—¿Su propio cuchillo, crees? —preguntó Moozh.
—Eso parece —dijo Bitanke.
—No está muy firme —dijo Moozh, tironeando del cadáver—. Si hay viento esta noche, la mayoría de estos cuerpos se caerán. Habrá que sacarlos cuanto antes, o tendremos un problema con los perros.
—Sí, señor —dijo Bitanke.
—¿Nunca habías visto un muerto? Pareces descompuesto.
—Oh, he visto muertos, señor. Nunca había visto… este modo de tratarlos… Preferiría que tus hombres no…
—Tonterías. Estos cuerpos colgados son como refuerzos. Si a mis soldados se les escapan algunos alborotadores, ya que algunos estarán en el excusado, al salir verán cómo andan las cosas, verán los cuerpos, y se les quitarán las ganas de pelear.
Bitanke rió entre dientes.
—Supongo que sí.
—¿Entiendes? Estos muchachos pagarán sus travesuras vigilando las calles por nosotros. Corrígeme si me equivoco, capitán Bitanke, pero nadie llorará mucho por ellos, ¿verdad?
Poco después Moozh se reunió con el consejo de Basílica. Entretanto, los cien soldados que cuidaban las fogatas ocuparon posiciones ante las puertas de la ciudad, sumándose a los guardias en los pocos casos en que los hallaban en esos puestos. No había motivos para que pelearan entre ellos, así que no se produjo ningún enfrentamiento.
La reunión entre el general y las consejeras transcurrió sin tropiezos, y se acordó que Moozh tendría pleno acceso a todos los barrios de la ciudad, incluso a los que normalmente estaban restringidos a las mujeres, pues allí ardían los incendios más peligrosos y los revoltosos estaban más desatados. Al cabo de dos días y medio, Moozh retiraría sus hombres a los cuarteles de las afueras, donde recibirían generosas provisiones y una recompensa tomada de las arcas de la ciudad. Fue un diálogo cordial, lleno de alabanzas y sincera gratitud.
Muchos basilicanos tardaron en comprenderlo, pero cuando Moozh abandonó esa reunión ya era el amo de la ciudad.
Nafai habló poco con Elya y Meb mientras regresaban a Basílica. Su silencio no los predispuso a su favor, pero al menos no tenía que discutir con ellos ni hacer piruetas verbales para evitar problemas. Podía sumirse en sus propios pensamientos.
Podía hablar con el Alma Suprema.
Como si importara lo que le dijera al viejo ordenador. Por unos días había imaginado que él y el Alma Suprema estaban trabajando juntos. El Alma Suprema le había mostrado su memoria de la Tierra, le había explicado su propósito en el mundo: impedir que el planeta Armonía repitiera la desdichada y autodestructiva historia de la Tierra. Nafai había convenido en servir a ese propósito. Se había tropezado en la calle con un hombre borracho e indefenso —su enemigo— y lo había matado, pero sólo porque así lo ordenaba el Alma Suprema. Gaballufix era un asesino que merecía morir, pero Nafai no lo había ejecutado por eso, sino porque creyó que el Alma Suprema tenía razón al afirmar que la muerte de aquel hombre preservaría su mundo.
Pero una vez cometido el crimen, una vez derramada la sangre, ¿dónde estaba el Alma Suprema? Nafai había imaginado que habría una relación especial entre el Alma Suprema y él. ¿Acaso el índice no había hablado con él, su padre e Issib? Padre e Issib habían comprendido sólo en parte el mensaje del Alma Suprema: comprendían que el Alma Suprema se proponía conducirlos en un largo viaje hacia un lugar maravilloso donde Issib podría usar de nuevo los flotadores y prescindir de la silla. Pero sólo Nafai había comprendido que ese lugar no estaba en el planeta Armonía, que el Alma Suprema se proponía conducirlos a la Tierra. Al cabo de cuarenta millones de años, un retorno al hogar.
Pero desde entonces el índice sólo había servido como guía para un vasto banco de memoria. Padre e Issib estudiaban con Nafai, pero Nafai aún esperaba una revelación, un mensaje especial, una palabra de aliento. Algo que confirmara la promesa que el Alma Suprema había hecho al hablar desde la silla de Issib, cuando declaró que había escogido a Nafai y sus hermanos deberían obedecerle.
