– A tus órdenes, nena.
– No me llames «nena».
– Bueno, bueno,…
19
A las dos, mis socios. Paco y Miguel, como dos agentes secretos, leían el periódico delante de la puerta de «Publimagen».
A las dos y media, la secretaria de Ignacio Zabaleta salió de la oficina y cogió un taxi. Miguel y Paco, con mi moto, siguieron al taxi hasta el Retiro [28]. La chica bajó del taxi y entró en el parque.
Allí pasó algo raro: se sentó en un banco un momento, dejó una revista a su lado y, enseguida se levantó y se fue.
Otra mujer, una mujer elegante y vestida de negro, tomó la revista del banco y se fue hacia el otro lado.
Entonces Paco y Miguel se separaron. Cada uno siguió a una de las dos mujeres. Miguel, a la mujer de negro, y Paco, a Blanca.
Blanca, en taxi, y Paco, en mi moto, volvieron a «Publimagen». Miguel volvió a nuestra oficina: había perdido a la mujer de negro. En la puerta del Parque del Retiro sólo había un taxi.
20
Miguel me explicó la extraña escena del parque. Yo al oírlo me puse a gritar:
– ¡Ya está! ¡Ya está! Creo que ya lo entiendo todo.
Salí corriendo de mi oficina y empecé a buscar entre las revistas del corazón de Margarita, la secretaria. Tiene muchas. Por fin encontré lo que buscaba: una foto. Volví con la foto y se la enseñé a Miguel. Era una fiesta de layetset.
– ¿Es ésta la mujer de negro? Dirne, ¿es ésta? -le pregunté señalando a una mujer.
– A ver… Sí, es ella. ¿Quién es?
– Ma Victoria Villaencina de Zabaleta.
– No me digas…
– Llama enseguida al Inspector Gil. Rápido, Margarita.
21
Estaba claro que al Inspector Gil no le gustaban las mujeres detective. Y a mí tampoco me gustaba él. Tampoco le gustaba que esa jovencita, o sea yo, tuviera tantas ¡deas sobre la muerte de Zabaleta. Para él estaba muy claro: el asesino era Alberto Sanjuán.
– Mire, señorita, todo eso del pendiente y la llamada y…
Es una teoría un poco complicada, ¿no le parece?
– Inspector, detenga a Blanca Fanjul y a Ma Victoria Villaencina. Estoy segura de que lo organizaron las dos. Voy a volver a explicárselo. Lo organizaron muy bien. Ma Victoria estaba en La Habana. Estaría muy claro que era ¡nocente.
Pero tenían que preparar una coartada para Blanca: la llamada a las nueve y media, hora española. Blanca mató a Zabaleta a las siete y cuarto o entre siete y cuarto y siete y media. Después de esa hora tenía coartadas muy claras. Y la policía nunca pensaría que Zabaleta murió antes. La Sra.
Zabaleta no habló con su marido a las nueve y media. Estaba ya muerto.
– ¿Y lo del brillante en el suelo de la oficina de Zabaleta?
Eso no lo he entendido muy bien -dijo el Inspector Gil.
– Digna, la señora de la limpieza limpió muy bien la alfombra a las siete. Blanca entra después. Asesina a su jefe y ex amante pero pierde un brillante de su pendiente. Cierra la puerta para hacer pensar en un suicidio o que el culpable es Alberto.
– ¿Por qué Alberto?
– Es el único que tiene la llave. Luego sale tranquilamente. Todo el mundo la ve salir. Su jefe, teóricamente, se ha quedado solo trabajando.
– Un buen plan… -dijo Miguel.
– Sí, pero Blanca pierde un brillante y la Sra. Zabaleta dice una mentira estúpida e innecesaria: que pasó la noche en un cabaret que estaba cerrado.
– ¿Y por qué todo eso?
– Celos, dinero… Eso no lo sabemos. Inspector. Dos mujeres, pueden tener muchas razones para querer matar a un hombre. Las dos le quisieron alguna vez, las dos querían dinero… ¡Qué sé yo!
– ¿Y todo eso de Juárez, el político? La carta anónima…
– Nada: otra maniobra para distraer a la policía o para acusar a Alberto.
– ¿Y por qué se encontraron en el Retiro las dos mujeres?
Era peligroso…
– La tercera llave. Había tres llaves, ¿no? Una en el bolsillo de Zabaleta, otra la tenía Alberto y una en casa de los Zabaleta, probablemente. Esa la usó Blanca. Pero tenía que devolvérsela a Ma Victoria. Alguien podía acordarse de esa llave, Alberto o ustedes.
– Sargento Perales.
– Sí, Inspector.
– Orden de detención para Ma Victoria Villaencina y Blanca Fanjul, acusadas de homicidio con premeditación.
22
A nuestra oficina, por la tarde, vino Alberto Sanjuán.
– Han confesado, ¿no? -le pregunté.
– Sí, todo pasó como tú pensabas. Lola… no sé cómo darte las gracias… Eres maravillosa, como detective y como mujer.
Yo…
– De momento invítame a cenar esta noche, ¿vale? Pero nada de hamburguesas, ¿eh?
– ¡No! Si ya no como hamburguesas… No te lo vas a creer.
He aprendido a cocinar. Es mi hobby. Ahora estoy haciendo un curso de cocina tailandesa.
– ¡No puede ser!
– Quedamos a las nueve en tu casa, ¿vale?
23
A las cinco entró Paco, mi socio, con cara triste.
– ¿Qué te pasa, chico? -le pregunté yo-. Hemos resuelto el caso, ¡en cuarenta y ocho horas!
– Vuelve.
– ¿Quién vuelve?
– Lulú.
– ¿Cómo dices?
– Que Lulú, la canadiense, vuelve a Madrid. Dice que en París hace muy mal tiempo.
– ¿Y no estás contento?
– Sí y no.
– ¿Por qué? Seguro que te trae muchas cajas de bombones…
– Es que Ifigenia, la bailarina cubana viene de tournée a España. Llega pasado mañana.
– ¡Qué suerte tienen algunos! -dijo Miguel.
– Oye, oye… ¿Y si tú, Miguel, llevas a Lulú a Toledo [29]?
Mientras tanto, yo… -empezó a decir Paco.
– Tengo un dolor de cabeza horrible -respondió Miguel-.
No sé qué me pasa.
En ese momento entró en la oficina otra persona con cara de mal humor: el Sr. Ramales, el cliente de la mujer desaparecida y encontrada.
– Se ha vuelto a ir -dijo sin decir «hola».
Margarita no pudo evitarlo y preguntó.
– ¿Con cuánto dinero esta vez?
Yo le lancé una mirada asesina y dije al Sr. Ramales con mi mejor sonrisa:
– Pase, pase, Sr. Ramales. Venga a mi despacho y hablamos tranquilamente. Margarita, que no nos molesten.
Paco y Miguel intentaban aguantar un ataque de risa.