—Yo simpatizaba con Roptat. Era imposible que el hijo del Wetchik lo hubiera matado.
—Nafai sólo tiene catorce años —dijo Luet—. Es imposible que matara a nadie.
—No creas —dijo Smelost—. Nos llegaron noticias de que habían hallado el cadáver de Gaballufix. Decapitado y desnudo. No tuve más remedio que pensar que Nafai había desnudado el cadáver de Gaballufix. Me pregunté si Nafai y Zdorab lo habrían matado. Nafai es corpulento a pesar de su edad, si es que tiene catorce años. Está hecho todo un hombre. Pudo haberlo hecho. Zdorab… no creo. —Smelost rió amargamente—. Ya no importa si pierdo el puesto por esto, pero temo que me cuelguen por ser cómplice de un homicidio, por dejarle escapar. Así que vine aquí.
—¿Acudes a la viuda de la víctima? —preguntó Luet.
—Acude a la madre del presunto victimario —corrigió Hushidh—. Este hombre ama Basílica.
—En efecto —declaró el soldado—, y me alegra que lo sepas. No cumplí con mi deber, pero hice lo que consideré correcto.
—Necesito consejo —dijo Rasa, mirando a Luet y Hushidh—. Este hombre, Smelost, ha venido a mí pidiendo protección, porque salvó a mi hijo. Mientras tanto, acusan a mi hijo de asesinato y ahora creo que quizá sea culpable. No soy vidente. No soy descifradora. ¿Qué es correcto y justo? ¿Qué desea el Alma Suprema? Debéis decírmelo. ¡Aconsejadme!
—El Alma Suprema no me ha dicho nada —respondió Luet—. Sólo sé lo que acabas de contarme.
—Y en cuanto al desciframiento —intervino Hushidh—, sólo veo que este hombre ama Basílica y que tú estás enredada en una maraña de amor que te enfrenta contigo misma. El padre de tus hijas ha muerto, y tú las amas… y también lo amas a él, a pesar de todo. Aun así, crees que Nafai lo mató, y amas aún más a tu hijo. También respetas a este soldado, con quien has contraído una deuda de honor. Ante todo amas a Basílica. Pero no sabes qué debes hacer por el bien de tu ciudad.
—Conocía mi dilema, Shuya. Lo que ignoraba era cómo resolverlo.
—Yo debo huir de la ciudad —dijo Smelost—. Pensé que podrías ayudarme. Te conocía como madre de Nafai, pero había olvidado que eras las viuda de Gaballufix.
—No soy su viuda —replicó Rasa—. Hace años que dejé expirar nuestro contrato. Luego él se casó varias veces. Ahora mi esposo es el Wetchik. Mejor dicho, el ex Wetchik, que ahora es un fugitivo desposeído cuyo hijo tal vez sea un homicida. —Sonrió con amargura—. No puedo hacer nada al respecto, pero a ti puedo protegerte, y pienso hacerlo.
—No, no puedes —objetó Hushidh—. Estás demasiado cerca del centro de estos misterios, Tía Rasa. El consejo de Basílica te escuchará siempre, pero tu palabra no protegerá a un soldado que ha faltado a su deber. Los dos pareceréis más culpables.
—¿Es la descifradora quien habla? —preguntó Rasa.
—Es tu alumna quien habla —adujo Hushidh—, y te estoy diciendo algo que tú misma sabrías, si no estuvieras tan confundida.
Rasa derramó una lágrima que le humedeció la mejilla.
—¿Qué pasará? —dijo—. ¿Qué le sucederá a mi ciudad?
Luet nunca la había visto tan asustada, tan insegura. Rasa era una gran maestra, una mujer sabia y honorable; ser una de sus sobrinas, una de las alumnas escogidas para vivir en su casa, era motivo de supremo orgullo para una joven de Basílica. Nunca había pensado que la vería titubear de esa manera.
—El Wetchik, mi Volemak, dijo que el Alma Suprema lo estaba guiando —recordó Rasa, escupiendo las palabras con rencor—. ¿Qué clase de guía es ésta? ¿Acaso el Alma Suprema le dijo que enviara a mis hijos a la ciudad, donde estuvieron a punto de matarlos? ¿Acaso el Alma Suprema transformó a mi hijo en un homicida y un fugitivo? ¿Qué está haciendo el Alma Suprema? No creo que el Alma Suprema haya intervenido. Gaballufix tenía razón. Mi amado Volemak ha perdido el juicio, y su locura ha contagiado a nuestros hijos.
