—Y tú eres la razón por la cual la ciudad de las mujeres es una abominación a los ojos de Dios —replicó Moozh. Sin embargo, hablaba con la calidez del afecto y la admiración, pues esta mujer le había enseñado que la ciudad de las mujeres no era tan débil y afeminada como él había imaginado durante todos esos años.
—¡Dios! —exclamó Rasa—. Dios nada significa para ti.
Por tu modo de pensar, por tu modo de actuar, sospecho que pasas cada instante de tu vida intentando frustrar la voluntad del Alma Suprema y desbaratar sus obras en este mundo.
—Estás cerca de la verdad, querida dama. Más cerca de lo que crees. Ahora hazme el favor de aceptar lo inevitable y no causar problemas a mis pobres soldados, que tienen el desagradable deber de llevarte a casa arrestada por las calles de Basílica.
—¿Qué problemas podría causar?
—Bien, por lo pronto, podrías tratar de proclamar un ridículo mensaje revolucionario. Yo recomendaría silencio. Rasa asintió gravemente.
—Aceptaré tu recomendación. Ten la seguridad de que te despreciaré en silencio durante todo el trayecto.
Fueron necesarios seis hombres para escoltarla. Las mentiras del general habían sido tan persuasivas que en muchos lugares se congregaron multitudes para acusarla de traidora. Era penoso ser injustamente odiada por su amada ciudad, pero resultaba aún más irritante que esa misma muchedumbre rindiera homenaje al general Moozh, salvador de Basílica.
5. ESPOSOS
EL SUEÑO DE LA MUJER SAGRADA
Se llamaba Torstiga en el idioma de su tierra natal, pero hacía tanto tiempo que se había marchado de ese remoto lugar del oriente, que ni siquiera recordaba la lengua de su infancia. Su tío la había vendido como esclava cuando tenía siete años, y la llevaron a Seggidugu, donde volvieron a venderla. La esclavitud no era intolerable. Su ama era estricta, pero no injusta, y su amo no la manoseaba. Podría haber sido mucho peor, pero no era como gozar de libertad.
Rezaba constantemente pidiendo la libertad. Le rezó a Fackla, el dios de su infancia, pero no sucedió nada. Le rezó a Kui, el dios de Seggidugu, y siguió siendo esclava. Luego oyó historias sobre el Alma Suprema, la diosa de Basílica, la ciudad de las mujeres, un lugar donde ningún varón podía poseer propiedades y las mujeres eran libres. Rezó y rezó, y un día, cuando tenía doce años, enloqueció, presa del trance del Alma Suprema.
Como muchos esclavos fingían la locura sagrada para obtener la libertad, Torstiga padeció encierro y hambre durante su frenesí. No le molestaba la oscuridad del cubículo donde la confinaron, pues veía las visiones que el Alma Suprema le ponía en la mente. Sólo cuando cesaron las visiones reparó en su incomodidad física. O al menos eso creyó su ama, pues Torstiga gritó una y otra vez desde su cubículo:
—¡Sed! ¡Sed! ¡Sed!
No comprendieron que no gritaba esa palabra porque necesitara beber —aunque estaba bastante deshidratada— sino porque era su nombre, Torstiga, traducido al idioma de Basílica. El idioma del Alma Suprema. Repetía su propio nombre porque se había perdido en medio de sus visiones; pensaba que si repetía la llamada en voz alta e insistente, la niña que había sido la oiría, y respondería, y tal vez regresaría a su cuerpo.
Luego comprendió que su verdadero yo nunca la había abandonado, pero que en la confusión, el éxtasis y el terror de las primeras visiones se había transformado: jamás volvería a ser esa niña de doce años. Cuando la sacaron de su encierro y le advirtieron que no volviera a fingir la locura sagrada, no discutió ni se defendió. Sólo comió y bebió lo que le daban, y regresó a sus labores.
