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—Faltan pocos minutos para el plazo —dijo la anciana Kobe—. Y en todas las deliberaciones de esta mañana no hemos oído ni una palabra de la dama Rasa.

Se oyó un murmullo de aprobación, y de inmediato un gruñido de furia.

—¡No debemos oírle, salvo en un juicio! —exclamó una mujer—. ¡Ella ha provocado todo esto!

Rasa se volvió serenamente hacia la mujer. Era Frotera, directora de otra casa de enseñanza, que hacía tiempo envidiaba a Rasa.

—Mi dama Frotera —dijo Rasa—, me temo que tienes razón.

Eso las silenció.

—¿Creéis que yo no he visto lo que todas veis? ¿Cuál de las calamidades que nos acosan no está asociada conmigo? Mi hijo es acusado de homicidio, mis hijas se traicionan entre sí, Rashgallivak intentó secuestrarlas en mi propia casa, mi amada ciudad es presa de incendios y disturbios, y el ejército que custodia las puertas de Basílica utilizó una carta de mi puño y letra para entrar. Yo la escribí, aunque no sospechaba que se usaría de ese modo. Hermanas, todo esto es verdad, ¿pero significa que soy culpable? ¿O significa que me ha afectado más que a nadie, excepto aquellas cuyos seres queridos perecieron en los disturbios?

Eso les hizo reflexionar. Sí, aún tenía el poder para contar una historia y hacerles ver, al menos por un instante, con los ojos de Rasa.

—Hermanas, si yo creyera que soy la causa de todo el mal que aqueja a Basílica, me marcharía de inmediato. Amo demasiado a Basílica para ser la causa de su perdición. Pero yo no soy la culpable. La primera causa fue la codicia de Gaballufix, quien me desposó en un intento de arremeter contra nuestras antiguas leyes. ¿Fue mi esposo quien trajo soldados mercenarios a la ciudad? No. Fue un hombre a quien yo había rechazado corno esposo. ¡Yo repudié a Gaballufix, mientras muchas consejeras seguían votando para tolerar sus abusos! ¡No lo olvidéis!

Oh, no lo olvidaban, y se encogieron en sus asientos.

—Ahora los gorayni vienen con mi carta. Pero yo escribí esa carta para ayudar a un joven guardia basilicano a obtener refugio entre los gorayni. Sabía que los mercenarios de Rashgallivak lo amenazaban, y él había sido bondadoso con mi hijo, así que le brindé la poca protección que tenía en mis manos. Ahora veo que fue un tremendo error. Mi carta los alertó sobre nuestra debilidad, y vinieron para explotarla. Pero nuestra debilidad no es obra mía, y si los gorayni no hubieran venido, ¿estaríamos hoy en mejor situación? ¿Estaríamos siquiera celebrando esta reunión, o todas seríamos víctimas de las vejaciones y saqueos de los mercenarios Palwashantu? ¿Nuestra ciudad no estaría reducida a cenizas? Decidme pues, hermanas, qué es mejor: ¿estar en mala situación, pero con cierta esperanza, o estar destruidas, impotentes, totalmente desesperanzadas ?

De nuevo un murmullo, pero estaba surtiendo efecto. Rara vez había hablado tanto y con tanta elocuencia. Había aprendido que para conservar el poder era mejor no comprometerse abiertamente con nada y trabajar entre bastidores. Aun así, sabía imponer su voluntad. Ese poder se iría desgastando cada vez que lo ejerciera, pero en esta ocasión debía usarlo o perderlo todo.

—Si nos oponemos al general, ¿qué sucederá? Aunque cumpla su palabra y se marche, ¿la guardia de la ciudad se mostrará tan sumisa como antes? Por otra parte, no creo que él cumpla su palabra. ¿Alguna vez habéis oído que el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno entregara una aldea, una parcela, un guijarro que hubiera conquistado? —Un murmullo creciente—. Sí, es el general Moozh… sería una tontería pensar lo contrario. ¿Qué otro general gorayni tendría tanta osadía? Vino aquí con sólo mil hombres, pero por algunas horas cruciales creímos que tenía cien veces ese número. Ha sido dócil y amable, sin embargo ha apostado sus efectivos donde él quería, ha seducido a nuestra guardia y ha cogido las provisiones que necesitaba. Siempre nos presenta disculpas y explicaciones. Siempre nos hace creer en sus buenos propósitos. Pero miente cada vez que respira, jamás nos dice la verdad. Se propone sumar Basílica al imperio gorayni. Nunca nos dejará libres.

