Ella lo llevó a su propio dormitorio —una buena señal—, donde las criadas le prepararon un baño. Aún estaba en el agua, regodeándose en su limpieza, cuando ella regresó con una bandeja de comida y una jarra de agua. La había traído ella misma, y estaban solos. Dol no cesaba de hablar, y no parecía nerviosa, sino cómoda. Era la mayor habilidad de Mebbekew: lograr que las mujeres se sintieran cómodas y le hablaran con esa franqueza que sólo practicaban con sus amigas.
Mientras ella hablaba, Meb se levantó del agua; Dol estaba apoyando la bandeja en la cómoda, y al volverse lo vio desnudo, secándose. Dio un respingo y desvió la mirada.
—Lo lamento —se disculpó Mebbekew—. No quería sobresaltarte. Debes de haber visto muchos hombres en tus tiempos de actriz. Yo también he sido actor, y nadie es tímido ni pudoroso entre bastidores.
—Yo era joven —adujo Dol—. En esos días siempre me protegían.
—Me siento como un animal —dijo Mebbekew—. No quería ofenderte.
—No, no estoy ofendida.
—El problema es que no tengo nada que ponerme. No me parece apropiado volver a ponerme mi ropa sucia.
—Las criadas ya se han llevado tu ropa a lavar. De todos modos, tengo una bata para ti.
—¿Una bata tuya? No creo que me quede bien. —Entretanto, Mebbekew seguía frotándose con la toalla, sin cubrirse. Y mientras hablaban, ella dio media vuelta y lo miró sin disimulo. Como las cosas andaban tan bien y Meb pensaba hacer el amor con aquella mujer muy pronto, su cuerpo estaba muy alerta. Cuando notó que ella le miraba la entrepierna, fingió que sólo ahora se daba cuenta y se cubrió con la toalla—. Lo siento. He pasado tanto tiempo a solas en el desierto, y tú eres tan hermosa… No quería insultarte.
—No me has insultado —dijo Dol, y Mebbekew vio el deseo en sus ojos. Ahora deseaba algo más que halagos. Y como él había supuesto, no debía de tener muchos pretendientes. Con su belleza, no le habrían faltado amantes en la Villa de las Muñecas, pero como maestra en casa de Rasa tenía menos oportunidades. Así que debía de sentir tanta avidez como él.
Había regresado a Basílica para esto. No para encontrar esas mujeres asustadas y hambrientas de la Villa de las Muñecas, que necesitaban un hombre fuerte en quien confiar, sino esta mujer, que sólo necesitaba un hombre apasionado, halagüeño y divertido. Dol se sentía cómoda y segura en casa de Rasa, y podía comportarse como una auténtica mujer basilicana: una proveedora que se ganaba el sustento y no pedía a sus amantes más que placer y atención.
Ella le trajo la bata. Tal vez le hubiera sentado bien, pero Mebbekew fingió que la manga apenas le llegaba al codo.
—Oh, eso no servirá —dijo ella.
—Ahora ya no importa. ¡Ya no tengo secretos para ti!
Había dejado caer la toalla para probarse la bata, y se agachó para recogerla. Pero cuando se irguió, ella le quitó la toalla y la bata.
—Tienes razón —sonrió—. El pudor está de más. —Arrojó la bata y la toalla a un rincón y le trajo un racimo de uvas de la bandeja—. Sírvete.
Se acercó la uva a los labios. El se inclinó más de lo necesario, y se metió los dedos de Dol en la boca junto con la uva. Ella no sacó los dedos. Meb mordió la uva y dejó que el delicioso zumo le refrescara la boca. Se sentó en la cama y ella le dio otra uva, y luego otra. Pero los demás granos quedaron en el suelo.
Moozh sentía una gran ansiedad por conocer a Rasa, y ella no lo defraudó. El general se había instalado en casa de Gaballufix —el simbolismo era deliberado— y sabía que ella comprendería la alusión. Por lo que le habían dicho de esa mujer, sabía que no era una tonta. Ahora sólo faltaba decidirse por uno de sus varios planes. Quizá lograra convencerla de que se aliara con él. Tal vez pudiera convertirla en un fantoche. También podía resultar una enemiga implacable. De un modo u otro, la utilizaría.
Rasa no tenía un porte majestuoso; no intentaba seducirlo ni intimidarlo. Pero esa actitud distante era el único modo en que una mujer podía impresionarlo. Lo habían cortejado las mujeres más refinadas de la corte de Gollod, pero era evidente que Rasa no tenía el menor interés en cortejarlo. Le hablaba como un igual, y eso le agradó. Rasa le gustaba. Sería una buena partida.
