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Pero si había un modo mejor, tendría que encontrarlo pronto. A estas alturas, el imperátor sabría que Plod y el intercesor del ejército de Moozh habían muerto a manos de un asesino basilicano, a quien nadie había podido interrogar porque Moozh lo había despachado de inmediato. Luego Moozh había partido con mil hombres y nadie sabía su paradero. Esa noticia aterraría al imperátor, quien era muy consciente de que el poder de un monarca era muy frágil cuando sus mejores generales cobraban demasiada celebridad. El imperátor se preguntaría cuántos hombres se unirían a Moozh si el general decidía enarbolar la bandera de la rebelión en las montañas, y cuántos otros, demasiado leales para desertar, temerían luchar contra el más grande general gorayni. Todas estas aprensiones instarían al imperátor a poner sus ejércitos en movimiento, dirigiéndolos al sur y al oeste, hacia Khlam y Ulye.

Eso era conveniente. Asustaría aún más a los seggidugu, y aumentaría la posibilidad de someterlos mediante un truco. Y estos ejércitos no habrían avanzado mucho cuando el imperátor se enterase de que la audaz maniobra de Moozh había tenido éxito y la legendaria ciudad de Basílica estaba en manos gorayni.

Moozh sonrió complacido al pensar en el terror que esta noticia despertaría en el corazón de todos los cortesanos que le habían susurrado al imperátor que Moozh era un traidor. ¿Traidor? ¿Un hombre que tiene ingenio y valor suficiente para tomar una ciudad con sólo mil hombres? ¿Que sortea dos poderosos reinos enemigos para capturar una fortaleza de montaña que se yergue a la retaguardia de sus oponentes? ¿Qué clase de traidor es éste?, se preguntaría el imperátor.

Sin embargo también tendría miedo, pues siempre lo aterraba la audacia de sus generales. Sobre todo, la audacia de Vozmuzhalnoy Vozmozhno. El imperátor enviaría un par de emisarios, sin duda un intercesor, tal vez un nuevo amigo, y también un par de familiares de confianza. Ellos no tendrían autoridad para impartir órdenes a Moozh: los gorayni nunca habrían conquistado tantos reinos si los imperatores hubieran permitido que sus subordinados contradijeran las órdenes de sus generales en campaña. Pero tendrían permiso para inmiscuirse, cuestionar, protestar, exigir explicaciones y comunicar al imperátor todo lo que les resultara sospechoso.

¿Cuándo llegarían esos emisarios? Deberían cruzar el desierto por la misma ruta que Moozh había seguido con sus hombres. Pero ahora Seggidugu e Izmennik vigilarían esa carretera, así que necesitarían una numerosa custodia, carretas de provisiones, muchos exploradores, tiendas y toda clase de ganado. Los emisarios no tendrían la voluntad ni la capacidad para moverse con la rapidez del ejército de Moozh. Así que tardarían por lo menos una semana en llegar, tal vez más. Pero cuando llegaran, tendrían muchos soldados —tal vez tantos como Moozh— y estos soldados no serían hombres que hubieran luchado bajo su mando, hombres que él hubiera entrenado, hombres en quienes pudiera confiar.

Una semana. Moozh disponía de una semana para llevar a cabo el plan que trazara. Podía intentar su estratagema contra Seggidugu ahora y arriesgarse a una profunda humillación si encontraba resistencia. En ese caso, las Ciudades de la Planicie se unirían contra él y pronto Basílica sería sitiada. Ello no provocaría su degradación, pero quitaría fama a su nombre y lo dejaría a merced del imperátor. Los últimos días habían sido deliciosos, pues no había tenido que prestarse a los juegos de engaño y subterfugio que le consumían la vida cuando tenía que tratar con un amigo designado por el imperátor, por no mencionar a un intercesor ambicioso y entrometido. Moozh no había matado mucha gente con sus propias manos, pero disfrutaba con el recuerdo de esas muertes: esos rostros sorprendidos, el exquisito alivio que él había sentido. Ni siquiera la necesidad de matar a Smelost, ese leal soldado de Basílica, empañaba la alegría de su nueva libertad.

¿ Estoy preparado ?

¿Estoy preparado para realizar la maniobra de mi vida, para lanzar mi venganza contra el imperátor en nombre de Pravo Gollossa? ¿Para apostarlo todo a mi capacidad para unir Basílica, Seggidugu y las Ciudades de la Planicie, junto con los soldados gorayni que me sigan y el respaldo que podamos obtener de Potokgavan?