Las mujeres murmuraban, sollozaban.

—¡Entonces, presentemos resistencia! —exclamó una consejera.

—¿Y de qué serviría? —preguntó Rasa—. ¿Cuántas moriríamos? ¿Y con qué fin? Un quinto de nuestra ciudad ya ha quedado reducida a cenizas. Nos hemos acurrucado aterrorizadas mientras hombres borrachos asolaban nuestra ciudad. ¿Qué ocurriría si los saqueadores estuvieran sobrios? ¿Si fueran los mismos verdugos disciplinados que clavaron a los revoltosos en las paredes con sus propios cuchillos? ¡Entonces no habría refugio para nosotras!

—¿Pues qué sugieres, Rasa?

—Darle lo que ha pedido: autorización para quedarse. Sólo tomad medidas para que sus soldados se acuartelen extramuros. Hacedles prestar los mismos juramentos que nuestros hombres cuando nos desposan: no entrar en las zonas prohibidas de la ciudad, abstenerse de tener propiedades y partir cuando haya expirado su contrato.

Hubo un murmullo de aprobación.

—¿El lo aceptará, Rasa?

—Lo ignoro, pero de momento ha procurado aparentar que respeta nuestros deseos. Demos la mayor publicidad posible a nuestro ofrecimiento, y luego esperemos que le resulte más ventajoso aceptarlo que rechazarlo.

Las propuestas de Rasa tuvieron más éxito del que deseaba. Sí, aprobaron el plan casi por unanimidad. Pero también la designaron embajadora para presentar esta «invitación» al general Moozh. No se desvivía por celebrar esa entrevista, pero no tenía tiempo ni siquiera para preguntarse qué decir ni cómo actuar. La invitación se debía entregar personalmente y de inmediato; fue redactada, firmada y sellada en el acto, y Rasa se marchó del consejo con el documento en la mano, minutos antes de que expirase el plazo que el consejo mismo había fijado.

No era la mejor mañana de Mebbekew. Había trajinado por las cuestas prohibidas de Basílica guiado por Nafai, tal como había seguido a Elemak desde el desierto hasta los bosques del norte. Pero cuando llegaron ante la casa de Rasa, Mebbekew se escabulló. No se dejaría arrastrar por los planes de sus hermanos. Si estaban allí para encontrar esposa, Mebbekew se buscaría la suya, y listo. Desde luego, no pensaba ir a la zaga de su hermano mayor, conformándose siempre con la segunda opción, ni se tragaría la humillación de ir a casa de la madre de su hermano menor para implorarle que le entregara una de sus preciosas sobrinas. Elemak estaba obsesionado con esa muñeca de porcelana, Eiadh… bien, eso era cosa suya. Mebbekew prefería mujeres con sangre en las venas, mujeres que gritaran y gimieran al hacer el amor, mujeres enérgicas y vigorosas. Mujeres que amaran a Mebbekew.

No tardó en encontrar energía y vigor. Los incendios habían sido más devastadores en la Villa de las Muñecas y la Villa de los Pintores, así que pocas de sus viejas amantes se hallaban en las casas donde él las había conocido. Las pocas que pudo encontrar se alegraron de verlo. Lo colmaron de lágrimas y besos, deseosas de que se quedara con ellas. ¿Quedarse con ellas? ¿Dónde? ¿En una casa en ruinas sin agua corriente? ¿Y para qué lo querían? Para que hiciera todas las pesadas faenas de reconstrucción y reparación, para que él fuera su guardián. ¡Menuda broma! ¡Mebbekew, montando guardia para cuidar de una muchacha asustada! Sin duda lo habrían recompensado generosamente con sus cuerpos si se hubiera prestado al juego, pero no valía la pena. Ninguna mujer valía la pena en ese momento, si tenía necesidades aún mayores que las de Mebbekew. No estaba allí para proteger ni proveer, sino para encontrar protección y provisión.

Así que se despidió con un beso y una promesa, sin quedarse siquiera para bañarse o comer, pues sabía que si se dejaba seducir por sus abrazos, aquellas mujeres necesitadas lo convertirían en un esposo. ¡No tenía la menor intención de liarse con mujeres que sólo podían ofrecerle trabajo y problemas!