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—Tienes el don de la precognición —observó Moozh.

—No, sólo estoy improvisando. Los derechos de copropiedad pronto conducirían a los matrimonios oportunistas, y luego habría presión para obtener igualdad en el voto, pues se habría demostrado que tus hombres eran esposos dóciles y obedientes, que no procuraban controlar la propiedad cuyo título compartían. ¿Cuántos pasos quedarían para el día en que las mujeres no tendrían voto, y toda la propiedad de Basílica perteneciera a los hombres?

—Querida dama, me juzgas mal.

—No tienes mucho tiempo —prosiguió Rasa—. Tu imperátor enviará representantes dentro de dos semanas a lo sumo.

—Todos los ejércitos gorayni viajan con representantes imperiales.

—El tuyo no. De lo contrario, la guardia de la ciudad lo sabría. Tenemos informes sobre el funcionamiento de tu ejército, y no hay ninguna tienda para el intercesor. Algunos soldados tuyos sufren agudamente la falta de confesión.

—No tengo nada que temer de la llegada de un intercesor.

—Entonces, ¿por qué trataste de hacerme creer que ya tenías uno? No, general Vozmuzhalnoy Vozmozhno, creo que tendrás que actuar deprisa para consolidar tu posición aquí antes de enfrentarte al imperátor. Creo que no tienes tiempo para acallar ningún levantamiento. Todo debe resolverse pacíficamente y sin tardanza.

Conque sus adulaciones no la habían engañado. Moozh volvió a sentir el escozor del miedo.

—Señora, eres muy sabia. Es posible que el imperátor interprete mal mis actos, aunque mi único motivo era servirle. Pero te equivocas al suponer que necesitaré muchos pasos graduales para consolidar mi posición aquí.

—¿Eso crees? —preguntó Rasa.

—No se necesitarán muchas bodas, sólo una. —Moozh sonrió—. La mía.

Al fin logró sorprenderla.

—¿Acaso no estás casado? —preguntó ella.

—Pues no. Nunca estuve casado. Hasta ahora ha sido políticamente preferible.

—¿Y crees que tu boda con una mujer basilicana resolverá todos tus problemas? Aunque te concedan una excepción especial y te permitan compartir la propiedad de tu esposa, no hay en Basílica una sola mujer que controle tantas propiedades como para que eso altere las cosas.

—No me propongo casarme por la propiedad.

—¿Por qué, entonces?

—Por la influencia. Por el prestigio. Ella lo miró fijamente.

—Si crees que yo tengo esa influencia o ese prestigio, eres un necio.

—Eres una mujer atractiva, y confieso que tienes la edad adecuada para mí, con las virtudes de la madurez. Desposarte transformaría la vida en un juego peligroso y absorbente, y los dos lo disfrutaríamos. Pero por desgracia, tú ya estás casada, aunque se rumorea que tu esposo es un profeta loco que se oculta en el desierto. No me gusta destruir familias felices. Además, tienes demasiados opositores y enemigos en esta ciudad para ser una consorte útil.

—Los imperatores tienen consortes, general Vozmuzhalnoy Vozmozhno. Los generales tienen esposas.

—Por favor, llámame Moozh. Es un apodo que sólo permito usar a mis amigos.

—Yo no soy tu amiga.

—Ese apodo significa «esposo» —explicó él.

—Sé lo que significa, pero ninguna mujer de Basílica te llamará así a la cara.

—Esposo —dijo Moozh—, y Basílica es mi prometida. La desposaré, la llevaré al lecho y ella me dará muchos hijos. Y si no me acepta como esposo de buen grado, la poseeré de todos modos, y esta bella ciudad terminará doblegándose.

—Esta bella ciudad terminará sirviendo tus cojones en una bandeja, general —replicó Rasa—. El último dueño de esta ciudad lo descubrió cuando intentó hacer lo mismo que tú.

—Pero él fue un necio. Lo sé, porque te perdió a ti.

—No me perdió a mí. Se perdió a sí mismo. Moozh sonrió.

—Adiós, señora. Hasta la vista.

—Dudo de que volvamos a vernos.

—Oh, estoy seguro de que volveremos a hablar.

—Cuando regrese y diga la verdad sobre ti, ya no habrá más emisarios del consejo de la ciudad.

—Pero querida dama, ¿crees que te dejaría hablar con tanta libertad, si me propusiera permitir que hablaras de nuevo ante el consejo?

Rasa palideció.

—Veo que no eres distinto de los demás matones. Como Gaballufix y Rashgallivak, te encanta oír tus propias bravuconadas. Así te sientes más hombre.

—En absoluto. Las palabras de esos dos no resultaron en nada. Ellos se jactaban porque temían su propia debilidad. Yo jamás me pavoneo ni alardeo, y cuando creo que algo es necesario, actúo. Te escoltarán desde aquí hasta tu casa, que ya está rodeada por tropas gorayni. Todos los jóvenes que no residen en tu casa han sido enviados a sus hogares; los demás permanecerán dentro, pues a partir de ahora nadie podrá entrar ni salir de allí. Por supuesto, os entregaremos comida, y creo que tenéis fuentes y un ingenioso sistema de recolección de lluvia para el suministro de agua.

—Sí. Pero la ciudad no tolerará que me arrestes.

—¿Eso crees? Ya he enviado a un soldado basilicano a informar de que te he arrestado en nombre de la guardia, con el objeto de proteger a la ciudad de tus conspiraciones.

—¡Mis conspiraciones! —exclamó Rasa, poniéndose de pie.

—Viniste aquí y me sugeriste que aboliera el consejo de la ciudad y designara a un hombre como rey de Basílica. Incluso tenías un candidato en mente: tu esposo, Wetchik, quien ya había ordenado a sus hijos asesinar a sus principales rivales y ahora aguarda mi llamada en el desierto, para venir a gobernar la ciudad como vasallo del imperátor.

—¡Qué mentiras monstruosas! ¡Nadie te creerá!

—Te equivocas. Sabes que en ese consejo hay muchas que se alegrarán de creer que la ambición personal ha inspirado todos tus actos, y que has sido la causa de los infortunios de tu ciudad desde el principio.

—Verás que no es tan fácil engañar a las mujeres de Basílica.

—No sabes cuánto me alegraría, señora, que las mujeres de Basílica fueran tan sabias y yo no consiguiera engañarlas. Toda mi vida he ansiado conocer gentes con tu ejemplar sabiduría. Pero creo que no las he hallado aquí. Tú eres la única excepción, y ahora estás bajo mi control. —Rió jovialmente—. Por la Encarnación, señora, después de conversar contigo esta mañana, me aterra saber que estás viva. Si fueras un hombre con un ejército, tendría miedo de realizar una campaña contra ti. Pero no eres un hombre con un ejército, y no representas ninguna amenaza. Ya no.

Ella se levantó.

—¿Has concluido?

—Haz un favor a los habitantes de tu casa: no intentes despachar mensajes secretos. Capturaré a cualquiera que envíes, y luego tendré que hacer algo desagradable, como enviar las raciones del día siguiente envueltas en la piel del mensajero.

—Tú eres la razón por la cual Basílica prohibió la presencia de hombres en la ciudad —dijo ella glacialmente.