—No me sorprendieron, señor. Me entregué a tus soldados voluntariamente. Y te he traído la orden en vez de las joyas porque quería que vieras que Shedemei la había escrito de; su puño y letra. Esta suma es muy superior al valor de las cajas. Evidentemente, ella desea comprar mi silencio.
—Ya. La situación es ésta, Rashgallivak: hace unos días te creías el amo de la ciudad y ahora traicionas nuevamente a tu ex amo para congraciarte con otro. Explícame por qué no debo vomitar en tu presencia.
—Porque puedo serte útil.
—Sí, sí, ya veo, como un perro rabioso pero hambriento. Dime, Rashgallivak, ¿qué hueso quieres que te arroje?
—Mi vida, señor.
—Tu vida ya nunca será tuya, mientras vivas. Así que pregunto de nuevo, ¿qué hueso quieres roer? Rashgallivak titubeó.
—Si finges tener el deseo altruista de servirme a mí, al imperátor o a Basílica, ordenaré que te destripen y te quemen en el mercado al instante.
—Aquí no quemamos a los traidores. Quedarías como un monstruo ante los basilicanos.
—Todo lo contrario —replicó Moozh—. Les encantaría verte sometido a ese tratamiento. Nadie es tan civilizado como para no disfrutar de la venganza, aunque luego se avergüence de haber gozado con el sufrimiento de su enemigo.
—Deja de amenazarme, general —dijo Rashgallivak—. He vivido aterrado, no pienso continuar así. Mátame, tortúrame o déjame en paz. Pero toma una decisión.
—Primero dime qué quieres. Tu deseo secreto. Lo que más codicias.
Rashgallivak dudó nuevamente, pero esta vez encontró las fuerzas para nombrar su deseo:
—La dama Rasa —susurró. Moozh asintió.
—Veo que tu ambición no ha muerto. Aún sueñas con vivir muy por encima de tu posición.
—Lo he dicho porque has insistido, señor. Sé que nunca podría suceder.
—Lárgate de aquí. Mis hombres te llevarán a bañarte y vestirte. Vivirás al menos otra noche.
—Gracias, señor.
Los soldados entraron para llevarse a Rashgallivak, pero esta vez sin arrastrarlo, sin brutalidad. Moozh aún no se había decidido a utilizarlo. Su muerte era una posibilidad atractiva. Sería el modo más contundente de declararse amo de Basílica, impartir justicia públicamente, de forma popular, y en flagrante violación del derecho, las costumbres y la educación de Basílica. A la ciudad le encantaría, y así dejaría de ser la antigua Basílica. Se transformaría en otra cosa. Una nueva ciudad.
Mi ciudad.
Rashgallivak casado con Rasa. Una idea repugnante concebida por una mente repugnante. Pero sin duda humillaría a Rasa y afianzaría su imagen de traidora. Sin embargo, ella continuaría siendo una ciudadana eminente, con un aura de legitimidad. A fin de cuentas, ella figuraba en la lista de Bitanke. Al igual que Rashgallivak.
Era una buena lista, bien pensada y audaz. Bitanke era un hombre inteligente, muy útil. Por ejemplo, tenía la astucia de no subestimar la capacidad de persuasión de Moozh. No eliminaba a determinadas personas de la lista sólo porque imaginara que jamás se prestarían a servir al general.
En consecuencia, los nombres que encabezaban la lista eran, previsiblemente, los mismos que Rashgallivak había mencionado como posibles rivales: Volemak y Rasa. El nombre de Rashgallivak también aparecía. Y el primogénito de Volemak, Elemak, por su capacidad y su legitimidad. También el hijo menor de Volemak y Rasa, Nafai, porque él vinculaba esos dos grandes nombres y porque había matado a Gaballufix con sus propias manos.
¿Todos los que pudieran satisfacer la necesidad de Moozh estaban asociados con la casa de Rasa? No le sorprendía. En la mayoría de las ciudades que había conquistado había a lo sumo dos o tres clanes que era preciso eliminar o persuadir para controlar a toda la población. Casi todos los demás integrantes de la lista de Bitanke eran demasiado débiles para gobernar bien sin la continua ayuda de Moozh, como señalaba el mismo Bitanke. Estaban demasiado vinculados con ciertas facciones, o demasiado desligados de todo.
