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—Entonces estamos de acuerdo. Estarás a salvo de mí.

La llevó a casa, la vistió, la alimentó, y por primera vez en su vida ella fue feliz. Al cabo de un mes se enamoró de él, y él de ella, y él la poseyó tal como un hombre posee a su esposa, aunque sin ceremonial. Curiosamente, ella estaba convencida de que el Alma Suprema le exigía desposarlo, mientras que él estaba convencido de que acostarse con ella era un reto a la voluntad de Dios.

—Retaré a Dios cada vez que pueda —dijo—. Pero nunca te habría tomado contra tu voluntad, ni siquiera por afrentar a mi enemigo.

—¿Dios es también tu enemigo? —susurró ella.

Estuvieron juntos durante un mes. Luego la locura se adueñó de Sed, que huyó al desierto.

Sucedió de nuevo, varios años después, sólo que en esta ocasión no hubo un mes de espera, y ella no lo encontró en su tierra natal, sino en una fría comarca extranjera con pinos y nieve, y en esta ocasión no hubo un lapso de castidad hasta que cohabitaron como marido y mujer. Y una vez más, al cabo de un mes ella fue presa de la locura sagrada y huyó al desierto.

Ambas veces concibió una niña. Ambas veces ansió llevarle su hija, ponerla a sus pies y reclamar sus derechos como esposa. Pero el Alma Suprema lo prohibió, y ella llevó a la niña a la ciudad de las mujeres, a Basílica, a la casa que el Alma Suprema le había mostrado en un sueño, y las dos veces dejó la niña en brazos de una mujer a quien el Alma Suprema amaba de veras.

Sed envidiaba a esa mujer, a quien el amor del Alma Suprema había dado una casa, libertad y felicidad, además de hijas y amigas. Pero Sed sólo tenía el odio del Alma Suprema, así que vivía a solas en el desierto.

Al fin, diez años atrás, la locura la había dejado para siempre, o eso creyó ella. Dejó el desierto para internarse en Potokgavan, donde amables desconocidos la acogieron. No era bella ni deseable, pero ejercía una exótica atracción, y un buen granjero, dueño de una casa sólida que se erguía sobre gruesas columnas, le pidió que fuera su esposa. Ella aceptó, y juntos tuvieron siete hijos.

Pero ella nunca olvidó sus días de mujer sagrada, cuando el Alma Suprema la odiaba, y nunca olvidó las dos hijas que había tenido de ese desconocido que el Alma Suprema le había dado por esposo. Su hija mayor se llamaba Hushidh, que era el nombre de una flor del desierto de dulce aroma, aunque a menudo albergaba las larvas de la venenosa mosca-sable. Su hija menor se llamaba Luet, por la planta lyuty, con cuyas hojas molidas se preparaba la infusión sagrada que ayudaba a las adoradoras del Alma Suprema a entrar en un trance que, según decían, les daba visiones verdaderas. Nunca olvidó a sus hijas, y rezaba por ellas cada mañana, aunque nunca habló con su esposo y sus hijos de las dos chiquillas que había tenido que dejar en manos ajenas.

Una noche soñó de nuevo, un sueño de locura sagrada. Se vio acudiendo nuevamente al esposo que le había dado el Alma Suprema, y lo encontró demacrado y triste. En el sueño él tenía a sus dos hijas, la menor a un lado, la mayor de rodillas ante él, y Sed se vio caminar hacia él, cogerle la mano y decir:

«Esposo, ahora que has reconocido a tus hijas, ¿seré tu esposa ante los ojos de los hombres, así como ante los ojos del Alma Suprema?»

Odió ese sueño. Lo odió profundamente, pues negaba al esposo que tenía ahora, y repudiaba a los hijos que habían concebido juntos. ¿Por qué me liberaste para disfrutar esta vida en Potokgavan, oh cruel Alma Suprema, si te proponías arrebatármelos? Y si deseabas que estuviera con mis dos primeras hijas, ¿por qué no me permitiste que las conservara desde el principio? Eres demasiado cruel conmigo, Alma Suprema. ¡No te obedeceré!

Pero todas las noches tenía el mismo sueño. Una y otra vez, toda la noche, hasta que creyó enloquecer. Pero se negaba a marcharse.