—Naturalmente, deseo aceptar la invitación del consejo de la ciudad. Nos alegra contribuir a mantener el orden y la seguridad de esta bella ciudad mientras se recobra de los desdichados acontecimientos de las últimas semanas. Pero tengo un problema con el cual quizá puedas ayudarme.
Advirtió que Rasa esperaba más exigencias y que no se hacía ilusiones: sabía que el general estaba en posición de exigir y de imponer su voluntad.
—Verás, tradicionalmente un general gorayni recompensa a sus tropas victoriosas dividiendo el territorio conquistado y dándoles tierras y mujeres.
—Pero no has conquistado Basílica —objetó Rasa.
—¡Exacto! Ya ves mi dilema. Mis hombres actuaron con extraordinario heroísmo y disciplina en esta campaña, y en su victoria sobre los criminales y amotinados. ¡Pero no tengo medios para recompensarlos!
—Nuestras arcas son opulentas. El consejo de la ciudad podrá enriquecer a tus mil hombres.
—¿Dinero? Oh, me ofendes profundamente. A mí y a mis hombres. ¡No somos mercenarios!
—¿Aceptáis tierras, pero no dinero para comprarlas?
—La tierra es cuestión de título y honor. Un terrateniente es un señor. Pero el dinero… sería como llamar comerciantes a mis soldados.
Ella lo miró un instante.
—General Vozmuzhalnoy Vozmozhno —dijo al fin—, ¿sabe el imperátor que llamas a estos hombres tus soldados?
Moozh sintió un repentino aguijonazo de miedo. Era delicioso. Hacía tiempo que no se enfrentaba a alguien que fuera capaz de arrebatarle la iniciativa. Y Rasa había acertado de inmediato en su punto más débil, pues Moozh no sólo había desobedecido las órdenes del imperátor en cuanto a las maniobras ofensivas, sino que para llegar allí había liquidado a los espías del imperátor. El imperátor representaba en este momento su mayor peligro, y a estas alturas, ya estaría enterado de su expedición. Moozh sabía que el imperátor no actuaría precipitadamente —todo lo contrario, pues su principal defecto era el terror a los riesgos—, pero un nuevo intercesor ya estaría en camino, con efectivos del templo para respaldarlo. Si Moozh no lograba salvar la cara y recobrar la confianza imperial, debería rebelarse abiertamente con sólo mil efectivos y en pleno territorio hostil. No era buen momento para vérselas con una oponente que conocía su punto débil.
—Cuando digo que son míos, sólo los reconozco como tales mientras el imperátor me permita ser su servidor.
—Entonces no niegas que eres el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno.
Él se encogió de hombros.
—Reconozco que eres demasiado lista para mí. ¿Por qué intentaría ocultarte mi identidad?
Rasa frunció el ceño. Moozh advirtió que su adulación y esa franca admisión la confundían. Debía de preguntarse por qué él admitía su verdadero nombre sin darle más vueltas, y por qué la llamaba lista. Debía de pensar que la había definido así porque había actuado como una tonta. Ya no estaría tan segura de ganar la partida explotando las diferencias entre el general y el imperátor. Moozh había aprendido que el mejor modo de desarmar a un rival inteligente era hacerle desconfiar de sus propias fuerzas, y por lo visto la estrategia daba resultado con Rasa.
—No importa que yo sea lista o no. Lo que importa es la verdad, y a mi entender no hay la menor verdad en lo que dices. No creo que habitualmente recompenses a tus soldados con tierras, de lo contrario no te quedarían soldados. A tus oficiales, tal vez. Pero esta alusión a la tierra es sólo tu primer paso en un plan para destruir las leyes de propiedad de la ciudad de las mujeres. Déjame adivinar el juego. Yo regreso al consejo con tu humilde solicitud, y el consejo me envía de vuelta con el ofrecimiento de instalar a tus hombres en las afueras de la ciudad. Tú alabas nuestra generosidad, y luego señalas que tus hombres no podrían conformarse con ser ciudadanos de segunda categoría en una tierra que han salvado de la destrucción. ¿Cómo vas a explicar a los soldados gorayni que no pueden poseer tierras intramuros? Entonces propones una solución intermedia para que tanto ellos como nosotras salvemos la cara. Tu propuesta sería que los soldados gorayni que se casaran con mujeres basilicanas podrían ser copropietarios dentro de la ciudad. Las mujeres conservarían el control de la tierra y tus soldados no perderían su autoestima.