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Rashgallivak era uno de esos débiles, un «eunuco», como hubiera dicho Gaballufix. No tenía la fuerza necesaria para dominar a los animales que Gaballufix había ceñido con su arnés. Y cuando Hushidh cortó ese arnés, la ciudad estalló en llamas. ¡Sucedió en mi propia casa! ¿Por qué, una vez más, soy el foco de todas las desgracias?

El último insulto era la llegada del general Moozh, pues Rasa sabía ahora que era él, que no podía ser otro. Había tenido la audacia de marchar sobre la ciudad con sólo mil hombres, al llegar en un momento en que no se podía oponer resistencia a ningún enemigo y cualquiera que fingiera amistad sería invitado. Rasa no se dejó engañar por sus promesas. No se dejó engañar cuando los soldados se retiraron de las calles. Aún dominaban las murallas y las puertas.

Y también Moozh estaba ligado a ella, al igual que Wetchik, Gaballufix, Nafai y Rashgallivak. Pues había venido con su carta, y había usado su nombre para entrar en la ciudad.

Las cosas no podían estar peor. Y esa mañana, Nafai y Elemak habían llegado a su casa desde el bosque, tras atravesar terrenos que estaban prohibidos a los hombres. ¿Y para qué? Para informarle de que el Alma Suprema le exigía que abandonara la ciudad para reunirse con su esposo en el desierto, y que se llevara a las mujeres que considerase apropiadas.

—¿Apropiadas para qué? —preguntó Rasa.

—Apropiadas para el matrimonio —declaró Elemak—, y, para engendrar hijos en una tierra nueva y lejana.

—¿Debo abandonar la ciudad de Basílica, llevando conmigo a unas pobres mujeres inocentes, para ir a vivir como una tribu de mandriles en el desierto?

—No como mandriles —señaló Nafai—. Aún nos vestimos, y no ladramos.

Ni hablar —dijo Rasa.

Tendrás que considerarlo, Madre —insistió Nafai.

—¿Es una amenaza? —preguntó Rasa, harta de que los hombres le hablaran de ese modo.

—En absoluto. Sólo una predicción. Antes que haya transcurrido media hora tendrás que considerarlo, pues sabes que es la voluntad del Alma Suprema.

Y tenía razón. Ni siquiera pasaron diez minutos. No podía quitarse la idea de la cabeza.

¿Cómo lo sabía Nafai? Porque comprendía el funcionamiento del Alma Suprema. Lo que ignoraba era que el Alma Suprema ya estaba influyendo sobre ella. Al marcharse al desierto, Wetchik le había pedido que lo acompañara. Entonces no se habló de otras mujeres, pero cuando Rasa le rezó al Alma Suprema, recibió una respuesta tan clara como si una voz le hablase en el corazón. Trae a tus hijas, dijo el Alma Suprema. Trae a tus sobrinas, a todas las que deseen ir. Al desierto, para ser madres de mi pueblo.

¡Al desierto! ¡Para convertirse en animales! Toda su vida Rasa había intentado seguir las enseñanzas del Alma Suprema. Pero ahora le pedía demasiado. ¿Quién era Rasa fuera de Basílica, fuera de su propia casa? Nadie. Sólo la esposa de Wetchik. Allí dominarían los hombres, hombres brutales como Elemak, hijo de Wetchik. Elemak era un joven temible; Rasa no podía creer que Wetchik no comprendiera hasta qué punto era peligroso. Ella dependería de Elemak el cazador para alimentarse. ¿Y qué influencia ejercería Rasa allí? ¿Qué consejo la escucharía? Los hombres celebrarían los consejos, y las mujeres se dedicarían a cocinar, lavar y cuidar de los críos. Sería como en los tiempos primitivos, tiempos bestiales. No podía abandonar la ciudad de las mujeres, pues dejaría de ser una dama para convertirse en un animal.

Sólo existo en este lugar. Sólo soy humana en este lugar.

