—¡Por Gaballufix! ¡Muerte al imperátor!
El nombre de Gaballufix no significaba nada para los soldados gorayni, aunque pronto se llenaría de connotaciones. Lo único que les importaba era la segunda parte del grito de Smelost: muerte al imperátor. Nadie podía decir semejante cosa en un campamento gorayni sin ser desollado vivo.
Pero antes que nadie se le acercara, el general salió trastabillando de la tienda, sangrando por el brazo y sosteniéndose la cabeza como si hubiera recibido una estocada. El general —el gran Vozmuzhalnoy Vozmozhno, a quien llamaban Moozh cuando creían que él no lo oía— empuñaba un hacha con el brazo izquierdo —¡el izquierdo, no el derecho!— y la hundió en el cuello del asesino, hendiéndolo hasta el corazón. No debería haberlo hecho. Todos sabían que debía haber permitido que prendiesen al hombre para castigarlo con la tortura. Pero entonces, para horror de todos, el general cayó de rodillas —el general, que tenía hielo en las venas en vez de sangre— y sollozó amargamente, clamando desde las honduras de su alma:
—¡Plodorodnuy, mi amigo, mi corazón, mi vida! ¡Ah, Plod! ¡Ah, Plod, Dios debió llevarme a mí en vez de a ti!
Esa pesadumbre era sobrecogedora, y los soldados que oyeron ese llanto, sin decir una palabra, decidieron no mencionar a nadie esa blasfema sugerencia de que Dios podía haber ordenado erróneamente el mundo. Cuando entraron en la tienda comprendieron por qué Moozh había perdido toda contención y había matado al asesino con sus propias manos. ¿Qué hombre podía contener su furia después de presenciar el cruel asesinato de su más querido amigo y del intercesor?
Pronto se difundió por el campamento la noticia de que Moozh llevaría consigo mil bravos soldados en una marcha forzada a través de las montañas, para ocupar la ciudad de Basílica y destruir el partido de Gaballufix, un grupo de hombres tan ruines e insolentes que habían tenido el descaro de urdir un atentado contra el general de los gorayni. Lamentablemente para ellos, Dios amaba tanto a los gorayni que no había permitido que Moozh fuera víctima de la traición. En cambio Dios había colmado el corazón de Moozh de justa ira, y Basílica pronto sabría lo que significaba tener a Dios y a los gorayni como amos.
3. PROTECCIÓN
EL SUEÑO DEL PRIMOGÉNITO
Los camellos descansaban bajo las frondas de palmera con que Wetchik y sus hijos habían tejido un techo entre cuatro grandes árboles, a orillas del arroyo. Elemak los envidiaba: allí la sombra era agradable, el agua era fresca y soplaba la brisa, de modo que el aire no se enrarecía como en el interior de las tiendas. Había concluido sus tareas de la mañana, y no había nada que hacer durante el calor del día. Que Padre, Nafai e Issib sudaran acurrucados en la tienda, junto al índice del Alma Suprema. ¿Qué sabía el Alma Suprema? Era sólo un ordenador —Nafai mismo lo decía, con su fanática beatería de adolescente— y Elemak no quería molestarse en conversar con una máquina. Tenía una vasta biblioteca de información. ¿Y qué? Elemak ya había terminado la escuela.
Descansaba a la tórrida sombra del peñasco sur, consciente de que a lo sumo contaba con una hora de reposo hasta que el sol se elevara y disipara las sombras, obligándolo a moverse. Eso no le molestaba. En sus caravanas se valía de ese recurso para despertarse y no dormir más de la cuenta durante el día, cuando descansaban en los oasis. Pero la inutilidad de todo aquello le revolvía el estómago. No estaban viajando, sólo esperaban en el desierto. ¿Y qué aguardaban? Nada. El Alma Suprema decía que Basílica sería destruida, que el mundo de Armonía se derrumbaría en medio de la guerra y el terror. Ridículo. El mundo había girado cuarenta millones de años sin ser devastado por la guerra. Ahora, por primera vez, dos grandes imperios estaban al borde de la colisión, y el Alma Suprema lo trataba como si fuera un acontecimiento cósmico.
