– ¿Nosotros?
– Sí. Ha dejado un cheque de ciento cincuenta mil pesetas y las flores.
– ¿No me digas! ¿Y eso?
– Su mujer ha vuelto.
– Pero nosotros no hemos hecho nada…
– Es lo que yo decía: seis millones es muy poco.
No dije nada. Tomé una rosa y me la llevé a mi despacho.
7
A las dos y media sonó el teléfono.
– Lola, Paco por la línea dos.
– ¡Hombre! ¿Qué tal por El Escorial? -le dije con toda mi ironía.
– Bien, muy bien…
– ¿Y tu americana?
– ¿Qué americana?
– La chica, «tu» turista americana…
– Ah, Lulú. Es canadiense.
– ¿Y los canadienses no son americanos?
– Bueno, sí claro… Se va a París esta noche.
– Hombre, qué pena. Pero así puedes venir algún día a la oficina, ¿no te parece?
– ¿Te he dicho ya que el padre de Lulú tiene una fábrica de bombones en Montreal?
– No me digas… O sea, que es la mujer de tu vida.
– Venga, nena, no te pongas así… Además, estos días no tenemos ningún cliente.
– Primero, no me llames «nena» [15]. Y, segundo, sí tenemos un cliente. Tenemos el caso más importante de la historia de esta maldita agencia: el asesinato de Ignacio Zabaleta, el director de la agencia de publicidad más importante de España.
– ¿Sí? ¿Nosotros? ¿Por qué nosotros?
– Nada, cosas mías…Tengo que hablar contigo. ¿A qué hora vas a venir?
– Ahora mismo. Voy enseguida para allá.
– Te espero.
– Nena… No estás enfadada, ¿verdad?
– No. Pero no me llames nena, ¿vale? -respondí yo y colgué.
Es horrible: no me puedo enfadar con Paco. Aunque se vaya a El Escorial con guapas canadienses fabricantes de chocolate.
8
Al rato llegaron mis dos socios. Paco y Miguel. Paco, comiendo bombones «made in Canadá», naturalmente.
En unos minutos les expliqué todo lo que yo sabía del caso Zabaleta: quién era Alberto, quién era Ignacio Zabaleta, la puerta cerrada con llave de la oficina, la carta de despido, el anónimo,…
– Y eso es todo lo que sabemos -terminé diciendo.
Los tres nos quedamos callados un momento. Los tres sabíamos que era un caso importante y, probablemente, difícil.
– ¿Por dónde empezamos? -preguntó Paco con la boca llena de chocolate canadiense.
– Hay que hablar con todos, con la secretaria… ¿Cómo has dicho que se llama? -dijo Miguel.
– Blanca Fanjuí -dijo Paco.
– Eso, con Blanca Fanjuí, con la mujer, con los otros empleados de «Plublimagen»…
– Quizá también con el político, con Juárez -añadió Paco.
– Yo sé cómo llegar hasta él. Un compañero mío de la Universidad es su asesor de imagen -dijo Miguel.
– ¡Caramba! ¡Qué compañeros de Universidad tan importantes tenéis! -dijo Paco comiéndose otro bombón.
– Entonces tú, Miguel, te ocupas de Juárez y su partido.
¿Y tú Paco?
– Yo puedo hablar con el Inspector Gil. Lo conozco un poco. No es mala persona pero no le gustan las «defectivas» -dijo Paco mirándome a mí.
– El clásico machito español, vaya.
– Eso.
– Pues, vale, de acuerdo, habla tú con él. Será lo mejor.
– Hay que saber que ha dicho el médico forense. Tenemos que saber a qué hora murió y si fue o no un suicidio. Yo voy a hablar con la secretaria, con Blanca Fanjuí, y con la mujer de Zabaleta -dijo Miguel.
– La rica heredera… -comentó Paco.
– Mucho dinero, ¿no? -añadió Miguel.
– Sí, muchísimo. Y un seguro de vida muy alto, según me ha dicho Alberto -dije yo.
– ¿Crees que puede haber sido la mujer? -preguntó Miguel.
– Estaba en La Habana…
– ¿Seguro?
– Creo que sí.
– Tengo una idea -dijo Paco de pronto-. Yo tengo una amiga en La Habana, una bailarina: Ifigenia López. ¡Qué mujer! Inteligente, guapa…
– ¿Fabricante de chocolate? -pregunté yo.
– No, eso no. La conocí el pasado año cuando estuve de vacaciones en Cuba [16].
Paco suspiró. Se pone romántico cuando se acuerda de alguno de sus amores.
– Vale. Entonces tú. Paco, te pones en contacto con la bailarina cubana…
– Ifigenia.
– Eso, con «tu» Ifigenia.
– Seguro que puede ayudarnos.
9
Luego, como muchos días, fuimos a comer al restaurante de la esquina. Dan el típico menú de restaurante barato; aquél día, cocido o acelgas, de primero, bistec o pollo, de segundo, y flan o helado. Bebida y pan, incluidos. Y todo por setecientas cincuenta pesetas [17]. No es caro y es cocina casera, hecha por la patrona, doña Casilda, casi para los clientes. Después de comer, los tres nos pusimos a trabajar.
Yo volví a «Publimagen». Quería hablar con Blanca Fanjuí, la secretaria de Zabaleta.
Blanca no estaba en «Publimagen» pero Alberto, sí.
Parecía cansado y muy preocupado.
– Alberto, ¿puedo ver el despacho de Zabaleta?
– Claro, si puede ser útil…
– Todo puede serlo.
– Ven por aquí.
Al final de un pasillo, había una gran puerta. En la puerta una placa dorada: 1. Zabaleta, DIRECTOR. Los dos entramos en silencio. Para los dos no era un momento agradable.
De pronto, en el suelo, algo me llamó la atención: unpequeño punto que brillaba. Fui a recogerlo: era un brillante no muy grande.
– ¿Qué es eso? -me preguntó Alberto.
– No lo sé -respondí yo.
Saqué del bolso un pañuelo para guardarlo. Entonces no sabía que era muy importante.
– La policía no lo ha visto… ¿Vas a dárselo?
– De momento, no. Primero quiero saber de quién es y desde cuándo está aquí. ¿A que hora limpian la oficina?
– Normalmente sobre las siete, creo. Ayer no sé… Como Zabaleta estaba trabajando… Podemos preguntárselo a Digna, la señora de la limpieza. Me parece que hoy ya ha llegado. Vamos.
10
Digna era una mujer bajita pero fuerte, con aspecto de mujer de campo. Hablaba despacio y con mucho acento gallego [18].
– Digna, esta señorita quisiera hacerle unas preguntas… -le dijo Alberto amablemente.
– Usted dirá -respondió ella.
[15] Nena es un término familiar que se emplea a veces para dirigirse a una mujer joven, en relaciones de mucha confianza.