Rasa se dirigió al porche.
—¿Adonde vas, mamá? —gimió Kokor—. ¡No nos abandones!
—Debo prevenir a las mujeres de la ciudad. Esta noche un monstruo anda suelto por las calles. La guardia no podrá controlarlo. Deben tomar todas las precauciones necesarias, y luego ocultarse de los fuegos que esta noche arderán en la oscuridad.
Las tropas de Moozh estaban exhaustas, pero recobraron el ímpetu al atardecer, cuando atravesaron un paso y vieron humo en lontananza. Sabían muy bien que una ciudad en llamas era una ciudad inerme. Además, eran conscientes de que habían realizado una hazaña al recorrer semejante distancia a pie. Y aunque eran sólo un millar, sabían que si lograban la victoria inmortalizarían sus nombres, si no individualmente, al menos como parte de los Mil de Moozh. Ya imaginaban a sus nietos preguntándoles si era cierto que habían marchado de Khlam a Basílica en dos días, que habían tomado la ciudad esa noche sin descansar, y todo sin perder un solo hombre.
Desde luego, esa última parte de la historia aún estaba por verse. Nadie sabía con certeza qué sucedía en Basílica. ¿Y si los soldados de Gaballufix ya habían consolidado su posición dentro de la ciudad, y estaban listos para defenderla? Los gorayni sabían que sólo tenían alimentos para otra comida; si no tomaban la ciudad esa noche, amparados en la oscuridad, deberían interrumpir su ayuno por la mañana y tomar la ciudad de día, o huir ignominiosamente hacia las Ciudades de la Planicie, donde sus enemigos descubrirían las pocas fuerzas con que contaban y los vencerían antes que pudieran regresar al norte. De modo que sí, la victoria era posible, pero también era imprescindible, y debía ser inmediata.
Entonces, ¿por qué se sentían tan confiados, cuando la desesperación habría sido más comprensible? Porque eran los Mil de Moozh, y Moozh jamás perdía. No había un general más hábil en la historia de los gorayni. Moozh cuidaba a sus hombres; no obtenía el triunfo sacrificando a sus soldados en combates sangrientos, sino mediante maniobras y ataques por sorpresa, aislando a sus oponentes, cortándoles los suministros, dividiendo las fuerzas rivales y desorientando a los generales enemigos, que comenzaban a correr riesgos absurdos con tal de terminar la batalla y detener ese ballet incesante y aterrador. Sus soldados llamaban a esas rápidas marchas «Danzas con Moozh»; sabían que Moozh les gastaba los pies para salvarles el pellejo. Oh, sí, lo veneraban. Les daba la victoria sin necesidad de que muchos de ellos regresaran a casa como un puñado de cenizas envueltas en un saco.
En las filas se murmuraba que el venerado Moozh era la verdadera encarnación de Dios, y aunque nadie lo decía en voz alta —por temor a los intercesores—, en esta marcha, sin intercesor de por medio, los murmullos menudeaban. Ese sujeto de trasero voluminoso que se hallaba en Gollod no podía ser la encarnación de Dios en un mundo donde existía un hombre de verdad como Vozmuzhalnoy Vozmozhno.
A un kilómetro de Basílica, oyeron ruidos procedentes de la ciudad, en general gritos llevados por el viento, que ahora arrastraba humo hacia ellos. La orden circuló entre las filas: cortad ramas, más de una docena por hombre, para encender fogatas humeantes, de forma que el enemigo piense que somos cien mil. Talaron los árboles de la vera del camino y siguieron a Moozh por un sendero sinuoso que bajaba de las montañas al desierto. El claro de luna era un guía traicionero para esos hombres cargados de ramas; muchos se cayeron, pero pocos quedaron heridos, y en la oscuridad se desplegaron por el desierto, dejando vastos espacios vacíos entre los grupos de hombres. Apilaron las ramas, y a un trompetazo —¿quién iba a oírlo en la ciudad?— encendieron todas las fogatas. Luego dejaron en cada hoguera un hombre que iría añadiendo ramas para alimentar las llamas, y los demás efectivos formaron cuatro columnas detrás de Moozh y marcharon por un camino ancho y llano, como si fueran la gallarda vanguardia de un numeroso ejército, hacia una brecha en las altas murallas.