Las dos únicas personas que no tenían lazos sanguíneos con Volemak o Rasa eran sobrinas en casa de Rasa. La vidente Euet y la descifradora Hushidh. Eran sólo niñas, y no estaban preparadas para las dificultades del gobierno. Sin embargo, gozaban de gran prestigio entre las mujeres de Basílica, sobre todo la vidente. Serían meras figuras decorativas, pero si Rashgallivak se encargaba de todo y Bitanke vigilaba a Rashgallivak para evitar que manipulara a la figura decorativa contra los intereses de Moozh, la ciudad funcionaría muy bien mientras Moozh consagraba su atención a sus verdaderos problemas: las Ciudades de la Planicie y el imperátor.
Rashgallivak casado con Rasa. Sonaba gratamente dinástico. Sin duda los sueños de Rash incluían ocupar un día el puesto de Moozh y gobernar por su cuenta. Bien, Moozh no podía reprocharle esos sueños. Pero pronto habría una dinastía que superaría los miserables sueños de Rash. Rashgallivak podía quedarse con Rasa, pero eso no tendría comparación posible con el glorioso matrimonio de la vidente o la descifradora con el general Moozh. Esa dinastía duraría mil años. Esa dinastía podría derrocar a la débil casa de ese hombrecillo patético que se atrevía a considerarse la encarnación de Dios, el imperátor, cuyo poder quedaría reducido a la nada cuando Moozh decidiera actuar contra él.
Y, ante todo, al desposar y utilizar a una de esas mensajeras del Alma Suprema, Moozh obtendría el triunfo que más le complacía: el triunfo sobre Dios. Nunca has tenido fuerza suficiente para controlarme, oh Todopoderoso. Y ahora tomaré a tu hija escogida, una visionaria, y la convertiré en madre de una dinastía que echará por tierra tus planes y tus obras.
—¡Detenme si puedes! Soy demasiado fuerte para ti.
Nafai encontró a Luet y a Hushidh juntas, esperándolo en el escondite de la azotea. Estaban muy serias, lo cual no contribuía a calmar los temores de Nafai. Hasta entonces nunca se había sentido tan insignificante; siempre se había considerado una persona igual a cualquier otra. Pero ahora su juventud lo abrumaba. No había pensado en casarse tan pronto, ni siquiera en decidir con quién se casaría en el futuro. Tampoco se trataba de esa unión fácil y provisional que había esperado para su primer matrimonio. Su esposa sería su única esposa, y si le iba mal en este matrimonio no tendría más oportunidades. Al ver que Luet y Hushidh lo miraban solemnemente mientras él atravesaba la soleada azotea, se preguntó de nuevo si podría hacerlo: si podría casarse con Luet, que era tan perfecta y sabia a ojos del Alma Suprema. Ella había acudido al Alma Suprema con amor, con devoción, con valor. Él había acudido como un niño mimado que provocaba y ponía a prueba a su padre desconocido. Ella tenía años de experiencia en hablar con el Alma Suprema; más aun, hacía años que hablaba en nombre del Alma Suprema a las mujeres de Basílica. Sabía dominar a los demás. ¿Acaso él no lo había visto a orillas del lago de las mujeres, cuando Luet se enfrentó a las demás y le salvó la vida?
¿Iré a ti como esposo o como niño? ¿Como compañero o como alumno?
—Veo que el consejo familiar ha terminado —dijo Hushidh, cuando él se acercó.
Nafai se sentó en la alfombra, bajo el toldo. La sombra le brindaba poco refugio contra el calor. Sudaba a mares. Eso le hizo pensar en el cuerpo que ocultaba con su ropa. Si se casaba con Luet, tendría que ofrecerle ese cuerpo esta misma noche. ¿Cuántas veces había soñado con ese ofrecimiento? Pero jamás había pensado en ofrecerlo a una muchacha que lo colmaba de respeto y timidez, pero que carecía de toda experiencia; en sus sueños la mujer siempre aguardaba ávidamente, y él era un amante atrevido y dispuesto. No sucedería nada parecido esta noche.
Tuvo un pensamiento desgarrador. ¿Y si Luet aún no estaba preparada? ¿Y si todavía no era mujer? Dirigió una silenciosa plegaría al Alma Suprema, pero no pudo terminarla, pues no sabía si deseaba que ya fuera mujer o que aún no lo fuera.