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—Entonces, cuéntamelo mientras vamos a desayunar. Es casi mediodía, pero Tía Rasa ordenó a la cocinera que no nos molestara y nos dejara dormir porque habíamos pasado media noche en vela.

Luet se puso una túnica, se calzó las sandalias y siguió a Hushidh escalera abajo.

—Soñé con ángeles que volaban.

—¡Ángeles ! ¿Y qué significa eso, además de que eres supersticiosa cuando duermes?

—No se parecían a las ilustraciones de los libros infantiles, si a eso te refieres. No, eran como aves grandes y hermosas. Murciélagos, en realidad, pues tenían pelaje. Pero con rostros muy inteligentes y expresivos, y en el sueño supe que eran ángeles.

—El Alma Suprema no necesita ángeles. El Alma Suprema habla directamente a la mente de cada mujer.

—Y de cada hombre, aunque ya nadie la escucha. Y tú tampoco me estás escuchando, Shuya. ¿Te cuento el sueño, o me limito a comer pan con miel y crema y deduzco que los mensajes del Alma Suprema no te interesan?

—No te hagas la irónica conmigo, Luet. Serás una maravillosa vidente para los demás, pero cuando te pones tan insoportable sólo eres mi estúpida hermana pequeña.

La cocinera las miró de mal talante.

—Procuro que en mi cocina reinen la luz y la armonía.

Avergonzadas, aceptaron el pan caliente que ella les ofrecía y se sentaron a la mesa, donde ya aguardaban una jarra de crema y un frasco de miel.

Hushidh, como de costumbre, partió el pan en un cuenco y le vertió crema y miel; Luet, como de costumbre, vertió la miel sobre el pan y lo comió por separado, bebiendo la crema del cuenco. Las dos fingían que no les gustaba el modo en que comía la otra.

—Seco como polvo —susurró Hushidh.

—Blando y viscoso —replicó Luet. Y se echaron a reír.

—Eso ya me gusta más —asintió la cocinera—. Ya sois mayorcitas para andar peleándoos. Con la boca llena, Hushidh dijo:

—El sueño.

—Ángeles —repitió Luet.

—Que volaban, sí. Ángeles peludos, como murciélagos gordos. Te oí la primera vez.

—Gordos no.

—Pero murciélagos, de todos modos.

—Gráciles. Veloces. Y luego yo fui una de ellos, y también volaba. Era muy hermoso y apacible. Y luego vi el río, y descendí hacia él y con el barro de la orilla modelé una estatua.

—¿Ángeles jugando en el barro?

—No es más extraño que murciélagos modelando estatuas —replicó Luet—. Y te está goteando leche por la barbilla.

—Pues tú tienes miel en la punta de la nariz.

—Y a ti te ha crecido una cosa grande y fea delante de la cabeza… oh, no, es tu…

—Mi cara. Ya lo sé. Termina el sueño.

—Me puse la arcilla en la boca para ablandarla, de modo que cuando yo, como ángel, modelé la estatua, la imagen contenía algo de mí. Creo que es muy significativo.

—Oh, muy simbólico, sí —sonrió Hushidh con tono travieso, pero Luet sabía que escuchaba atentamente.

—Y las estatuas no eran de personas, ni de ángeles ni de cualquier otra cosa. A veces tenían rostro, pero no eran retratos, ni siquiera cosas. Las estatuas cobraban la forma que nosotros necesitábamos. No había dos iguales, pero yo supe que en ese momento la estatua que estaba modelando era la única estatua que yo podía modelar. ¿Tiene sentido?

—Es un sueño. No es preciso que tenga sentido.

—Pero es un sueño verdadero, así que debe tener sentido.

—Ya veremos —dijo Hushidh. Se llevó otra blanda cucharada de pan y leche a la boca.

—Cuando terminamos —prosiguió Luet—, las llevamos a una roca alta y las pusimos a secar al sol, y luego volamos alrededor, y cada cual miraba las estatuas de los demás. Luego los ángeles se fueron volando y ahora yo ya no estaba con ellos. No era un ángel, sólo estaba allí mirando las rocas donde se erguían las estatuas, y se puso el sol y llegó la oscuridad…

¿Veías en la oscuridad?

