Todos somos tontos cuando aparece un sabio.
—Mi querido amigo —saludó el general Moozh. Bitanke no estrechó la mano que le tendía.
—Ah, estás enfadado conmigo —dijo Moozh.
—Viniste aquí con una carta de Rasa, y ahora la haces arrestar.
—¿Tanto la quieres? Te aseguro que su encierro es provisional, y sólo para su protección. En este momento circulan por la ciudad terribles mentiras sobre ella, y no sabemos qué podría sucederle si su casa no estuviera bajo custodia.
—Mentiras inventadas por ti.
—Mis labios nada han dicho sobre la dama Rasa, salvo para expresar mi admiración. Es la mejor mujer de esta ciudad, con el cerebro y el valor de un hombre, y jamás permitiré que le toquen un pelo de la cabeza. Si no sabes eso, amigo Bitanke, no me conoces.
Lo cual debe de ser cierto, pensó Bitanke. No te conozco. Nadie te conoce.
—¿Para qué me has llamado? —preguntó Bitanke—. ¿Piensas despojar a la guardia basilicana de un nuevo poder?
¿O nos reservas algún trabajo servil para humillarnos y desmoralizarnos aún más?
—Muy enfadado —observó Moozh—. Pero piensa, Bitanke. Te sientes en libertad de decirme semejantes cosas, y sin temor de que te arranque la cabeza. ¿Te parece eso una tiranía? Tus soldados conservan sus armas, y son ellos quienes mantienen la paz en la ciudad. ¿Te parezco un enemigo traicionero?
Bitanke guardó silencio, resuelto a no dejarse engañar más por la elocuencia de Moozh. Sin embargo, sentía el aguijonazo de la duda en el corazón, como tantas veces antes. Moozh había dejado la guardia intacta. No había cometido ningún acto violento contra ningún ciudadano. Tal vez sólo se proponía usar Basílica como base de operaciones y continuar la marcha.
—Bitanke, necesito tu ayuda. Deseo restaurar la fuerza que esta ciudad poseía antes de que Gaballufix interviniera.
Sí, sin duda es lo que deseas, Moozh el altruista, tomándose innumerables molestias para ayudar a la ciudad de las mujeres. Luego te llevarás a tus hombres y te conformarás con la satisfacción de haber hecho una buena obra.
Pero Bitanke no dijo nada. Mejor escuchar que hablar, dadas las circunstancias.
—No fingiré que no pretendo sacar partido de la situación. Se avecina una gran lucha entre los gorayni y esas lagartijas de pantano de Potok gavan. Sabemos que están maniobrando para adueñarse de Basílica. Gaballufix era su agente. Estaba dispuesto a derrocar a las mujeres para que gobernaran sus matones. Y ahora yo estoy aquí, con mis soldados. ¿Acaso hemos cometido algún acto que te sugiera que nuestras intenciones son tan despiadadas o brutales como las de Gaballufix?
Moozh aguardó, y al fin Bitanke respondió:
—Nunca has sido tan transparente, no.
—Te diré lo que necesito de Basílica: preciso saber con certeza si quienes la gobiernan son amigos de los gorayni, si con Basílica a mis espaldas no debo temer una traición de esta ciudad. Luego podré tender líneas de aprovisionamiento por el desierto, hasta esta ciudad, sorteando Nakavalnu, Izmennik y Seggidugu. Tú sabes que es una buena estrategia, amigo mío. Potokgavan esperaba que nos abriéramos paso a sablazos hasta las Ciudades de la Planicie, esperaba que tardáramos un año o más en fortalecer nuestra posición, tal vez para traer aquí un ejército que se enfrentara a nuestros carros. Pero ahora dominaremos las Ciudades de la Planicie. Con mi ejército en Basílica, no opondrán resistencia. Y entonces Nakavalnu, Izmennik y Seggidugu no se atreverán a pactar una alianza con Potokgavan. Incruentamente habremos dominado toda la costa occidental para el imperátor, años antes de lo que Potokgavan hubiera creído posible. Eso es lo que deseo. Es todo lo que deseo. Y para lograrlo no preciso dominar Basílica, no necesito trataros como a un pueblo conquistado. Sólo necesito asegurarme de la lealtad de Basílica. Y es más fácil conseguirlo mediante la buena voluntad que mediante el miedo.
