Lo cual condujo a una falsa discusión que se volvió tan tonta y estridente que la cocinera las echó de la cocina, lo cual no les molestó porque ya habían terminado el desayuno. Era agradable comportarse como niñas por unos minutos. Pues sabían que, para bien o para mal, las dos participarían en los acontecimientos que se estaban desarrollando en el interior y en las cercanías de Basílica. No se desvivían por participar, pero sus dones las hacían importantes para la ciudad, así que harían todo lo posible por servirla.
Luet acudió al consejo de la ciudad y refirió el sueño, que fue registrado y entregado a las mujeres sabias para que lo estudiaran en busca de señales y presagios. Luet les contó la interpretación de Hushidh. Le dieron las gracias cortés-mente, pero le insinuaron que, aunque cualquiera podía tener sueños, se necesitaba bastante más experiencia para interpretarlos.
EN KHLAM, Y NO EN UN SUEÑO
Una tormenta seca y cálida soplaba desde el noroeste, arrastrando arena y tierra y, según decían, los huesos molidos y las carnes pulverizadas de hombres y animales sorprendidos por ese vendaval a mil kilómetros de distancia y, si uno escuchaba con atención, se oía el gemido de sus almas arrastradas por el viento al cielo o al infierno. Aunque las montañas protegían al ejército de Moozh de los más feroces embates de la tormenta, las tiendas se agitaban con violentos chasquidos y los estandartes flameaban locamente; algunos mástiles se soltaban y echaban a rodar por la avenida polvorienta que había entre las tiendas, perseguidos por un pobre soldado.
La gran tienda de Moozh también temblaba en el viento, a pesar de estar bendecida por el imperátor. La bendición surtiría su efecto, pero Moozh siempre se cercioraba de que las estacas estuvieran bien clavadas.
A la luz de las velas, miraba nostálgicamente el mapa desplegado sobre la mesa. El mapa mostraba todas las tierras que bordeaban las costas occidentales del Mar Interior. En el norte, un contorno rojo indicaba las tierras de los gorayni, las tierras del imperátor, que era la encarnación de Dios en la Tierra y en consecuencia tenía derecho a gobernar a toda la humanidad, etc., etc. Moozh evocó los límites invisibles de naciones que eran tanto o más antiguas que los gorayni, con historias gloriosas, naciones que ahora no existían, que ni siquiera se podían recordar, pues la simple mención de sus nombres era traición y dibujar sus viejos límites en ese mapa implicaría la muerte.
Pero Moozh no tenía que dibujar los límites. Conocía las fronteras de su patria, Pravo Gollossa, la tierra de los sotchitsiya, su tribu. Habían atravesado el desierto desde el norte mil años antes que los gorayni, pero una vez habían sido de la misma raza, con el mismo idioma. Los sotchitsiya se habían asentado en los exuberantes y fértiles valles de las montañas de Skrezhet, abandonando el nomadismo y la guerra, y se habían convertido en una nación de hombres libres. Aprendieron de la gente que los rodeaba. No de los ploshudu, los klhami o los izmennikoy, montañeses toscos sin más cultura que el hambre, la fuerza y el afán de sobrevivir. Los sotchitsiya, las gentes de Pravo Gollossa, habían aprendido de los mercaderes que venían desde Seggidugu, desde Ulye, desde las Ciudades de la Planicie. Y sobre todo, de los caravaneros de Basílica, con sus extrañas canciones y semillas, sus imágenes de cristal y sus ingeniosas herramientas, sus paños que cambiaban de color a medida que transcurría el día, y con poemas y narraciones que enseñaban a los sotchitsiya cómo hablaban, pensaban, soñaban y vivían los hombres y las mujeres sabios y refinados.
Así nació la gloria de Pravo Gollossa, pues los caravaneros les inspiraron la idea de un consejo cuyos integrantes tomaban decisiones mediante el voto y a la vez eran elegidos por la voz de los ciudadanos. Pero los caravaneros basilicanos también les hablaron de una ciudad gobernada por mujeres, donde los hombres no podían poseer tierras. Las mujeres sabían gobernar y los hombres no se rebelaban para conquistar la ciudad. Las mujeres no sólo podían votar, sino también divorciarse de los esposos al final de cada año y casarse con otro hombre si así lo decidían. La presión constante de esas ideas ablandó a los sotchitsiya y transformó a los fuertes guerreros y cabecillas de la tribu en fantoches afeminados que en tiempos del bisabuelo de Moozh otorgaron el voto a las mujeres, y eligieron a mujeres para gobernarlos.