—En el sueño, sí —respondió Luet—. De cualquier modo, al anochecer vinieron unas ratas gigantes, y cada cual tomó una de las estatuas y la llevó a unos hoyos que había en la tierra, hasta madrigueras profundas, y cada rata que había robado una estatua se la daba a otra rata y luego la roían juntas, la humedecían con saliva y se frotaban con ellas. Se cubrían con arcilla. Yo estaba muy enfadada, Hushidh. Destrozaban esas bellas estatuas, las convertían en barro y se frotaban con él… incluso en los genitales, por todas partes.

—Amantes de la belleza —comentó Hushidh.

—Hablo en serio. Me dio muchísima pena.

—¿Y eso qué significa? ¿A quién representan los ángeles, y quiénes son las ratas?

—No sé. Por lo general cuando el Alma Suprema envía un sueño el significado es evidente.

—Pues quizá fuera sólo un sueño.

—No lo creo. Era distinto y muy nítido, y lo recuerdo con gran claridad. Shuya, creo que quizá sea el sueño más importante que he tenido.

—Lástima que nadie pueda entenderlo. Quizá sea una de esas profecías que nadie comprende hasta que todo ha concluido y ya es demasiado tarde para intervenir.

—Tal vez Tía Rasa sepa interpretarlo. Hushidh esbozó una mueca de escepticismo.

—En este momento no está muy lúcida. Luet notó con alivi o que no sólo ella pensaba que Rasa estaba cometiendo errores.

—Entonces, quizá no se lo cuente.

Hushidh sonrió pícaramente, con aire de estar muy complacida consigo misma.

—¿Quieres una interpretación absurda? —preguntó. Luet asintió, y mientras escuchaba siguió comiéndose el pan.

—Los ángeles son las mujeres de Basílica —dijo Hushidh—. Durante milenios, en esta ciudad, hemos forjado una sociedad refinada y agradable, y la hemos convertido en parte de nosotras mismas, tal como los murciélagos de tu sueño modelaban sus estatuas con saliva. Y ahora hemos puesto nuestras obras a secar, y en la oscuridad nuestros enemigos vendrán a robarnos lo que hemos hecho. Pero son tan estúpidos que ni siquiera entienden que son estatuas. Las miran y sólo ven terrones de barro seco. Así que los humedecen y se revuelcan en ellos, y están orgullosos porque poseen todas las obras de Basílica, pero en realidad no poseen nada de Basílica.

—Eso está muy bien —dijo Luet, estupefacta.

—Yo también lo creo —asintió Hushidh.

—¿Y quiénes son nuestros enemigos?

—Muy sencillo. Son los hombres.

—No, eso es demasiado simplista —dijo Luet—. Aunque Basílica es una ciudad de mujeres, los hombres que entran en ella contribuyen tanto como nosotras a realizar las obras de belleza. Forman parte de la comunidad, aunque no puedan poseer tierras ni vivir intramuros sin estar casados con una mujer.

—Se me ocurrió que eran hombres en cuanto dijiste que eran ratas gigantes.

La cocinera rió suavemente entre dientes mientras preparaba la cena.

—Alguien más —insistió Luet—. Tal vez Potokgavan.

—Quizá sean sólo los hombres de Gaballufix —dijo Hushidh—. Los matones, y esos soldados con sus horribles máscaras.

—O quizá sea algo que aún no ha aparecido —aventuró Luet. Y añadió con angustia—: O quizá no tiene nada que ver con Basílica. ¿Cómo saberlo? Pero así era mi sueño.

—No nos dice adonde deberíamos haber enviado a Smelost.

Luet se encogió de hombros.

—Tal vez el Alma Suprema pensó que teníamos el sentido común suficiente para deducirlo por nuestra cuenta.

—¿Y tenía razón? —preguntó Hushidh.

—Lo dudo. Enviarlo al territorio de los gorayni fue un error.

—No sé. Pero comer el pan seco… eso sí que es un error.

—No para los que tenemos dientes. No necesitamos mojar el pan para poder comérnoslo.