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—¿Creías que me estaba dirigiendo a la vidente? —preguntó—. No, criatura, te dije estas cosas a ti, a Luet, a la niña que conocí en la escuela de mi madre, a la niña que se ensañaba conmigo con sus réplicas burlonas, a la niña a quien estoy abrazando.

Ella se echó a reír, o sollozó con más fuerza. Pero Nafai supo que se sentía mejor. Sólo necesitaba que él comprendiera que no sería siempre la vidente, que se iba a casar con un ser humano frágil e imperfecto, no con la imponente imagen que Luet proyectaba sin pretenderlo.

Le acarició la espalda para consolarla, pero también sintió la curva del cuerpo, la geometría de las costillas y la columna vertebral, la textura y la suavidad de la piel tensa sobre los músculos.

Sus manos exploraron, memorizando, descubriendo por primera vez el contacto de la espalda de una mujer. Ella era real, no un sueño.

—El Alma Suprema no te entregó a mí —murmuró Nafai—. te entregas a mí.

—Sí, así es.

—Y yo me entrego a ti. Aunque también yo pertenezco al Alma Suprema.

Se apartó un poco, le cogió la cabeza con la mano derecha, le acarició la mejilla con los dedos de la izquierda.

Y como si los dos hubieran pensado lo mismo simultáneamente, se volvieron hacia Hushidh.

Pero Hushidh ya no estaba. Entonces se miraron de nuevo, y Luet dijo consternada:

—No debí pedirle que viniera aquí…

Pero no terminó la frase, porque en ese momento Nafai comenzó a aprender cómo besar a una mujer y ella, que jamás había besado a un hombre, se convirtió en su maestra.

6. BODAS

EL SUEÑO DE LA DESCIFRADORA

Hushidh no veía motivos de alegría en la boda. Nada salió mal, pues Tía Rasa tenía sobrada experiencia en rituales. La ceremonia fue sencilla y conmovedora, sin esa postiza solemnidad que otras mujeres adoptaban en su desesperado afán de parecer piadosas o importantes. Tía Rasa no necesitaba fingir. Y aun así, cuando las ocasiones públicas de la vida —bodas, mayorías de edad, graduaciones, embarques, adivinaciones, velatorios, entierros— estaban a su cuidado, se comportaba con desenvuelta elegancia, con una amabilidad que enfatizaba la ocasión misma y no el ritual. Nadie se apresuraba ni se precipitaba, ni se tenía la sensación de que era preciso respetar normas rígidas y había que andar con cuidado para no cometer errores.

No, la boda de Rasa para su hijo Nafai y sus dos hermanos —o, visto del otro lado, la boda de Rasa para sus tres sobrinas, Luet, Dol y Eiadh— fue una ocasión encantadora, con el brillo y el aroma de las flores del invernáculo y los capullos que crecían en el pórtico. Eiadh y Dol estaban asombrosamente hermosas, con túnicas ceñidas que creaban una elegante ilusión de sencillez, y un maquillaje aplicado con tanta destreza que no parecían maquilladas. O no lo hubieran parecido, salvo por la presencia de Luet.

La dulce Luet, que se había negado a maquillarse, y cuyo vestido era realmente sencillo. Mientras Eiadh y Dol tenían la elegancia de mujeres que intentaban —con gran éxito— parecer resplandecientes, jóvenes y alegres, Luet era joven de verdad, con un vestido que cubría sin artificios un cuerpo que era más la promesa que la realidad de la feminidad, un rostro brillante con una alegría grave y tímida que hacía parecer a Eiadh y Dol mucho mayores y más experimentadas. En cierto modo, era cruel que esas muchachas mayores se casaran en presencia de esta niña que las ponía en evidencia con su candor. Eiadh lo notó antes del comienzo de la ceremonia. Hushidh oyó que le pedía a Tía Rasa que «enviara a alguien para ayudar a Luet a escoger un vestido y hacer algo con su cara y su cabello», pero Tía Rasa había respondido riendo que «ningún artificio ayudará a esa niña». Eiadh entendió que Tía Rasa pensaba que Luet era demasiado fea para que el atuendo y el maquillaje la mejorasen, pero poco después Tía Rasa le dirigió un guiño de complicidad a Hushidh, dando a entender que la pobre Eiadh no tenía la menor idea de lo que sucedería en la boda.

