Выбрать главу

—Oh, ya sabes a qué me refiero —prosiguió Moozh—. No tengo nada contra las mujeres, pero no pueden escapar a su propia naturaleza, ¿verdad? Así son ellas. Cuando estalla la violencia, deben buscar protección en un varón o están perdidas, ¿no crees?

Smelost sonrió vagamente.

—Veo que no conoces a las mujeres de Basílica.

—Claro que sí. Conozco a todas las mujeres, y las que yo no conozco, Plod las conoce… ¿verdad, Plod?

—Oh, sí —sonrió Plod.

Smelost se enfurruñó un poco, pero no dijo nada.

—Las mujeres de Basílica están asustadas, ¿verdad? Asustadas, y actúan con precipitación. No les gusta que esos soldados patrullen las calles. Temen lo que sucederá si no aparece un nombre fuerte para controlarlos… pero también temen lo que sucederá si aparece un hombre fuerte. Quién sabe qué ocurrirá cuando se desate la violencia. Hay sangre en las calles de Basílica. La cabeza de un hombre ha bebido el polvo de la calle por las dos mitades del cuello, como decimos en Gollod. Hay miedo en los corazones femeninos de Basílica, sí, y tú lo sabes.

Smelost se encogió de hombros.

—Claro que tienen miedo. ¿Quién no lo tendría?

—Un hombre no lo tendría. Un hombre olería la oportunidad. Un hombre sabe que bastan unas palabras intrépidas para adueñarse del mando cuando los demás tienen miedo. Cualquiera que tome decisiones, cualquiera que actúe, puede adquirir autoridad, ser la esperanza de los desesperados, la fuerza de los débiles, el alma de los desanimados. Un hombre actuaría.

Actuaría —repitió Smelost.

—Actuaría con audacia —terció Plod.

—Sin embargo, tú vienes a nosotros con la carta de una mujer, suplicando protección. — Moozh sonrió y se encogió de hombros.

Smelost trató de defenderse.

—¿Acaso debía comparecer en juicio por haber hecho lo que me pareció correcto?

—Claro que no. ¿Qué? ¿Ser juzgado por mujeres? —Moozh miró a Plod y se echó a reír. Plod entendió la indirecta y lo imitó—. ¿Por actuar como un hombre, con audacia y valor? No, no deberías comparecer en juicio por eso.

—Por eso he venido aquí —asintió Smelost.

—Buscando protección. Para estar a salvo, mientras tu ciudad es presa del miedo. Smelost se puso de pie.

—No he venido para recibir insultos. Plod desenvainó la espada y la apoyó en la garganta de Smelost.

—Cuando el general del imperátor está sentado, todos los hombres se sientan o son tratados como asesinos. Smelost se sentó despacio.

—Perdona a mi queridísimo amigo Plod —dijo Moozh—. Sé que no tenías malas intenciones. ¡A fin de cuentas, has venido aquí en busca de amparo, no para iniciar una guerra! —Moozh se echó a reír, escrutando los ojos de Smelost, hasta que el soldado rió forzadamente.

Era evidente que a Smelost le repugnaba sentirse obligado a reírse de sí mismo por buscar protección en vez de actuar como un hombre.

—Pero quizá te haya entendido mal —prosiguió Moozh—. Quizá no hayas venido, como dice esta carta, sólo por ti. A lo mejor tienes un plan, una manera de ayudar a tu ciudad, alguna idea para aplacar los miedos de las mujeres de Basílica y protegerlas del caos que las amenaza.

—No tengo ningún plan —reconoció Smelost.

—Ah —suspiró Moozh con tristeza—. O quizás aún no confías tanto en nosotros como para contárnoslo. Comprendo. Nosotros somos unos desconocidos, y está en juego tu ciudad, una ciudad que amas más que la vida misma. Además, deberías pedirnos mucho más de lo que un soldado común pediría normalmente a un general gorayni. Así que no insistiré. Márchate. Plod te mostrará una tienda donde podrás beber y dormir, y cuando esta tormenta amaine podrás bañarte y comer, y quizá para entonces confíes lo suficiente en nosotros como para contarme qué deseas que hagamos para salvar a tu bella y amada ciudad de la anarquía.