Habría entendido que nos marcháramos de Basílica, se dijo, si nos hubiéramos llevado nuestra fortuna y hubiéramos ido a otra ciudad para comenzar de nuevo. En la venta de plantas lo vital es el conocimiento que tenemos Padre y yo, no los edificios ni los empleados. Podríamos haber sido ricos. En cambio estamos aquí en el desierto, mi hermanastro Gaballufix nos arrebató nuestra fortuna, y ahora que Nafai lo ha asesinado ya no podemos regresar a Basílica. O bien seríamos tan pobres que tampoco valdría la pena.
Pero incluso la pobreza en Basílica era mejor que esa inútil espera en el desierto, en un mísero valle donde a duras penas sobrevivían los mandriles que parloteaban y ladraban corriente abajo, bestias que no sabían si eran hombres o perros. Y ahora somos como ellos, sólo que no tuvimos la sensatez de traer hembras, de forma que ni siquiera podemos formar una tribu.
A pesar de los chillidos de los mandriles y el bufido de los camellos, Elemak pronto se durmió. Despertó poco después; sentía el ardiente calor del sol en la ropa, y pensó que el sol lo había despertado. Pero no, era otra cosa; una sombra se movía cerca de él. Con los ojos cerrados tanteó el suelo en busca de su cuchillo. Se levantó súbitamente, cuchillo en mano, entornando los ojos para ver dónde estaba su enemigo.
—¡Soy yo! —gritó Zdorab.
Elemak guardó el cuchillo de mal modo.
—No te acerques en silencio a un hombre que duerme en el desierto, si no quieres hacerte matar. Creí que eras un ladrón. ;
—Pero no me acerqué en silencio —alegó Zdorab—. Más aún, tú hacías bastante ruido. Supongo que estabas soñando.
Eso molestaba a Elemak, no dormir en silencio. Pero ahora que Zdorab lo mencionaba, recordó que había soñado, y recordó el sueño con sorprendente claridad. Nunca había tenido un sueño tan claro. Además siempre olvidaba los sueños, y eso le hizo pensar.
—¿Qué decía? —preguntó.
—No sé, farfullabas algo —respondió Zdorab—. Sólo he venido porque tu padre quería verte. De lo contrario no te habría molestado.
Era verdad. Zdorab era el criado perfecto, siempre invisible pero dispuesto a ayudar, aunque casi siempre fuera inepto en el desierto, donde las habilidades de un tesorero no servían para nada.
—Gracias —dijo Elemak—. Iré enseguida.
Zdorab aguardó un instante, con ese titubeo que los buenos criados adquirían tarde o temprano, ese instante en que el amo podía pensar en algo más para decirles. Luego echó a andar hacia la tienda de Wetchik, contoneándose torpemente en la cuesta de esquisto y en el suelo seco y pedregoso.
Elemak se levantó la túnica y orinó al descampado, donde el sol evaporaría la orina pronto, antes que atrajera demasiadas moscas. Luego enfiló hacia el arroyo, bebió un sorbo con la mano, se mojó la cara y la cabeza, y sólo entonces se dirigió hacia donde lo esperaban Padre y los demás.
—Bien —dijo al entrar—. ¿Habéis aprendido todo lo que el Alma Suprema debe enseñaros?
Nafai lo miró con su típico mal ceño. Alguna vez Elemak tendría que darle la paliza de su vida para borrarle esa expresión. Una vez había intentado darle esa paliza, y había aprendido que tendría que hacerlo lejos de la silla de Issib, para que el Alma Suprema no se entrometiera. Pero ahora no ganaba nada con enfadarse, así que fingió no darse cuenta.
—Debemos cazar para aprovisionarnos de carne —dijo Padre.
Elemak entornó los ojos, pensando en lo que eso significaba. Habían llevado vituallas para ocho o nueve meses, para un año, si no las despilfarraban. Pero Padre hablaba de la necesidad de cazar. Eso significaba que no esperaba llegar a ningún sitio civilizado antes de un año.
—¿Por qué no vamos a comprar en el Mercado Externo? —sugirió Meb.
Elemak le daba la razón, pero calló mientras Padre peroraba sobre la imposibilidad de regresar a Basílica en el futuro próximo. Esperó a que la pequeña escena terminara. Pobre Meb. ¿Nunca aprendería que cuando hablar era inútil convenía guardar silencio?