Pero cuando finalizó la boda, cuando las parejas recién casadas regresaron al interior de la casa en una risueña procesión, bajo una lluvia de flores, para subir la escalera que conducía a sus habitaciones, Hushidh ni siquiera esperó a que su hermana se perdiera de vista. Se metió en el pasillo de las criadas y echó a correr, no hacia su habitación, sino hacia la azotea donde ella y Luet se refugiaban a menudo.
Allí encontró, sin embargo, en la penumbra del atardecer, la sombra del primer abrazo de Luet y Nafai, su primer beso. La llenó de rabia y se echó sobre la alfombra, golpeando la tela con los puños, llorando y sollozando.
—No, no, no, no.
¿Por qué se negaba? Ni siquiera ella lo entendía. Siguió llorando hasta que —harta de saber tanto y comprender tan poco— se durmió bajo la noche basilicana. A finales de primavera las brisas traían humedad y frescura del mar, sequedad y calor del desierto, y se unían en una danza turbulenta en las calles y tejados. Las brisas apresaron su cabello, que se arremolinó como si tuviera vida propia y ansiara ser libre. Pero Hushidh no se despertó.
En cambio soñó, y en sueños su inconsciente expresó el temor y la rabia que ella no podía expresar en la vigilia. Soñó con su propia boda. En el desierto, de pie en lo alto de una alta aguja de roca, sin espacio para nadie más; pero ahí estaba su esposo, flotando en el aire: Issib el inválido, volando como lo había hecho por la casa de Rasa durante sus años de estudiante. En su sueño Hushidh gritó la pregunta que no se había atrevido a pronunciar en voz alta: ¿Por qué debo ser yo quien se case con el tullido? ¿Por qué me has destinado esa vida, Alma Suprema? ¿En qué te he ofendido, que nunca podré estar como Luet, dulce y joven y desbordante de amor, con un hombre fuerte y piadoso, capaz y bueno?
En el sueño, vi o que Issib se alejaba de ella, sin dejar de sonreír, pero Hushidh sabía que esa sonrisa demostraba su entereza, pues los gritos de su prometida le habían herido en lo más vivo. La sonrisa se borraba, y él caía, se desplomaba como un pájaro arrancado del cielo por una flecha cruel y milagrosa. Sólo entonces Hushidh comprendió que él sólo volaba impulsado por su amor, su necesidad de ella, y que había perdido la capacidad de volar cuando ella lo rechazó. Trató de alcanzarlo, de sujetarlo, pero perdió pie en la aguja de roca y cayó tras él.
Despertó entre jadeos y temblores. Cogió un extremo de la alfombra y se abrigó con ella. Aún tenía las mejillas frías por las lágrimas, los ojos hinchados de llorar. Alma Suprema, gritó en silencio, con todo su corazón. ¡Oh, Madre del Lago, dime que no me odias tanto! ¡Dime que no es tu plan para mí, que ha sido una mera casualidad lo que me ha privado de esperanza en la noche de bodas de mi hermana!
Y luego, con la ilógica de la pesadumbre y la autocompasión, rezó en voz alta:
—Alma Suprema, dime por qué has planeado esta vida para mí. Si he de vivirla, tengo que comprender. Dime que significa algo. Dime por qué estoy viva, dime si un plan tuyo me ha traído a esta vida tal como soy. Dime por qué esta capacidad de comprensión que me has dado es una bendición, y no una condena. ¡Dime si alguna vez seré tan feliz como Luet lo es esta noche!
Y luego, avergonzada de haber expresado sus celos y deseos con tanta crudeza, Hushidh lloró de nuevo y volvió a dormirse.
Aunque la noche estaba fresca, sintió calor bajo la alfombra. Gotas de sudor le perlaron el cuerpo. Y Hushidh soñó de nuevo.
Se vio en la puerta de una tienda del desierto. Nunca había visto una tienda montada, salvo en hologramas, pero esa tienda en concreto era distinta de todas las demás. Estaba de pie, con un niño en brazos, y otros cuatro niños de distintas edades salían corriendo de la tienda, y en el sueño pensó que era como si la tienda acabara de darlos a luz, como si acabaran de llegar al mundo. Si tuviera que hacerlo, los pariría de nuevo, y los llevaría a aquel mismo sitio para verlos tan vivos, morenos y risueños bajo el sol del desierto.