Moozh hizo una sutil seña con la mano y se acodó en el brazo de la silla, fingiendo pesadumbre por la obstinación de Smelost. Plod vio la seña y se llevó a Smelost de la tienda.

En cuanto hubieron salido, Moozh se levantó de un brinco y se apoyó en la mesa para estudiar el mapa. Basílica, muy al sur, pero en un paraje alto en el linde del desierto, adonde se podía llegar cruzando las montañas. Dos días, llevando unos centenares de hombres a marchas forzadas. Dos días, y podría adueñarse de la mayor ciudad de la costa oeste, la ciudad cuyos caravaneros habían transformado su lengua en la jerga comercial de todas las ciudades y naciones, desde Potokgavan hasta Gorayni. No importaba que Basílica no tuviera un ejército numeroso. Lo principal era cómo lo imaginarían las Ciudades de la Planicie, y Potokgavan. Ellos no sabrían cuan pequeño y débil sería el ejército gorayni. Sólo sabrían que el gran general había avanzado por sorpresa y había conquistado una ciudad misteriosa y legendaria, y ahora, en vez de estar ciento cincuenta kilómetros al norte, más allá de Seggidugu, ahora los acechaba, observando sus movimientos desde las torres de Basílica.

Sería un golpe devastador. Consciente de que Vozmuzhalnoy Vozmozhno observaría la llegada de su flota con antelación suficiente para movilizar a sus hombres desde Basílica y aniquilar a las tropas de desembarco, Potokgavan no se atrevería a enviar una fuerza expedicionaria a las Ciudades de la Planicie.

En cuanto a las ciudades mismas, se rendirían una por una, y pronto Seggidugu se encontraría rodeada, sin esperanzas de recibir ayuda de Potokgavan. Aceptaría la paz a cualquier precio.

Quizá ni siquiera hubiera una batalla: una victoria total, sin bajas, todo porque Basílica estaba sumida en el caos y ese soldado había ido a revelar a Vozmuzhalnoy Vozmozhno su gloriosa oportunidad. Plod volvió a la tienda.

—La tormenta está amainando —anunció.

—Muy bien —dijo Moozh.

—¿A qué ha venido todo eso? —preguntó Plod.

—¿Qué?

—Esas tonterías que le dijiste a ese soldado basilicano.

Moozh no sabía de qué hablaba Plod. ¿Soldado basilicano? Nunca había visto a un soldado basilicano.

Pero Plod miró de soslayo una de las sillas, y Moozh recordó vagamente que un rato antes alguien se había sentado en esa silla. Alguien… ¿un soldado basilicano? Eso era importante. ¿Cómo podía haberlo olvidado?

No es un olvido, pensó Moozh, no es un olvido. Dios ha hablado. Dios ha tratado de ponerme en ridículo, pero me niego. No me dejaré someter.

—¿Cómo ves la situación? —preguntó. No debía permitir que Plod notara su confusión.

—Basílica está lejos —dijo Plod—. Podemos brindar refugio a este hombre, matarlo o enviarlo de regreso. Da lo mismo. ¿Qué importancia tiene Basílica?

Pobre tonto, pensó Moozh. Por eso eres sólo el amigo del general y no el general mismo, aunque te gustaría ocupar mi puesto. Moozh sabía qué importancia tenía Basílica. Era la ciudad de mujeres cuya influencia había castrado a sus antepasados, privándolos de su libertad y de su honor. También era la gran ciudadela que se erguía sobre las Ciudades de la Planicie.

Si Moozh conseguía tomarla, no tendría que librar una sola batalla. Sus enemigos se derrumbarían. ¿Era éste el plan que había urdido antes, el plan que Dios intentaba hacerle olvidar?

—Anota esto —dijo Moozh.

Plod abrió su ordenador y comenzó a teclear para registrar las palabras de Moozh.

—Quien domine Basílica dominará las Ciudades de la Planicie.