¡Que Dios intentara impedírselo!
Pero sabía que Dios no lo detendría. En estos últimos días, desde que había retado a Dios y había viajado al sur para capturar Basílica, Dios no había intentado oponerse, no le había enturbiado los pensamientos. Temía que Dios le hiciera olvidar los planes que estaba trazando. Pero Dios debía de saber que no importaría, pues esos planes eran tan precisos y evidentes que Moozh sólo tendría que trazarlos una vez más… todas las veces que fuera preciso.
Para mí será el derrumbe de los gorayni y la unificación de la costa occidental. Para mi hijo será la conquista de Potokgavan, la civilización de las tribus de los bosques del norte, el sometimiento de los piratas de la costa norte. Mi hijo, y el hijo de mi esposa.
¿Cuál de las dos elegiría? La vidente era la más poderosa, la que gozaba de mayor prestigio, pero también era la más joven, demasiado joven, en realidad. Existía el riesgo de que la gente la compadeciera por aquel matrimonio, a menos que Moozh la persuadiera de acudir por voluntad propia.
La descifradora, en cambio, aunque gozaba de menor prestigio, cumplía los requisitos, y tenía dieciséis años. Era una buena edad para un matrimonio político, pues no tenía esposos anteriores y, si Bitanke estaba en lo cierto, ni siquiera se le conocían amantes. Además, la vidente transmitiría su aura de prestigio al matrimonio, pues la descifradora era su hermana, y Moozh se cercioraría de que la vidente recibiera un buen trato y estuviera estrechamente ligada a la nueva dinastía.
Era un plan muy atractivo. Ahora sólo le faltaba contar con la certidumbre necesaria para actuar. La certidumbre necesaria para ir a la casa de Rasa e ingeniárselas para obtener la mano de una de esas muchachas.
Llamaron a la puerta. Moozh golpeó la mesa. La puerta se abrió.
—Señor —dijo el soldado—, hemos efectuado un interesante arresto en la calle, frente a la casa de Rasa.
Moozh alzó los ojos y aguardó el resto del mensaje.
—El hijo menor de Rasa. El que mató a Gaballufix.
—Había escapado al desierto —dijo Moozh—. ¿Estás seguro de que no es un impostor?
—Tal vez. Pero salió de la casa de Rasa y se presentó ante el sargento para anunciarle quién era y decirle que necesitaba hablar contigo de asuntos que determinarían tu futuro y el futuro de Basílica.
—Ah —dijo Moozh.
—De forma que o bien se trata de ese niño con cojones de hierro que decapitó a Gaballufix y se marchó de la ciudad con su ropa, o de un loco que desea morir.
—O de las dos cosas. Tráelo, y prepara una escolta de cuatro soldados para llevarlo de regreso a la casa de la dama Rasa. Si ves que lo abofeteo cuando abras la puerta para llevártelo, mátalo en el porche de Rasa. Si le sonrío, trátalo con cortesía y respeto. De lo contrario, está arrestado y no podrá salir de esta casa.
El soldado dejó la puerta abierta al marcharse. Moozh se reclinó en la silla y aguardó. Es muy interesante, pensó, que no tenga que buscar a los protagonistas de los juegos sanguinarios de esta ciudad. Todos acuden a mí, uno por uno. Se suponía que Nafai había huido al desierto, fuera de mi alcance, y sin embargo estaba en casa de Rasa. ¿Qué otras sorpresas nos reserva esa casa? ¿Los otros hijos? ¿Cómo los había definido Bitanke…? Elemak, el caravanero astuto y peligroso; Mebbekew, obseso sexual; Issib, el inválido inteligente. ¿Y por qué no Wetchik, el vendedor de plantas visionario? Tal vez todos esperaban en casa de Rasa a que Moozh decidiera cómo utilizarlos.
¿Era posible que Dios hubiera resuelto apoyar la causa de Moozh? ¿Que en vez de oponerse lo ayudara, poniéndole en las manos las herramientas que necesitaba para cumplir su propósito?