Una mañana, al final de esa visión reiterada y compulsiva, algo nuevo apareció en el sueño. Un sonido dulce y agudo. En el sueño miró alrededor y vio una criatura peluda que surcaba el aire, y supo que esa canción dulce y aguda era la canción de ese ángel. El ángel se le acercó, se le posó en el hombro, la envolvió con sus alas membranosas y le perforó el oído con su brillante canto.

—¿Qué debo hacer, dulce ángel? —preguntó Sed en el sueño.

En respuesta, el ángel se echó de espaldas al suelo, y se quedó tendido en el polvo. Mientras así yacía, expuesto e indefenso, con las alas caídas, vulnerables y flojas, acudieron unas criaturas que al principio parecían mandriles, por su tamaño, pero luego parecían ratas, por los dientes, los ojos y el hocico. Se acercaron al ángel, lo husmearon y, al comprobar que no se movía ni volaba, comenzaron a roerlo. Era espantoso, y entretanto el ángel miraba a Sed con ojos tristes.

Debo salvarlo, pensó Sed. Debo ahuyentar a esos terribles enemigos. Pero en el sueño no podía salvarlo. No podía hacer nada.

Cuando las repugnantes criaturas se marcharon, el ángel no estaba muerto, pero de las carcomidas alas sólo quedaban hilachas que revelaban dos brazos esqueléticos y frágiles. Ella se arrodilló para acunarlo en sus brazos, y sollozó por él. Lloró sin cesar.

—Madre —dijo su hijo mediano—, creo que estás llorando por un sueño. Despierta. Sed despertó.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó el niño. Era un buen niño, y ella no quería abandonarlo.

—Debo emprender un viaje —dijo Sed.

—¿Adonde?

—A un lugar lejano, pero volveré a casa, si el Alma Suprema me lo permite.

—¿Por qué debes irte?

—No lo sé. El Alma Suprema me ha llamado, y no sé por qué. Tu padre ya está trabajando en los campos. No se lo cuentes hasta que venga a comer al mediodía. Para entonces estaré tan lejos que no podrá seguirme. Dile que le quiero y que volveré. Si desea castigarme cuando regrese, me someteré de buen grado a su castigo. Pues preferiría estar con él, y con nuestros hijos, que ser reina en cualquier otra tierra.

—Mamá —dijo el niño—, sabía que ibas a marcharte desde hace un mes.

—¿Cómo lo sabías? —preguntó ella. Y por un instante temió que también él sufriera la maldición de la voz del Alma Suprema.

Pero el niño no tenía la locura sagrada, sólo sentido común.

—Siempre mirabas al noroeste, y Padre nos contó que tú habías venido de allí. Pensé que deseabas ir a casa.

—No, no quiero ir a casa, porque ya estoy en casa. Pero debo cumplir con un encargo, y luego regresaré.

—Siempre que el Alma Suprema te lo permita.

Ella asintió. Luego cogió un paquete de comida y un odre de cuero lleno de agua, y emprendió la marcha.

No pensaba obedecerte, Alma Suprema, dijo. Pero al ver a ese ángel con las alas desgarradas porque yo no había hecho nada para ayudarle en su hora de necesidad, no supe si ese ángel representaba a mis hijas o al hombre que me las dio, o incluso a ti misma. Sólo supe que no podía quedarme en casa y permitir que sucediera algo terrible, aunque no sé qué es, ni cómo debo actuar para impedirlo. Sólo sé que iré adonde me conduzcas, y cuando llegue allí trataré de hacer el bien. Lo haré, aunque eso sirva a tus propósitos, Alma Suprema.

Pero cuando esté hecho, por favor, déjame volver a casa.

EN BASÍLICA, Y NO EN UN SUEÑO

Ahora debía pedir autorización a Rasa, y Elemak no estaba seguro de obtenerla. Se comentaba que había vuelto de su reunión con el general gorayni de pésimo humor, y había soldados gorayni en la calle, frente a la casa. Pero eso no le importaba. Elemak no pensaba regresar al desierto sin una esposa y, como la muchacha había dado su consentimiento, esa esposa sería Eiadh, con o sin autorización de Rasa.

Pero sería mejor con su autorización. Sería mejor si Rasa misma celebraba la ceremonia.