Y si no estoy preparado para eso, ¿lo estoy para someterme de nuevo al yugo con que el imperátor domina a todos sus generales? ¿Estoy preparado para inclinarme ante la voluntad de la encarnación de Dios en Armonía? ¿Estoy preparado para esperar años y hasta décadas por una oportunidad que quizá nunca se presente tan propicia?

Supo la respuesta aun antes de formularse la pregunta. Debía transformar esa semana, ese día, esa hora, en su oportunidad de derrocar a los gorayni y reemplazar ese imperio cruel y brutal por un imperio generoso y democrático, conducido por los sotchitsiya, cuya postergada venganza ya era inexorable. Moozh se había instalado con un ejército leal en la ciudad que simbolizaba todo lo que había de débil, afeminado y cobarde en el mundo. Ansiaba destruirte, Basílica, pero en cambio te robusteceré. Te transformaré en centro del mundo, pero un mundo regido por hombres poderosos, no por mujeres débiles y medrosas, por políticos, chismosos, actores y cantantes. Tal vez la mayor historia que se cuente sobre Basílica no diga que era la ciudad de las mujeres, sino la ciudad que descendía de los sotchitsiya.

Basílica, ciudad de las mujeres, aquí está tu esposo; para someterte y enseñarte las artes domésticas que has olvidado.

Moozh echó otro vistazo a la lista de nombres de Bitanke. Si buscaba a alguien que gobernara Basílica en nombre del imperátor, tendría que escoger a un hombre como cónsuclass="underline" un hijo de Wetchik, si podía hallarlo, o el mismo Rashgallivak, o un hombre más débil a quien secundaría con Bitanke.

Pero si Moozh deseaba unir Basílica, las Ciudades de la Planicie y Seggidugu contra el imperátor, necesitaba convertirse en ciudadano de Basílica mediante el matrimonio, y conquistar una posición destacada; no necesitaba un cónsul, sino una novia.

Las candidatas más interesantes de la lista, pues, eran las dos muchachas: la vidente y la descifradora. Eran jóvenes, tan jóvenes que ofendería a muchos si se casaba con una de ellas, sobre todo con la vidente. ¡Trece años! Sin embargo, esas dos muchachas tenían el prestigio adecuado, el prestigio que lo favorecería si desposaba a una de ellas. Moozh, el gran general gorayni, desposando a una de las mujeres más piadosas de Basílica, entrando en la ciudad corno un humilde esposo y no como un conquistador. Se ganaría los corazones basilicanos, no sólo los de aquellos que ya le agradecían la paz que había impuesto, sino los de todos, pues deducirían que no deseaba dominarlos, sino conducirlos a la grandeza.

Siendo esposo de la descifradora o la vidente, Moozh ya no tendría Basílica. Sería Basílica, y en vez de enviar ultimátum a los reinos del sur y las ciudades de la costa occidental, lanzaría un grito de guerra. Arrestaría a los espías de Potokgavan y los enviaría de vuelta a su pantanoso imperio con obsequios y promesas. Y la noticia correría como reguero de pólvora en todo el norte: Vozmuzhalnoy Vozmozhno se ha proclamado la nueva encarnación, el auténtico imperátor. Convoca a todos los soldados leales a Dios para que se le unan en el sur, o para que se levanten contra el usurpador dondequiera que estén. Mientras tanto, una nueva consigna se susurraría en Pravo Gollossa: los sotchitsiya mandarán. ¡Levantaos para tomar lo que os pertenece desde hace tantos años!

En medio del caos reinante, Moozh marcharía hacia el norte, juntando aliados mientras avanzaba. Los ejércitos gorayni retrocederían, los nativos de la naciones conquistadas lo recibirían como a un liberador. Marcharía hasta expulsar a los gorayni a sus propias tierras, y ahí se detendría a pasar un largo invierno en Pravo Gollossa, donde entrenaría su heterogéneo ejército hasta transformarlo en una invencible fuerza de combatientes. En la primavera del año siguiente invadiría las escarpadas tierras de los gorayni y destruiría su capacidad de gobernar. Haría cortar los pulgares a todos los hombres en edad de combatir, para que jamás pudieran volver a empuñar el arco ni la espada, y con cada pulgar cercenado los gorayni recordarían el dolor de los sotchitsiya sin lengua.