No soy la encarnación de nada salvo de mí mismo, pensó Moozh. No deseo jugar al santurrón, como el imperátor. Pero si al fin Dios está dispuesto a prestarme ayuda, no la rechazaré. Tal vez, en el corazón de Dios, haya llegado la hora de los sotchitsiya.
Nafai tenía miedo, pero al mismo tiempo no lo tenía. Era una sensación extrañísima. Como si albergara en su interior un animal aterrorizado, temeroso de entrar en un lugar donde una palabra podía significar la muerte, y sin embargo Nafai, esa parte de Nafai que no era el animal, estuviera fascinado por averiguar lo que diría, por conocer a Moozh, por ver qué sucedería. Era consciente de que podía morir, pero en un nivel más profundo había decidido que la supervivencia personal carecía de importancia.
Los soldados habían demostrado más perplejidad que alarma cuando él se les acercó en la calle para decirles: «Llevadme donde el general. Soy Nafai, hijo de Wetchik, el que mató a Gaballufix». Con estas palabras había puesto la vida en sus manos, pues ahora Moozh tenía testigos de la confesión de un delito que podía conducir a su ejecución; Moozh ni siquiera tendría que inventar un pretexto para hacerlo matar.
La casa de Gaballufix no había cambiado, y sin embargo le resultaba distinta. No había modificaciones en los adornos ni en el mobiliario. Conservaba su indolente opulencia, su elegancia, su rebuscada decoración, sus colores estridentes. Sin embargo, el efecto de esta ostentación no era abrumador, sino patético, pues la estricta disciplina y la pronta obediencia de los soldados gorayni surtían un efecto disolvente. Gaballufix había escogido los muebles para intimidar y abrumar a sus visitantes; ahora resultaban débiles, afectados, como si la persona que los había adquirido temiera que la gente descubriese la debilidad de su alma y necesitara parapetarse tras esa barricada de colores chillones y oropeles.
El verdadero poder, comprendió Nafai, no se manifestaba en cosas que pudieran comprarse con dinero. El dinero sólo compraba la ilusión de poder. El poder verdadero residía en la fuerza de la voluntad, una voluntad capaz de convencer a los demás de que obedecieran sin titubeos. El poder que se ganaba mediante el engaño se evaporaba bajo la ardiente luz de la verdad, como había descubierto Rashgallivak; pero el poder verdadero se fortalecía cuando se miraba de cerca, aunque residiera en una sola persona, un hombre sin ejércitos, sin servidumbre, sin amigos, pero dotado con una voluntad indómita.
Un hombre así le estaba aguardando, sentado a una mesa detrás de una puerta abierta. Nafai conocía la habitación. Allí él y sus hermanos se habían enfrentado a Gaballufix, allí Nafai había pronunciado las frases que habían desbaratado las delicadas negociaciones de Elemak por el índice. Claro que Gaballufix se proponía engañarlos. Lo cierto era que Nafai había hablado sin rodeos, sin comprender que Elemak, el astuto negociador, le ocultaba datos cruciales.
Nafai decidió ser más cauto, retener información tal como había hecho Elemak, ser hábil en esta conversación.
Entonces el general Moozh irguió la cabeza y Nafai le miró los ojos y vio un profundo pozo de rabia, sufrimiento y orgullo y, en el fondo del pozo, una feroz inteligencia que no se dejaría engañar.
¿Esto es Moozh? ¿De verdad he logrado verlo?
Y el Alma Suprema le susurró en el corazón: Te lo he mostrado tal como es.
Entonces no puedo mentir a este hombre, pensó Nafai. Y es mejor así, pues soy un pésimo embustero. No tengo destreza para ello: no puedo mantener el profundo autoengaño que se requiere para mentir con convicción. La verdad aflora siempre a la superficie de mi mente, por eso me delato en cada palabra, cada mirada y cada gesto.