Aun antes de llegar a las murallas se encontraron en medio de una verdadera ciudad. Había hombres que corrían y gritaban, muchos de ellos borrachos. Cuando vieron al ejército de Moozh marchando por las calles, se callaron y se escondieron en las sombras. Si a los gorayni les quedaba alguna duda, la perdieron por completo, pues era evidente que los hombres de Basílica no tenían ánimos para luchar. La única valentía que les quedaba era la jactancia de la borrachera.
Cerca de la puerta oyeron ruidos metálicos que sugerían una batalla campal, y al subir una cuesta vieron un combate entre hombres vestidos con el mismo uniforme que el asesino que Moozh había liquidado y otros hombres que eran espantosamente idénticos. ¡No sólo sus ropas eran iguales, sino también sus rostros!
Un rumor circuló entre las columnas: los hombres con uniforme de la guardia basilicana tal vez sean nuestros aliados; nuestros enemigos son los enmascarados, pero no matéis a nadie hasta que Moozh dé la orden.
Llegaron a la zona llana y despejada que se extendía ante la puerta, y enseguida se dividieron: dos filas a la izquierda, dos a la derecha, formando un semicírculo frente a la puerta. En el medio del semicírculo estaba Moozh.
—¡Gorayni, desenvainad las armas! —ordenó con voz estentórea, con la expresa intención de hacerse oír por los combatientes y no sólo por su propio ejército, que normalmente habría recibido la orden como un susurro de fila en fila.
La lucha cesó ante la puerta. Los hombres con uniforme de la guardia basilicana —que ya eran presa del desaliento— vieron a las tropas gorayni y desesperaron. Retrocedieron hacia la muralla, sin saber contra qué enemigo combatir, pero con la certeza de que no les quedaba mucho tiempo de vida.
Los soldados de rostro idéntico también titubearon.
—Somos gorayni. Hemos venido a ayudar a Basílica, no a conquistarla —exclamó Moozh— . ¡Mirad el desierto y ved el ejército que podemos lanzar contra las puertas de vuestra ciudad!
Moozh había escogido bien la puerta, pues desde allí todos los basilicanos, tanto los guardias como los mercenarios Palwashantu, podían ver el centenar de fogatas que se extendía por el desierto.
—¡Sin embargo, sólo he traído cinco mil hombres ante esta puerta! —Claro que mentía en cuanto a la cantidad de efectivos; sus hombres sonrieron, pues sabían que esta vez sólo exageraba por cuatro mil y no por cuarenta mil, que era la mentira más habitual—. Estamos aquí para preguntar si la ciudad de las mujeres, la ciudad de la paz, desea utilizar nuestros servicios para aplacar un disturbio interno. Entraremos, serviremos a la ciudad como deseéis y nos marcharemos tras haber cumplido nuestra labor. ¡Esto digo en nombre del general Vozmuzhalnoy Vozmozhno! —No había motivos para anunciarles que el general más temible de la costa occidental del Mar Interior estaba ante sus puertas con su espada envainada y sólo novecientos hombres a su mando. Era mejor hacerles creer que el general estaba con las decenas de miles de soldados que rodeaban las grandes hogueras en el desierto.
—Señor —exclamó un guardia—, ya ves la situación. Somos los guardias de la ciudad, ¿pero cómo averiguar la voluntad de nuestro consejo, cuando estamos luchando por sobrevivir ante estos rabiosos criminales?
—¡Nosotros somos ahora los amos de Basílica! —exclamó un mercenario Palwashantu—. ¡Ya no aceptaremos más órdenes de mujeres! ¡Ya no estaremos obligados a permanecer fuera de una ciudad que nos pertenece por derecho! ¡Ahora gobernamos esta ciudad, en nombre de Gaballufix!
—¡Gaballufix ha muerto! —exclamó el oficial de la guardia—. ¡Ningún hombre os gobierna!
—¡En nombre de Gaballufix, esta ciudad es nuestra! Los mercenarios blandieron sus armas y vitorearon.
—¡Hombres de Gaballufix! —gritó Moozh—. ¡Hemos oído el nombre de vuestro jefe caído! Los mercenarios vitorearon de nuevo.