¿Soy el escogido, Alma Suprema? Entonces, ¿por qué no veo los frutos de tu elección? Por ti me he convertido en un asesino, y sin embargo fue Elemak quien recibió la visión de nuestras esposas. ¿Y qué vio? ¡Que habías escogido a Eiadh para él! ¿Qué he ganado con tus favores, pues? Ahora hablas con Elemak, quien conspiró con Gaballufix, quien trató de matarme. Ahora le entregas la mujer que yo he deseado durante tanto tiempo. ¿Por qué él recibió el sueño, y no yo? He sido humillado frente a todos ellos. Tendré que morder el polvo, tendré que someterme a las órdenes de Elya y servirle, tendré que presenciar cómo Elya toma a esa dulce y delicada muchacha que durante tanto tiempo ha habitado mis sueños. ¿Por qué me odias, Alma Suprema? ¿Qué he hecho, sino servirte y obedecerte?
Los camellos treparon perezosamente una cuesta y Elemak los condujo por el borde de un precipicio. Nafai contempló ese paisaje de agrestes rocas y peñascos donde apenas asomaban unos retazos de vegetación grisácea.
El Alma Suprema me prometió vida, me prometió grandeza, gloria y alegría, y aquí estoy, en este desierto, siguiendo a mis hermanos, quienes se confabularon con el enemigo de Padre y, a sabiendas o no, conspiraron para matarle. Yo ayudé al Alma Suprema a salvar la vida de Padre, y aquí estoy.
Sí, aquí estás.
Tardó un momento en comprender que era la voz del Alma Suprema, pues le hablaba en la mente como si fuera su propio pensamiento. Pero sabía por experiencia que este pensamiento venía del exterior, pues parecía responderle.
Nafai respondió a su vez, sin mayor respeto. Oh, conque aquí estás, dijo en silencio, con sorna. ¿Te has acordado de mí? Espero que no haya sido una molestia.
Me tomo muchas molestias por ti.
Por ejemplo, has escogido a Eiadh para mi hermano y no para mí.
Eiadh no es para ti.
Gracias por tu ayuda, dijo Nafai en silencio. Gracias por darme tan pésimas cartas en esta partida con mis hermanos.
No me he portado tan mal contigo, Nafai.
No te sobrevalores. He matado a un hombre por ti.
Y en cada momento de este viaje, te estoy salvando la vida.
El pensamiento sobresaltó a Nafai. Se irguió sin darse cuenta, miró alrededor.
En cada momento de este viaje, los distraigo de su decisión de matarte.
El miedo y el odio clavaron sus garras en la garganta y el vientre de Nafai, como dos alimañas que le royeran las vísceras.
Es bueno que guardes silencio, dijo el Alma Suprema. Es bueno que no los hayas provocado, que ni siquiera les hayas recordado que los acompañas en este viaje. Mi influencia, aunque fuerte, no es todopoderosa. Si se encolerizaran contra ti, ¿cómo los detendría? No tengo la silla de Issib para actuar por su intermedio.
Nafai sintió gran temor, y el deseo de regresar a la tienda de Padre. Al mismo tiempo, sintió rencor contra sus hermanos. ¿Por qué me odian aún? ¿Qué mal les he hecho yo?
Niño estúpido. Hace un instante ansiabas que recompensara tu lealtad otorgándote poder sobre tus hermanos. ¿Crees que ellos no captan tu ambición? Cada vez que te hablo, te odian más. Cada vez que tu padre festeja tu inteligencia y tu bondad, te odian más. Y cuando ven que codicias los privilegios del hijo mayor…
No es así, gritó Nafai en silencio. No quiero desplazar a Elemak. Deseo que me quiera, deseo que sea un verdadero hermano mayor, no un monstruo que anhela mi muerte.
Sí, deseas que te quiera, deseas que te respete… y deseas ocupar su lugar. ¿Te crees inmune a tus instintos de primate? Has nacido para ser un macho alfa en una tribu de bestias inteligentes, como él. Pero él está dominado por esta ambición, mientras que tú, Nafai, debes ser más civilizado, suprimir al animal que hay en ti, y ayudarme a lograr un propósito mucho más elevado que determinar quién será el macho dominante en un grupo de mandriles erectos.