Entonces llegaron los gorayni, sabiendo que los sotchitsiya ahora tenían corazón de mujer y ya no eran dignos de ser libres. Los gorayni llevaron su gran ejército a la frontera, y las mujeres del consejo —donde había tantos varones como hembras, pero donde todos eran mujeres— votaron por no pelear, sino por aceptar el dominio gorayni si les permitían autonomía en todos los aspectos salvo en los asuntos militares.
Fue una rendición vergonzosa, la castración definitiva de los sotchitsiya, su humillación ante el mundo entero; y el bisabuelo de Moozh había sido el delegado que gestionó los términos de la rendición con los gorayni.
El acuerdo se respetó durante cincuenta años, y los sotchitsiya tuvieron un gobierno autónomo. Pero poco a poco los gorayni fueron incluyendo cada vez más aspectos políticos dentro de la jurisdicción militar, y redujeron el consejo a un puñado de viejos pusilánimes que debía pedir permiso al imperátor hasta para ir a orinar. Sólo entonces algunos sotchitsiya recordaron su hombría. Expulsaron a las mujeres del gobierno, proclamaron que volverían a ser nómadas del desierto y juraron combatir a los gorayni hasta el último hombre. Los gorayni tardaron tres días en derrotar a esos valientes pero inexpertos rebeldes en el campo de batalla, y otro año en cazarlos y exterminarlos en las montañas. Después de eso, se acabó la farsa de que los sotchitsiya tuvieran derechos. Prohibieron el dialecto sotchitsiya; los niños que lo hablaban tenían el privilegio de ver cómo les cortaban la lengua a los padres, un centímetro por cada infracción. Sólo un puñado de sotchitsiya recordaba su idioma, la mayoría viejos y muchos sin lengua.
Pero Moozh lo conocía. Moozh llevaba el idioma sotchitsiya en el corazón. Aunque era el más victorioso y temible general del imperátor, en su corazón sabía que su verdadero idioma era el sotchitsiya, no el gorayni. Y aunque sus muchos triunfos en combate habían permitido someter a las grandes naciones ribereñas de Uslavat y Ulye bajo el dominio del imperátor, aunque su astuta estrategia había impuesto la obediencia a los escabrosos reinos montañeses de Plosh y Khlam sin una sola batalla campal, el secreto de Moozh era que odiaba al imperátor y lo desafiaba en su corazón.
Moozh sabía que el imperátor era efectivamente Dios encarnado, pues era más sensible que los demás al poder de Dios. Lo había sentido por primera vez en su juventud, cuando buscó un sitio en el ejército gorayni. Dios no le hablaba cuando aprendió a ser un soldado fuerte, de brazos y muslos gruesos y musculosos, capaz de hundir un hacha en la espalda del enemigo y partirlo en dos. Pero cuando Moozh se imaginaba como oficial, como un general que conducía ejércitos, aparecía esa abrumadora y estúpida sensación que le inducía a olvidar dichos sueños. Moozh comprendía: Dios conocía su odio al imperátor, y quería impedir que alguien como Moozh tuviera más poder que la fuerza que le proporcionaran los brazos.
Pero Moozh no cedía. Cuando intuía que Dios estaba haciéndole olvidar una idea, se aferraba a ella. La anotaba y la memorizaba, escribía un poema con ella en idioma sotchitsiya, para no olvidarla nunca. Y así, poco a poco, construyó en su corazón sus propias reglas de la guerra, guiado a cada paso por Dios, pues cuando Dios trataba de impedirle pensar, entonces sabía que debía pensar, profunda y concienzudamente.
Esta secreta lucha con Dios elevó a Moozh sobre los soldados rasos y lo hizo capitán cuando su regimiento corría peligro de ser barrido por los piratas de Revis. Los demás oficiales habían muerto, pero cuando Moozh pensó en asumir el mando y conducir a sus pocos hombres en un contraataque contra el flanco de los indisciplinados y victoriosos reviti, sintió esa confusión mental que le indicaba que Dios no quería que él elaborase esa idea. Así que acalló la voz de Dios y condujo a sus hombres en una carga temeraria. Los piratas se aterrorizaron tanto que se desbandaron y huyeron. Los demás gorayni cobraron ánimo y siguieron a Moozh, alcanzaron a los piratas en la orilla, los mataron a todos y quemaron sus barcos. Llevaron a Moozh para celebrar el triunfo a la ciudad de Gollod, donde el imperátor le ungió el cabello con mantequilla de leche de camello y lo declaró héroe de los gorayni. Pero en su corazón, Moozh sabía que Dios había planeado que un leal hijo de los gorayni obtuviera esa victoria. Bien, peor para el imperátor. Si la encarnación de Dios no comprendía que acababa de ungir el cabello de su enemigo, tanto peor para él.