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Pero las máquinas estaban funcionando, lo cual significaba que había alguien. A menos que hubieran cometido la negligencia de dejar los motores conectados y las plantas sin cuidar.

Era posible, desde luego. El aire frío mantendría con vida a las plantas especializadas durante muchos días, y el cobertizo, que extraía su energía de las placas solares, podía funcionar indefinidamente sin recurrir al suministro energético de la casa.

Pero Shedemei supo que alguien cuidaba de ese lugar, aunque ignoraba cómo le había llegado el conocimiento. Supo además que el cuidador estaba dentro del cobertizo, y que él sabía que ella estaba allí, y que deseaba que ella se fuera. Quien estuviera allí procuraba esconderse.

¿Y quién necesitaba ocultarse?

—Rashgallivak —dijo Shedemei—, soy Shedemei. Me conoces, y estoy sola, y no diré a nadie que estás aquí, pero tengo que hablar contigo. —Aguardó en vano—. No tiene nada que ver con la ciudad, ni con lo que sucede allí. Sólo necesito comprarte algún equipo.

Oyó el chasquido de un cerrojo. Una puerta giró sobre los gruesos goznes. Allí estaba Rashgallivak, afligido y demacrado. No empuñaba ningún arma.

—Si has venido a traicionarme, lo consideraré un alivio.

Shedemei omitió señalar que esa traición sería mera justicia, después del modo en que Rashgallivak había traicionado a la casa de Wetchik, aliándose con Gaballufix para usurpar el lugar de su amo. Pero no había ido a ajustar cuentas, sino a atender otros asuntos.

—No me interesa la política —dijo—, y no me interesas tú. Sólo quiero comprar cajas de almacenaje en seco. Las portátiles, las que llevan las caravanas.

Rashgallivak sacudió la cabeza.

—Wetchik me ordenó que las vendiera todas. Shedemei cerró los ojos con fatiga. Rashgallivak la obligaba a decir cosas que prefería callar.

—Oh, Rashgallivak, por favor, cómo voy a creer que las vendiste, sabiendo que te proponías adueñarte de la casa de Wetchik y las necesitarías para continuar con el negocio.

Rashgallivak se ruborizó.

Avergonzado, pensó Shedemei.

—No obstante, las vendí, tal como me ordenaron.

—¿Y quién las compró? —preguntó Shedemei—. No me interesas tú, sino las cajas. Rashgallivak no respondió.

—Ah —dijo Shedemei—. mismo las compraste. Al cabo de una pausa, él preguntó:

—¿Para qué las necesitas?

¿Tú me pides a que dé cuenta de mis actos? —preguntó Shedemei.

—Lo pregunto porque sé que tienes muchas cajas en tu laboratorio. Las cajas portátiles sólo sirven para las caravanas, y eso es algo sobre lo que no sabes nada.

—Entonces me asaltarán o me matarán, pero eso no te concierne. Y tal vez no me asalten ni me maten.

—En ese caso, venderías tus plantas en países lejanos, en directa competencia conmigo. ¿Por qué vendería a mi competidora las cajas portátiles que necesita?

Shedemei se echó a reír.

—¿Acaso crees que los negocios continúan como de costumbre? No emprenderé un viaje de negocios, idiota. Me mudaré con todo mi laboratorio a un sitio donde pueda continuar mis investigaciones sin ser interrumpida por locos armados que incendian y saquean la ciudad.

Rashgallivak se ruborizó de nuevo.

—Cuando estaban bajo mi mando, no hicieron daño a nadie. Yo no era Gaballufix.

—No, Rash, no eres Gaballufix.

La frase era ambigua, pero Rash decidió tomarla como confirmación de que ella creía en su decencia. ¡

—No eres mi enemiga, ¿verdad, Shedya?

—Sólo quiero esas cajas.

Rash titubeó un instante, retrocedió y le indicó que pasara.

La entrada del cobertizo no estaba fría como las habitaciones de dentro, y Rash la había transformado en una especie de patético apartamento. Una cama improvisada, una gran bañera que antaño había albergado plantas, pero que ahora él usaba para asearse y lavar la ropa. Primitivo, pero ingenioso. Shedemei sintió cierta admiración: ese hombre no había desesperado, a pesar de que todo estaba en su contra.

