– Non, pero debería escucharme. Cuando su padre vino a verme, parecía angustiado.
– ¿Cuándo fue? -preguntó Sarah.
– Hará unas ocho semanas.
Sarah se mordió los labios: poco antes, su padre había partido de Londres. Lo que Du Gard decía al menos no contradecía lo que ella sabía…
– No me dijo en qué estaba trabajando ni qué le traía por París, pero me reveló que usted probablemente llegaría pronto. Y me pidió que le entregara esto.
Du Gard cogió una llave que llevaba colgada al cuello y abrió el cajón superior del tocador. Metió la mano y sacó un paquete pequeño con forma de dado, envuelto en papel aceitado.
Sarah cogió el objeto, extrañada. Estuvo a punto de caérsele de las manos, ya que era más pesado de lo que su tamaño hacía suponer.
– ¿Mi padre no le dijo nada más? -inquirió mientras se disponía a abrir el paquete.
– Non. Poco después partió hacia un destino desconocido.
– ¿Y no ha sabido más de él?
– Non, deduzco que igual que usted.
Sarah pasó por alto el sarcasmo de Du Gard y centró su atención en el paquetito. El papel crujió al desenvolverlo, lo apartó y finalmente apareció el objeto que, supuestamente, Gardiner Kincaid había depositado para ella.
Era una pieza cúbica de metal como nunca había visto.
Las aristas debían de medir diez centímetros, el material era hierro y estaba cubierto de óxido. Las caras del cubo presentaban unos grabados que aún se reconocían a pesar de la corrosión; con solo girar el cubo en la mano, reconoció las cinco primeras letras del alfabeto griego, una distinta adornaba cada lado del cubo. La sexta cara estaba grabada con un signo o un símbolo que Sarah no conocía: una elipse con ornamentos en forma de haz que, por su estilo, no cabía duda de que no era de origen griego. El peso del artefacto proporcionaba más enigmas, puesto que el cubo era demasiado ligero para ser macizo pero tan pesado que no podía estar hueco.
– ¿Qué es? -se preguntó Sarah en un susurro y sin esperar respuesta.
– Je ne sais pas -contestó Du Gard meneando la cabeza-. Como ya le he dicho, su padre parecía tener mucha prisa, seguramente por eso no tuvo tiempo de explicármelo. Pero me pidió que lo guardara y se lo entregara a usted cuando viniera a París.
– ¿Y no le dijo nada más?
– Mais oui! -afirmó Du Gard-. Me advirtió que, si él se hallaba en peligro, usted debía coger el objeto y llevarlo a Inglaterra. Dijo que Londres no sería un lugar seguro y que viajara hasta Yorkshire y esperara su regreso en Kincaid Manor.
– ¿Y el cubo?
– Sobre eso no dijo nada, solo que usted debía guardarlo como una reliquia, puesto que se trata de una pieza de un valor incalculable.
– ¿Y espera usted que le crea? – preguntó Sarah con desconfianza-. Hasta ahora no me ha dado ninguna prueba que demuestre sus extravagantes afirmaciones.
– Concede. Pero usted tiene el cubo en las manos. Y, si no me equivoco, es la primera señal de vida que ha tenido de su padre en los últimos meses, n'est-cepas?
– Eso es cierto -admitió Sarah, y agitó el cubo en la mano.
– Tendrá que conformarse con mi palabra de honor, lady Kincaid -concluyó Du Gard-. Piense en las circunstancias en que nos hemos conocido. Yo le hice llegar una invitación para mi espectáculo, ¿por qué iba a hacerlo si no sintiera afecto por su padre?
– ¿Quién sabe? -replicó Sarah arisca-. ¿Quizá para presentarme ante el público?
– Por Dios, ya me he disculpado. Las mujeres británicas… ¿son siempre tan rencorosas?
– A veces -concedió Sarah sonriendo irónicamente-. Dejar que me juzguen en público se está convirtiendo en una mala costumbre.
– Alors, ¿me cree o no?
– Qué remedio -resopló Sarah, mientras en su pecho bullían sentimientos encontrados.