Sin embargo, cuando entró en la cámara del consejo, supo que «este lugar» había dejado de ser la ciudad de las mujeres. Al contemplar los rostros asustados, solemnes y airados del consejo, comprendió que la Basílica que había conocido había desaparecido para siempre. Tal vez la reemplazara una nueva Basílica, pero una mujer como Rasa ya no podría criar hijas y sobrinas en paz y seguridad. Siempre habría hombres ansiosos de poseer, dominar, manipular. A lo sumo podría aspirar a un hombre como Wetchik, cuya bondad aplacaba su ansia de poder. ¿Pero dónde encontrar otro Wetchik en este mundo? Y ni siquiera su benevolencia serviría de gran cosa. Todo quedaría destruido. Todo sería mancillado y envenenado.

¡Alma Suprema! ¡Has traicionado a tus hijas!

Pero no pronunció su blasfemia en voz alta. En cambio, ocupó su lugar ante una de las mesas del centro de la cámara, donde se sentaban las consejeras sin voto y las secretarias durante las reuniones. Sentía la mirada de las demás. Muchas la culpaban por todo lo sucedido, y le costaba no mostrarse de acuerdo con ellas. Sus esposos, su hijo, sus hijas; su casa, donde Rashgallivak había perdido el control de sus soldados; y el general gorayni había entrado en la ciudad con una carta suya en la mano.

La reunión comenzó y, por primera vez desde que Rasa tenía memoria, los rituales de la inauguración fueron precipitados, y algunos se omitieron. Nadie protestó. El consejo había impuesto a los gorayni un plazo para marcharse de la ciudad, y ahora ese plazo resultaba siniestro, pues era evidente que los gorayni no pensaban respetarlo.

Pronto arreciaron las discusiones. Nadie negaba que los gorayni eran los amos de la ciudad. No sabían si oponerse al general —algunos lo llamaban Moozh, pero sólo como burla, pues él se negaba a responder al nombre Vozmuzhalnoy Vozmozhno, aunque no les había dado otro nombre— o si dar una apariencia legal a su ocupación. No querían ceder, pero también abrigaban la esperanza de que les permitiera gobernar la ciudad a cambio de usar Basílica como base militar para sus operaciones contra las Ciudades de la Planicie y, sin duda, Potokgavan.

Pero al legalizar su ocupación, como él pedía, le daban poder para destruirlos a la larga.

¿Pero qué otra posibilidad había? Él no había hecho amenazas. Al contrario, les había enviado una carta muy respetuosa: «Dado que mis tropas aún no han logrado afianzar la seguridad en Basílica, nos resistimos a abandonar a nuestros queridos amigos, exponiéndolos al caos que hallamos al llegar. Si nos invitáis a quedarnos hasta que el orden se haya restaurado por completo, estamos dispuestos a ser vuestros obedientes servidores mientras sea necesario». La letra de esa carta retrataba a unos gorayni dóciles como corderos.

Pero a estas alturas sabían que los gorayni no eran lo que aparentaban. Se inclinaban ante cada orden o solicitud del consejo de la ciudad, prometiendo obedecer, pero sólo cumplían las órdenes que les convenían. Ni siquiera la guardia de la ciudad era de fiar, pues sus oficiales adoraban al general gorayni, y ahora seguían su ejemplo de jurar obediencia y luego actuar a su antojo. ¡Ese general era muy listo! No provocaba a nadie, no discutía con nadie, aceptaba todas las instrucciones, pero siempre hacía lo que le daba la gana. Sin dar pretextos para que lo atacaran. En la cámara del consejo prevalecía la sensación de que el poder se les estaba escapando de las manos, de que la ciudad se sometía a la voluntad de aquel hombre, y sin que él hablara ni actuara abiertamente.

Rasa se preguntó cómo lo conseguía. ¿Cómo lograba dominar a la gente sin prepotencia? ¿Cómo conseguía que la gente lo temiera o lo amara, no a pesar de su firmeza, sino precisamente debido a ella?

Tal vez sabe muy bien lo que desea, pensó Rasa. Tal vez cree tan fervientemente en su visión del mundo que le parece imposible que los demás no compartan su punto de vista. Tal vez necesitamos tanto a alguien que nos revele una verdad, una certeza, que somos capaces de aceptar una visión que nos debilita a medida que lo robustece a él, con tal de contar con un mundo seguro.