Los niños corrían sin parar, persiguiéndose en un juego bajo la mirada de Hushidh. Y en el sueño notó que el niño que tenía en brazos se inquietaba, y Hushidh se desnudó un pecho y le dio de mamar; sentía la leche brotando del pezón, sentía el dulce cosquilleo de los labios del bebé, besando y succionando, buscando vida, una vida tibia, húmeda, una mezcla de leche y saliva que le dejaba burbujas en las comisuras de la boca.
Luego una silla salió flotando por la puerta de la tienda, y en la silla iba un hombre. Era Issib, pero Hushidh no sintió furia en el corazón, ni pensó que la habían privado de lo mejor de la vida. En cambio se vio ligada a él, corazón a corazón, por grandes cuerdas de seda rutilante; ella ponía al bebé en el regazo de Issib, quien le hablaba al pequeño y hacía reír a Hushidh mientras ella se secaba el pecho y se lo cubría. Todos unidos, madre, padre, hijos. Vio que esto era lo importante, no un ideal imaginario sobre lo que debía ser un esposo. Los niños corrían hacia el padre y alrededor de la silla, y él les hablaba. Los pequeños escuchaban cautivados, reían cuando él reía, cantaban cuando él cantaba. El Issib de este sueño no era un lastre para Hushidh, sino un amigo y esposo fiel.
Alma Suprema, rezó en el sueño, ¿cómo me has traído aquí? ¿Por qué me querías tanto que me has llevado a este tiempo, este lugar, este hombre, estos hijos?
La respuesta llegó de inmediato. Hebras de oro y plata enlazaban a los niños con Hushidh e Issib, y otras hebras se extendían hacia el pasado, hacia otras personas. Una muchedumbre, un billón de personas, caminando marchando en una búsqueda misteriosa, tal vez una migración. Era una visión estremecedora, tantas personas al mismo tiempo, como si Hushidh viera a cada hombre y mujer que había vivido en Armonía. Y entre ellos, aquí y allá, esas hebras de oro y plata.
Comprendió. Estas son todas las personas en quienes floreció la conexión con el Alma Suprema. Estas son las personas más capacitadas para oír la voz del Alma Suprema; en ellas se ha multiplicado la alteración genética de la fundación de Armonía, de modo que cuando se aventuran en caminos prohibidos para la invención y la acción, estos seres especiales, estos seres de oro y plata, en vez de recibir sólo sensaciones borrosas, pensamientos confusos, reciben claramente ideas, imágenes e incluso palabras.
Al principio las hebras de oro y plata eran cortas y tenues, meros bosquejos: mutaciones, conexiones azarosas, variaciones aleatorias en las moléculas genéticas. Pero aquí y allá esa gente se encontraba y se casaba; y cuando copulaban, oro con oro o plata con plata, algunos de sus hijos también se enlazaban con el Alma Suprema. Dos filones, dos clases de enlace genético, comprendió Hushidh; cuando el oro copulaba con la plata, los hijos casi nunca recibían el don. A lo largo de los siglos, en las numerosas multitudes, el Alma Suprema procuraba anudar a la gente dotada, y al cabo de millones de años, el oro y la plata ya no eran finas hebras, sino fuertes cuerdas que pasaban de una generación a otra con mayor regularidad.
Al fin llegaba un momento en que un progenitor legaba la hebra de oro a todos sus hijos y luego, muchas generaciones después, un momento en que la hebra de oro se convertía en un rasgo dominante que un progenitor podía legar aunque el otro progenitor no estuviera dotado.
El Alma Suprema se volvía más ávida, y los nudos se convertían en urdimbres intrincadas que unían a gentes a través de miles de kilómetros, en matrimonios y cópulas improbables. Hushidh vio a una mujer que se levantaba desnuda de un arroyo para aparearse con un hombre a quien había buscado a lo largo de mil kilómetros, sabiendo que cumplía el propósito del Alma Suprema. El hombre tenía oro y plata, sólidos y genuinos, y también la mujer, y la hija de esta pareja nacía con manojos de metal refulgente, brillando con luz propia.