—Estoy aquí solo —dijo Rashgallivak—. El Alma Suprema sabe que necesito el dinero más que las cajas. Y el consejo de la ciudad me ha privado de todos mis fondos. Ni siquiera puedes pagarme, porque ya no tengo cuenta para recibir el dinero.

—Eso no es ningún problema. Como ya imaginarás, mucha gente está retirando el dinero de las cuentas de la ciudad. Puedo pagarte en gemas, aunque el precio del oro y las piedras preciosas se ha triplicado con los recientes disturbios.

—¿Crees que estoy en posición de regatear?

—Apila las cajas frente a la puerta —dijo Shedemei—. Enviaré hombres a cargarlas para que las lleven a la ciudad. Te daré un pago justo. Dime dónde.

—Ven sola, después, y entrégamelo en mano.

—No seas ridículo. Nunca regresaré aquí, ni volveremos a vernos. Dime dónde puedo dejarte las joyas.

—En la sala de viajeros de la casa de Wetchik.

—¿Es fácil de encontrar?

—Bastante fácil.

—Entonces estaré allí en cuanto haya recibido las cajas.

—No me parece justo, pues yo debo confiar en ti por completo, y tú no debes demostrar la menor confianza en mí.

A Shedemei no se le ocurría ninguna respuesta que no fuera cruel.

Al cabo de un rato él asintió.

—De acuerdo —dijo—. Hay dos casas en la finca de Wetchik. Guarda las joyas en la sala de viajeros de la casa más vieja y más pequeña. Encima de una viga. Yo la encontraré.

—En cuanto las cajas estén en mi laboratorio —insistió Shedemei.

—¿Crees que cuento con hombres leales que puedan emboscarte? —preguntó Rashgallivak con amargura.

—No —dijo Shedemei—, pero sabiendo que pronto recibirás el dinero, nada te impediría alquilarlos.

—Así que tú decidirás cuándo y cuánto vas a pagarme, y yo no tendré voz ni voto en el asunto.

—Rash —dijo Shedemei—, te trataré más justamente de lo que tú trataste a Wetchik y sus hijos.

—Dentro de media hora tendrás una docena de cajas aquí fuera.

Shedemei se levantó y se marchó. Le oyó cerrar la puerta y lo imaginó echando los cerrojos aprensivamente, temiendo que alguien descubriera que el hombre que había gobernado por un día los pequeños imperios de Gaballufix y Wetchik ahora se refugiaba entre esas cuatro paredes.

Shedya pasó por la Puerta de la Música, donde los guardias gorayni confirmaron expeditivamente su identidad y la dejaron pasar. Aún le molestaba ver ese uniforme en las puertas de Basílica, pero como todos los demás se iba acostumbrando a la perfecta disciplina de los soldados y el nuevo orden que reinaba en las caóticas entradas de la ciudad. Ahora todos aguardaban pacientemente en fila.

Y otra cosa. Ahora había más gente esperando para entrar que para salir. Se estaba recobrando la confianza. Confianza en la fuerza de los gorayni. ¿Quién habría imaginado que la gente confiaría tan pronto en el enemigo cabeza, mojada?

Tras recorrer el largo pasaje que conducía hasta la Puerta del Mercado a lo largo de la muralla, Shedemei encontró a la mulera que había contratado.

—Puedes ir —le dijo—. Habrá una docena de cajas.

La mulera inclinó la cabeza, y se marchó al trote. Sin duda ese alarde de celeridad cesaría en cuanto se perdiera de vista, pero Shedemei apreciaba el esfuerzo de fingir rapidez. Al menos la mulera sabía qué era la rapidez, y le parecía conveniente aparentarla.

Luego encontró a un mensajero esperando en la cola de la Puerta del Mercado. Shedemei garrapateó una nota en uno de los papeles que tenían en la estación de mensajeros. En el dorso anotó una serie de indicaciones para llegar a la casa de Wetchik, e instrucciones sobre dónde debía dejar la nota. Luego tecleó un pago en el ordenador de la estación. Cuando el mensajero vio la bonificación que recibiría por una entrega rápida, sonrió, cogió la nota y partió como una flecha.