Estas palabras indignaron a Luet.
—Deberías avergonzarte —dijo.
—¡Silencio, Lutya! —exclamó Hushidh.
—Deberías avergonzarte, Tía Rasa —insistió Luet —. Aunque para ti resulte temible y confuso, ello no significa que el Alma Suprema no lo entienda. Yo sé que el Alma Suprema está guiando al Wetchik, y también a Nafai. Todo esto redundará en el bien de Basílica.
—Pues te equivocas —declaró Rasa—. El Alma Suprema no siente un cariño especial por Basílica. Vela por el mundo entero. ¿Y si el mundo entero se beneficiara con la ruina de Basílica? ¿Y si perecen mis hijos? Para el Alma Suprema, una ciudad o una persona carece de importancia… ella teje un gran tapiz.
—Entonces debemos respetar sus designios —dijo Luet.
—Respeta lo que quieras —replicó Rasa—. No pienso respetar los designios del Alma Suprema si se propone convertir a mis hijos en asesinos y reducir mi ciudad a escombros. Si eso planea el Alma Suprema, ella y yo somos enemigas, ¿comprendes?
—Baja la voz, Tía Rasa —susurró Hushidh—. Despertarás a las pequeñas.
Rasa calló un instante y murmuró:
—He dicho lo que tenía que decir.
—No eres enemiga del Alma Suprema —dijo Luet—. Por favor, aguarda. Déjame averiguar cuál es su voluntad. Para eso me has llamado, ¿verdad? Para saber qué planea el Alma Suprema.
—Sí —admitió Rasa.
—Yo no puedo darle órdenes, pero le preguntaré —dijo Luet —. Aguarda aquí y yo…
—No —replicó Rasa—. No hay tiempo para que vayas a las aguas.
—No a las aguas —dijo Luet—. A mi habitación. A dormir. A soñar. A escuchar la voz, a esperar la visión. Si llega.
—Pues date prisa —exigió Rasa—. Sólo tenemos una hora para decidir. Cada vez vendrá más gente aquí, y tendré que actuar.
—No puedo dar órdenes al Alma Suprema —repitió Luet—. Y el Alma Suprema fija sus propias pautas. No sigue las tuyas.
Kokor fue al escondrijo favorito de Sevet, adonde ella llevaba a sus amantes para que Vas no se enterase. No la encontró.
—Ya no viene por aquí —explicó Iliva, la amiga de Sevet—. Ni por ninguno de los demás sitios de la Villa de los Pintores. ¡Tal vez haya decidido ser fiel!
Iliva se despidió de Kokor con una carcajada. De modo que Kokor no podría sorprender a su hermana. Qué decepción.
¿Por qué Sevet había buscado un nuevo escondrijo? ¿Su esposo Vas la habría espiado? ¡Él era demasiado orgulloso para eso! Pero lo cierto era que Sevet había abandonado sus viejos escondites, aunque Iliva y sus otras amigas la habrían acogido con gusto.
Eso sólo podía significar una cosa: Sevet tenía un nuevo amante, algo más que una aventura pasajera, y era un personaje tan importante que debían buscar un nuevo refugio para impedir que el escándalo llegara a oídos de Vas.
Qué delicia, pensó Kokor. Intentó imaginar quién sería, cuál de los hombres famosos de la ciudad habría conquistado el corazón de Sevet. Por supuesto, tenía que ser un hombre casado; ningún hombre tenía derecho a pasar la noche en la ciudad a menos que estuviera casado con una mujer de Basílica. Cuando descubriera el secreto, pues, sería un escándalo por partida doble, pues la esposa agraviada haría quedar a Sevet como una verdadera mujerzuela.
Y la denunciaré, pensó Kokor. Si me oculta esta aventura sin decirme nada, no tengo ninguna obligación de guardar el secreto. Ella no ha confiado en mí, así que no estoy obligada a merecer su confianza.
Kokor no lo revelaría personalmente, pero conocía a muchos escritores satíricos del Teatro Abierto que se desvivían por enterarse de estos chismes y querrían ser los primeros en ridiculizar a Sevet y su amante en una obra. Y el precio que cobraría por la historia no sería alto: sólo la oportunidad de representar a Sevet cuando la ridiculizaran. Tumannu tendría que tragarse sus amenazas.