Por un lado contaba con la alegría de tener noticias de su padre, pero esta quedaba atenuada por el hecho de que el artefacto no proporcionaba información alguna sobre si Gardiner Kincaid se encontraba sano y salvo. Por otro, Sarah tenía que tragarse que tanto el cubo como las noticias sobre su padre le llegaran de manos de un completo desconocido. Nunca había oído el nombre de Maurice du Gard, ¿y él pretendía ser un buen amigo de su padre? Si era así, ¿por qué nunca se lo había presentado el viejo Gardiner? Más aún, ¿por qué nunca le habló de él?
De acuerdo con que, en sus incontables viajes por todo el mundo, Gardiner Kincaid había tratado con mucha gente y era imposible que Sarah los conociera a todos, pero no alcanzaba a comprender cómo encajaba con su padre un personaje del talante de Du Gard. ¿Y qué diantre era aquel misterioso artefacto que, supuestamente, le había dejado?
Sarah se sentía molesta por no conocer la respuesta a esas preguntas, pero no conseguía descartarlas por mucho que intentara convencerse de que no hacerlo era ridículo y también infantil. ¿Por qué había accedido a quedarse en Inglaterra para procurar al menos convertirse en una lady respetable? ¡Por su padre! Para complacerlo se había sometido a las obligaciones sociales y había ido a Londres con el firme propósito de honrar el nombre de su padre, pero no lograba reprimir la sensación de que aquello había sido un error…
– Antes ha dicho que mi padre corría un gran peligro -insistió.
– Oui, c'est vrai.
– ¿Cómo lo sabe? Y no me venga otra vez con bolas de cristal…
– Tuve un sueño -respondió Du Gard con voz pastosa.
– A fe mía que sí -replicó Sarah con acritud y señalando la botella medio vacía-. Seguro que suele tenerlos después de echar un mano a mano con el hada verde.
– En la absenta se ocultan algunas verdades -constató Du Gard seriamente, ignorando el tono de reproche del comentario de Sarah-. Pero en este caso no tiene nada que ver. Quizá «sueño» no sea la palabra adecuada. Fue más bien una visión que tuve de su padre…
– ¿Una visión?
– Me asaltó hace unos días, poco antes del inicio de mi actuación. Yo estaba detrás del telón, esperando para entrar en escena, cuando vi a su padre y…
– ¿Sí? -quiso saber Sarah.
– Nada importante. -Du Gard sacudió la cabeza-. No es bueno que la gente sepa demasiado sobre el futuro.
– ¿Y eso lo dice precisamente usted? ¿Un hombre que se gana la vida prediciéndolo?
– Ce n'estpas la méme chose -objetó Du Gard-. Un adivino solo muestra a la gente lo que ya existe. Un vidente es capaz de ver el futuro.
– ¿Y usted es un vidente?
– Al menos, eso parece.
– ¡Maldita sea, Du Gard! -se sulfuró Sarah-. Deje de hablar con enigmas. La situación es demasiado seria.
– Soy consciente de ello, lady Kincaid. Y le aseguro que me expresaría con más claridad si pudiera.
– ¿Qué insinúa?
– Que no puedo. No sé de dónde vino la visión. Simplemente, la tuve.
– ¿Quiere decir que simplemente pasó? Du Gard asintió con la cabeza.
– Aquel día no había pensado en su padre, ni siquiera me sentía preparado para una revelación del futuro; al fin y al cabo, faltaba poco para mi actuación y estaba totalmente concentrado en otras cosas. Sin embargo, ocurrió; yo tampoco consigo explicármelo. Era real, ¿comprende? ¡Era real!
– Quiere decir que no era como lo que hace en el escenario -concluyó Sarah sin darle tregua.
– Admito que, ante el público, echo mano un poco de aquí y de allá para acrecentar el efecto dramático. Pero aquella visión fue otra cosa. Vi las imágenes con mucha claridad, como si estuviera persiguiendo al dragón, pero estaba completamente sobrio.
– ¿Perseguir al dragón? -Sarah enarcó las cejas-. ¿Se refiere a lo que creo?