Y sucedió. Eiadh y Dol ignoraban que cuando las criadas, estudiantes y maestras cuchicheaban «Ah, qué encantadora», «Ah, qué tierna», «Ah, quién hubiera dicho que era tan bonita», se referían a Luet. Cuando Nafai, el varón más joven, se adelantó para ser reclamado por su prometida, los suspiros fueron como un canto de la congregación, un himno improvisado al Alma Suprema, por haber logrado que aquel muchacho de catorce años, que tenía la estatura y la fuerza de un hombre y el brillante fuego del Alma Suprema en los ojos, desposara a la hija escogida del Alma Suprema, la vidente, cuya belleza pura se vertía desde el alma hacia el exterior. El era el brillante anillo de oro donde la gema que era esa niña reluciría con brillo propio.

Hushidh veía mejor que nadie que el corazón de la gente pertenecía a Luet. Veía las hebras que los unían, chispeando como los hilos perlados de rocío de una telaraña con las primeras luces del alba. ¡Cómo aman a la vidente! Pero ante todo veía los vínculos conyugales que unían a los que participaban en la ceremonia. Inconscientemente reparaba en cada gesto, cada mirada, cada expresión, e iba asimilando las conexiones.

Elemak y Eiadh formarían una sociedad extraña y desigual; cuanto menos amara Eiadh a Elemak, más la desearía él, y cuanto más afecto le brindara él, más lo despreciaría ella. Ese matrimonio sería un espectáculo doloroso, donde la agonía de la separación sería el lazo que lo mantendría unido. Pero no podía decir nada acerca de ello, pues no la comprenderían, y si intentaba explicarlo sólo conseguiría que se enfurecieran con ella.

En cuanto a la pobre Dolya y su querido amante, Mebbekew, era un matrimonio realmente desdichado, aunque no había motivos para suponer que sería menos viable que el de Elemak y Eiadh. En ese momento, embriagados con la creencia de que eran el centro de atención, estaban radiantes con su nuevo vínculo. Pero pronto tendrían que enfrentarse con la realidad. Si permanecían en la ciudad, se odiarían al cabo de pocas semanas. Dol detestaría a Mebbekew por sus traiciones e infidelidades, Mebbekew detestaría a Dol por su posesiva necesidad de apegarse a él. Hushidh imaginó su vida doméstica. Dol lo abrazaría con entusiasmo, pensando que demostraba amor cuando sólo procuraba aferrado; y Meb, disgustado con esos abrazos posesivos, aprovecharía la menor oportunidad para escabullirse y poseer otros cuerpos, conquistar otros corazones. Pero en el desierto sería muy distinto. Meb no encontraría ninguna mujer que lo deseara excepto Dolya, y así su lujuria lo devolvería una y otra vez a sus brazos; y como él no podía traicionarla, Dol sentiría menos temor y no lo agobiaría. En el desierto ese matrimonio tal vez funcionaría, aunque Mebbekew nunca se resignaría al tedio de hacer el amor siempre con la misma mujer, noche tras noche, semana tras semana, año tras año.

Con un placer que no la enorgullecía, Hushidh imaginó lo que haría Elemak la primera vez que Meb intentara seducir a Eiadh. Actuaría con discreción, para no debilitar su posición evidenciando que temía una infidelidad. Pero después de eso, Meb ni siquiera miraría a Eiadh…

Los vínculos entre Elemak y Eiadh, entre Dol y Mebbekew, eran similares a los que Hushidh veía todos los días en la ciudad. Eran matrimonios basilicanos afianzados en el inminente viaje al desierto, donde una persona necesitaría a la otra y tendría menos oportunidades que en la ciudad.

El matrimonio entre Luet y Nafai, en cambio, no era basilicano. Por lo pronto, eran demasiado jóvenes. Luet tenía sólo trece años. Era casi un acto de barbarie, como entre las tribus de la costa norte, donde una muchacha contraía matrimonio en cuanto dejaba de gotear su primera sangre. Sólo la certeza de que el Alma Suprema los había unido le permitía presenciar esa ceremonia. De todos modos, le enfurecía no comprender del todo mientras ellos se cogían las manos, hacían sus votos y se besaban tiernamente con las manos de Tía Rasa sobre los hombros. Se preguntó por qué le repelía tanto ese matrimonio. A fin de cuentas, Luet estaba llena de esperanza y alegría, Nafai la respetaba y deseaba complacerla. ¿Qué más podía pedir Hushidh para su querida hermana, su única pariente en este mundo?