—Son tiempos poco propicios —dijo Rasa.
—No hables como una anciana, Tía Rasa, por favor —dijo Eiadh, con voz tan suave y dulce que Rasa no se ofendió por la impertinencia—. Recuerda que las jóvenes no son timoratas. Nos casamos sin vacilar cuando nuestros hombres están a punto de ir a la guerra, o cuando los tiempos son difíciles.
—No sabes nada de la vida del desiert o.
—Pero tú has ido al desierto con Wetchik, en ocasiones.
—Dos veces, y la segunda vez fui porque no confié en mis espantosos recuerdos de la primera. Te prometo que al cabo de una semana querrás regresar a Basílica como criada, con tal de volver.
—Mi dama Rasa —comenzó Elemak.
—Si vuelves a hablar, querido Elemak, te echaré de esta habitación —dijo Rasa con su voz más considerada—. Trato de aconsejar sensatamente a tu amada. Pero no te preocupes. Eiadh está embobada de amor por tu fuerza. Sospecho que tiene visiones de perfecta virilidad en su corazón, y que tú satisfaces todas sus fantasías.
Eiadh se ruborizó. Elemak contuvo una sonrisa. Había sospechado que Eiadh no buscaba fortuna ni posición, sino valor y fuerza. Necesitaría audacia, no riquezas, para conquistar su corazón. Así lo había creído desde el principio del cortejo, y así había resultado ser. Rasa misma lo confirmaba. Elemak había escogido a una muchacha que no lo amaría por ser heredero del Wetchik, sino por esas virtudes que Elemak desarrollaba mejor en el desierto: su capacidad para el mando, para tomar decisiones rápidas y audaces, su energía física, su conocimiento de la vida agreste.
—Sean cuales fueren los sueños que ella alberga en su corazón —dijo Elemak—, me esforzaré para concretarlos.
—Cuidado con lo que prometes —le advirtió Rasa—. Con su adoración, Eiadh es capaz de arrebatarle la vida a un hombre.
—¡Tía Rasa! —exclamó Eiadh, horrorizada.
—Rasa —dijo Elemak—, no entiendo cuál es tu cruel propósito al decir semejante cosa de esta mujer.
—Perdonadme —suspiró Rasa, sinceramente avergonzada—. Pensé que tomaríais mis palabras como una broma, pero no estoy de ánimo para frivolidades, así que las pronuncié como un insulto. No era mi intención.
—Rasa —dijo Elemak—, todas las cosas se perdonan cuando los cabeza mojada vigilan tu casa.
—¿Crees que eso me importa? ¿Cuando tengo una descifradora y una vidente en mi casa? Los soldados no son nada. Sólo temo por mi ciudad.
—No subestimes a esos soldados. Me han contado que Hushidh destruyó la lealtad de los soldados del pobre Rashgallivak, pero debes recordar que Rashgallivak era un hombre débil, recién llegado a la casa de mi hermano.
—La casa de tu padre, también —señaló Rasa.
—Y usurpó las dos —dijo Elemak —. Los soldados que Shuya ahuyentó eran mercenarios. Se dice que el general Moozh es el mejor general que se ha visto desde hace mil años, y sus soldados lo siguen con ciega confianza. A Shuya no le resultará tan fácil debilitar esos vínculos.
—¿De repente te has vuelto un experto en los gorayni?
—Soy experto en el modo en que los hombres veneran y respetan a un auténtico líder. Soy consciente de lo que sentían por mí los hombres de mis caravanas. Claro que todos sabían que recibirían una paga. Pero también sabían que yo no arriesgaría sus vidas innecesariamente, y que si me obedecían vivirían para gastar ese dinero al final del viaje. Yo quería a mis hombres, y ellos a mí, pero por lo que he oído del general Moozh, sus hombres lo respetan mil veces más. Los ha transformado en el ejército más poderoso de la costa occidental.
—Y en amos de Basílica, sin que haya muerto ni uno solo de ellos —asintió Rasa.
—Pero aún no domina Basílica. Y contigo como enemiga, Rasa, no creo que llegue a conseguirlo. Rasa rió amargamente.
—Pues si soy una amenaza, ya me ha eliminado.
—¿Y nuestra boda? —preguntó Eiadh—. Para eso nos hemos reunido, ¿verdad?
