazados, torres desmoronadas, cúpulas destruidas.
Du Gard, Hingis y Laydon se le acercaron, contentos de haber sobrevivido y al mismo tiempo conmocionados ante aquel panorama. El bombardeo había durado un día entero, ya había acabado y había dejado tras de sí un rastro de devastación.
Mientras Sarah paseaba desencantada la mirada, comprendió también de dónde venía el agua que había inundado la biblioteca: del canal de Mahmoudia, que discurría no muy lejos de allí y en cuyos muros de contención se apreciaban varios cráteres provocados por las bombas.
Al abrir el canal, debieron de llegar sin saberlo muy cerca del mundo subterráneo oculto de Alejandría, y una de las detonaciones seguramente había volado el muro que los separaba y había provocado que el agua del canal, procedente del mar, se vertiera en las profundidades. De ese modo, la artillería británica no solo había provocado daños irreparables en la superficie, sino también en las profundidades. La Marina Real, pensó Sarah con amargura, tenía motivos para sentirse orgullosa…
– Sarah…
No reaccionó al oír que Du Gard la llamaba. Solo le prestó atención cuando la cogió de la muñeca.
– Regarde! -le indicó señalando en la dirección opuesta.
Sarah siguió la indicación titubeando, igual que Laydon y Hingis, y a la luz del sol poniente distinguieron la salvación acerada.
Porque en el lado iluminado del canal de Mahmoudia, en cuyas aguas se reflejaba el cielo rojizo y que, ante los acontecimientos del día, parecía un río de sangre, destacaban las formas oscuras y muy familiares del casco de un buque sobre el cual se alzaba una torre ovalada.
– No… no puede ser -se le escapó a Sarah, perpleja.
– Alors, está claro que sí -replicó Du Gard sonriendo irónicamente; empezó a hacer señales como un loco y, al poco, observaron que a bordo del Astarte inflaban un bote y lo tiraban al agua.
El alivio fue inmenso y consiguió que los cuatro compañeros olvidaran enseguida todos los horrores y el dolor. En aquel momento, la perspectiva de subir a bordo y volver a casa de un modo seguro tenía más peso que cualquier privación. Incluso Sarah ansiaba abandonar el lugar donde había recibido una amarga lección y donde había sufrido la pérdida más dolorosa de su vida.
Tambaleándose y apurando las últimas fuerzas, bajaron por la ligera pendiente y cruzaron el poblado de barracas que se extendía por la orilla del canal y del que habían huido todos sus habitantes. A medio camino les salieron al encuentro Caleb y sus hombres, quienes se espantaron al verlos sucios, empapados y sangrando. Llevaron a Sarah y a sus compañeros en bote hasta el submarino, donde los esperaba el capitán Hulot. En su rostro también se reflejó el espanto al advertir el estado de los expedicionarios.
– Bienvenida a bordo del Astarte, lady Kincaid -dijo un poco angustiado.
– Gracias. -Sarah sonrió débilmente-. Créame si le digo que ha llegado en el momento oportuno.
– Siempre a su servicio. -Hulot hizo una pequeña reverencia-. Entren y vayan al comedor, allí les curaremos las heridas.
– Yo soy médico -intervino Mortimer Laydon-. Les ayudaré en todo lo que pueda y me permita mi herida.
– Muy bien. Zarparemos enseguida para llegar a mar abierto antes del anochecer.
– Dígame una cosa -pidió Sarah-. ¿Por qué nos esperaba precisamente aquí?
– ¿Esperarlos?
– Ya sabe a qué me refiero. Es imposible que supiera que estaríamos aquí. No lo sabíamos ni nosotros mismos.
– Lady Kincaid -dijo Hulot, y frunció los labios un tanto avergonzado-, no los esperábamos.
– ¿No?
– No. El trato era que debíamos recogerlos en el mismo sitio donde los dejamos, es decir, en el puerto. Pero resultaba imposible debido al bombardeo. Al principio aprovechamos el tiempo para reparar el timón de profundidad. Luego esperamos a que acabara el bombardeo y entramos en el canal. Mi plan era enviar al puerto a Caleb y a algunos hombres disfrazados de marineros para reunirse allí con ustedes. Por eso me ha sorprendido tanto verlos aquí. Ha sido…, ¿cómo suele decirse?, una feliz casualidad.