Pronto comprendieron, sin embargo, que esa esclava no fingía. Un día miró a su amo y rompió a llorar, y no hubo modo de consolarla. Esa misma tarde, mientras él supervisaba la construcción de una nueva casa para uno de los hombres más ricos de la ciudad, lo derribó una piedra que se le escapó a la cuadrilla que intentaba colocarla. Dos esclavos se hirieron en el accidente, pero el amo de Sed cayó en la calle y un caballo que pasaba le aplastó la cabeza. Duró un mes; nunca llegó a recobrar la conciencia, bebía pequeños sorbos que su esposa le daba cada media hora, pero vomitaba la poca comida que ella lograba hacerle tragar. Murió de inanición.
—¿Por qué lloraste ese día? —preguntó la viuda.
—Porque le vi caído en la calle, pisoteado por un caballo.
—¿Por qué no nos previniste?
—El Alma Suprema me lo mostró, ama, pero me prohibió contarlo.
—¡Entonces odio al Alma Suprema! —exclamó la mujer—. Y a ti, por tu silencio.
—Por favor, ama, no me castigues. Yo quería contártelo, pero ella no me dejaba.
—No —dijo la viuda—. No te castigaré por obedecer a la diosa.
Después de enterrar al amo, su viuda vendió a la mayoría de los esclavos, pues ya no podía mantener una residencia en la ciudad y debía regresar a la finca de su padre. No vendió a Sed, sino que le otorgó la libertad.
La libertad, pero nada más. Así inició Sed su vida en el páramo, no porque el Alma Suprema la hubiera impulsado hacia el desierto, sino porque tenía hambre, y en las ciudades los demás mendigos la ahuyentaban, no porque su pequeño apetito pudiera privarlos de algo, sino porque ella era menuda y dócil, y era una de las pocas criaturas del mundo a quien podían ahuyentar.
Así se encontró en el desierto, comiendo langostas y lagartos, bebiendo el agua sucia de los charcos que permanecían a la sombra y en las cuevas después de las lluvias. Ahora vivía su nombre, pero con el tiempo se transformó en una auténtica mujer del desierto, y no sólo en apariencia y en hábitos. Pues estaba sucia, e iba desnuda, y padecía hambre en el desierto como una auténtica mujer sagrada. En su corazón sentía furia contra el Alma Suprema, por el modo en que había respondido a su plegaria. Te pedí la libertad, le gritaba al Alma Suprema. Nunca te pedí que mataras a mi buen amo y empobrecieras a mi buena ama. Nunca te pedí que me expulsaras al desierto, donde el sol me abrasa la piel excepto donde el polvo pegado al sudor me protege el cuerpo desnudo. Nunca pedí visiones ni profecías. Sólo pedí ser una mujer libre como mi madre. Ahora ni siquiera recuerdo su nombre.
Pero el Alma Suprema aún no había terminado con ella, y Sed no tuvo paz. Cuando tenía apenas catorce años, según sus cálculos, soñó con un lugar que era montañoso pero tan fértil que incluso la ladera del peñasco más abrupto estaba cubierta de vegetación. En su visión vio a un hombre, y el Alma Suprema le dijo que ése era su verdadero esposo. Esta noticia no 'e interesó. Pero vio que el hombre tenía comida en la mano, y un manantial a sus pies. Así que se dirigió hacia el norte y encontró esa tierra verde, y encontró el manantial. Se lavó, y bebió y bebió y bebió. Y un día, limpia y satisfecha, lo vio guiando su caballo hacia el agua.
Quiso echar a correr. Quiso huir de la voluntad del Alma Suprema, pues no quería un esposo, y en la orilla había suficientes bayas para que ella no necesitara nada que él pudiera ofrecerle.
Pero él la vio, y la miró. Ella se cubrió los pechos con las manos, pues sabía vagamente que eso deseaban los hombres, ya que eso era lo que miraban; no conocía varón, pues hasta entonces el Alma Suprema la había protegido de los vagabundos del desierto.
—Dios me prohíbe tocarte —murmuró él, en el lenguaje de Basílica, aunque con un acento muy distinto del de Seggidugu.
—Eso es mentira. El Alma Suprema me ha hecho tu esposa.
—No tengo esposa. Y si la tuviera, no tomaría a una niña enclenque como tú.
—Mejor así, porque yo tampoco te quiero. Que el Alma Suprema te encuentre una vieja, si desea que tengas esposa. El se echó a reír.