Rasa la miró con… ¿lástima? Sí, pensó Elemak. No tiene una opinión muy elevada de esta sobrina. Esa observación, ese insulto, no era una broma. Arrebatar la vida de un hombre con su adoración. ¿Qué significaba? ¿Estoy cometiendo un error? Sólo pensaba en lograr que Eiadh me deseara. Nunca me he cuestionado mi deseo por ella.
—Sí, querida mía —dijo Rasa—. Puedes casarte con este hombre. Tómalo como primer esposo.
—Técnicamente no buscábamos sólo tu autorización —señaló Elemak—, pues ella es mayor de edad.
—También presidiré la ceremonia —suspiró Rasa—. Pero tendrá que ser en esta casa, por razones obvias, y la lista de invitados abarcará a todos sus residentes. Ojalá los soldados gorayni no decidan asistir.
—¿Cuándo? —preguntó Eiadh.
—Esta noche —dijo Rasa—. ¿Esta noche os parece bien? ¿O la ropa os escuece tanto que queréis desnudaros al mediodía?
De nuevo, un insulto intolerable, y sin embargo era evidente que Rasa no notaba que estaba siendo grosera. Se levantó y salió de la habitación. Eiadh estaba roja de furia.
—No, mi Edhya —dijo Elemak—, no te enfades. Hoy tu tía Rasa ha perdido muchas cosas, y le apena perderte a ti también.
—En cambio yo creo que se alegra de librarse de mí.
Debe de odiarme mucho —dijo Eiadh. Una lágrima le resbaló por la mejilla, centelleó un instante en el aire y le cayó en el regazo.
Elemak la estrechó en sus brazos; ella lo aferró como si ansiara formar parte de él para siempre. Esto es amor, pensó Elemak. Ésta es la clase de amor de que hablan los cuentos y las canciones. Eiadh me seguirá al desierto, y con ella junto a mí formaré una tribu, un reino para que ella sea reina. No soy menos que el general Moozh. Soy un esposo más leal que cualquier cabeza mojada. Eiadh desea un hombre fuerte, y yo soy ese hombre.
Bitanke no estaba conforme con los últimos sucesos. No podía evitar la sensación de que todo era culpa suya. Claro que no había tenido muchas opciones en ese momento, ante la puerta. Sus hombres habían luchado con valentía, pero eran pocos, y la turba de mercenarios Palwashantu llevaba las de ganar. ¿Cómo podría haberse opuesto a esos soldados gorayni que habían aparecido inesperadamente para prometerle una alianza?
Pude haber rogado a los mercenarios Palwashantu que hicieran causa común conmigo y contra los gorayni. Tal vez hubiera funcionado. Pero en aquel momento, el general gorayni había parecido sincero. Además, se veían muchas fogatas en el desierto. Parecía un ejército de cien mil hombres. ¿Cómo iba a saber que todos sus hombres estaban ante la puerta? Aun así, ni siquiera hubiéramos podido enfrentarnos a ellos.
Pero pudimos haber luchado. De esta forma les habríamos hecho perder soldados y tiempo. Podríamos haber avisado a los demás guardias y alertar a toda la ciudad. Podría haber muerto allí, con una flecha gorayni en el corazón, en vez de vivir para ver cómo conquistan mi ciudad, mi amada ciudad, sin que ninguno de ellos haya sufrido una herida grave que le impida marchar con arrogancia por donde le dé la gana.
No obstante, ahora que el general Moozh lo llamaba para una nueva entrevista, Bitanke no podía dejar de admirar a aquel hombre por su osadía, su atrevimiento, su brillantez. Había recorrido una enorme distancia en poquísimo tiempo, se había atrevido a tomar una ciudad con poquísimos hombres, y luego actuar a su antojo cuando incluso la guardia superaba en número a su ejército. ¿Quién podía decir que Basílica no estaba en mejores manos? Mejor Moozh que ese cerdo de Gaballufix, o el despreciable Rashgallivak. Mejor él que Roptat. Y mejor él que las mujeres, que habían demostrado su debilidad y su estupidez, pues ahora creían las evidentes calumnias que Moozh contaba sobre Rasa.
¿No se daban cuenta de que Moozh las manipulaba para dividirlas e ignorar a la única mujer que las habría conducido a una resistencia eficaz? No, claro que no se daban cuenta, así como Bitanke tampoco se había dado cuenta, esa primera noche, que el gorayni, lejos de ayudar, lo estaba manipulando para que traicionara a su propia ciudad sin ser siquiera consciente de ello.