—¡Buena voluntad! —exclamó Bitanke con sorna.
—Hasta ahora no he hecho nada que los habitantes de Basílica no hayan recibido con gratitud. Ahora tienen más paz y seguridad que en los últimos años. ¿Crees que no lo ven?
—¿Y tú no crees que la peor chusma de Villa del Perro, Villa de la Puerta y la calle Mayor no espera que le permitas entrar en la ciudad para dominarla? Entonces tendrías aliados leales. Sólo debes dar lo que Gaballufix prometió: la oportunidad de dominar a estas mujeres que durante miles de siglos les han prohibido la ciudadanía.
—Sí, pude haberlo hecho. Aún está en mi mano. —Se inclinó para mirar a Bitanke a los ojos—. Pero tú me ayudarás para que no deba tomar una decisión tan terrible, ¿verdad?
Ah. Conque ésta era la alternativa. O bien conspirar con Moozh o bien presenciar la destrucción de la estructura misma de Basílica. Todo lo que era bello y sagrado en la ciudad sería rehén de la amenaza de que los codiciosos hombres de extramuros se salieran-con- la suya. ¿Bitanke no había visto lo terrible que sería? ¿Cómo podía permitir que sucediera de nuevo?
—¿Qué quieres de mí?
—Consejos. Asesoramiento. El consejo de la ciudad no es un buen instrumento de control. Está bien para aprobar leyes sobre asuntos locales, pero cuando se trata de pactar una firme alianza con el ejército del imperátor, nadie sabe si una facción no se levantará a la semana para oponerse a esa medida. Necesito designar a un individuo como… ¿qué?
—¿Dictador?
—En absoluto. Esa persona sería sólo el rostro que Basílica presentaría al exterior. Esa persona podría garantizar la libre circulación de los ejércitos gorayni, el almacenamiento de provisiones para los gorayni, y prometer que Potokgavan no encontrará aquí amigos ni aliados.
—El consejo de la ciudad puede hacer lo que deseas.
—Sabes que no es así.
—Respetará su palabra.
—Hoy mismo has visto cuan injusto y desleal ha sido con la dama Rasa, quien le ha servido fielmente toda su vida. ¿Cómo reaccionará ante un extranjero? La vida de mis hombres y el poder de mi imperátor dependen de la lealtad de Basílica, y el consejo se ha revelado incapaz de mantenerse leal ni siquiera a su hermana más digna.
—Tú has propagado esos rumores sobre ella, y ahora los usas para demostrar que el consejo es indigno.
—Niego ante Dios haber iniciado esta campaña difamatoria contra Rasa. La admiro más que a cualquier mujer que haya conocido. Pero no importa quién iniciara el rumor, Bitanke. Lo que importa es que fue creído, y por el consejo de esta ciudad. ¿Cómo puedes pedirme que confíe al consejo la vida de mis hombres? ¿Qué impedirá a Potokgavan propagar sus propios rumores? Dime con franqueza, Bitanke, si estuvieras en mi lugar, con mis necesidades, ¿confiarías en el consejo?
—He servido al consejo toda mi vida, y confío en él.
—No es lo que te he preguntado. Estoy aquí para cumplir los propósitos del imperátor. Tradicionalmente lo hemos logrado exterminando a la clase dominante de la Tierra que conquistamos, y sustituyéndola por hombres de un pueblo oprimido y desposeído. Como admiro esta ciudad, deseo encontrar otro método aquí, a pesar de los riesgos que corro.
—Sólo tienes mil hombres —señaló Bitanke—. Deseas someter Basílica sin derramamiento de sangre porque no puedes exponerte a perder ninguno.
—Ves sólo la mitad de la verdad. Debo ganar aquí. Si puedo hacerlo sin derramamiento de sangre, las Ciudades de la Planicie dirán que el poder de Dios me acompaña, y se someterán a mis órdenes. Pero también puedo lograr lo mismo mediante el terror. Si sus cabecillas vienen aquí y ven esta ciudad en ruinas, con casas y bosques carbonizados, y el lago de las mujeres enrojecido de sangre, también acabarán rindiéndose. Pero de un modo u otro, Basílica servirá mi propósito.