Aprenderé a imitar la voz de Sevet, pensó Kokor, y a burlarme de su canto. Nadie la parodia tan bien como yo. Nadie conoce tan bien los defectos de su voz. ¡Se arrepentirá de haberse guardado el secreto! Pero estaré enmascarada cuando la ridiculice, y lo negaré, lo negaré todo; aunque Madre misma me pida que jure por el Alma Suprema, lo negaré. Sevet no es la única que sabe guardar un secreto.
Era tarde, pronto amanecería, pero faltaba una hora para que terminaran las últimas comedias. Si se daba prisa, quizá pudiera regresar al teatro para el final de la obra. Pero no se resignaba a presentarse ante Tumannu y representar la farsa de pedirle perdón y sollozar jurando que nunca más se iría en medio de una actuación. Sería demasiado degradante. ¡Una hija de Gaballufix no tenía por qué rebajarse ante una productora teatral!
Pero ahora está muerto, así que no importará si soy su hija. Ese pensamiento la llenó de consternación. Se preguntó si el tal Rash tendría razón, si Padre le habría legado suficiente dinero para ser rica y comprarse un teatro propio. Perfecto, eso lo resolvería todo. Claro que Sevet dispondría de la misma cantidad de dinero y tal vez decidiera comprarse también su propio teatro, porque tendría que eclipsar a Kokor como de costumbre, robándole su oportunidad de gloria. Sin embargo Kokor sería mejor empresaria y daría por tierra con el mísero teatro imitativo de Sevet; al fracasar, Sevet perdería toda su herencia, mientras que Kokor sería la principal figura del teatro basilicano, y un día acudiría a Kokor rogándole un papel estelar en una de sus obras, entonces Kokor abrazaría a su hermana y sollozaría diciendo: «Ay, querida hermana, con gusto te pondría en una obra menor, pero no puedo arriesgar el dinero de mis inversores en un espectáculo protagonizado por una cantante que ya ha pasado la flor de la edad.»
¡Era un sueño delicioso! No importaba que Sevet sólo tuviera un año más. Esa diferencia bastaba. Ahora Sevet le llevaba la delantera, pero pronto la juventud sería más valiosa que la edad, y entonces Kokor tendría las de ganar. Siempre superaría a Sevet en juventud y belleza. Además, tenía tanto talento como su hermana.
Llegó a su casa, el pequeño edificio que ella y Obring habían alquilado en Villa del Cerro. Era modesta, pero estaba decorada con un gusto exquisito. Había aprendido eso de Tía Dhelembuvex, la madre de Obring: era mejor una vivienda pequeña y elegante que una casa grande y mal decorada. «Una mujer debe presentarse como un dechado de perfección», sentenciaba Tía Dhel. Kokor lo había escrito mucho mejor, en un aforismo que había publicado a los quince años, antes de casarse con Obring y marcharse de la casa de Madre:
Kokor se enorgullecía de que las líneas sobre el capullo perfecto fueran frases breves y sencillas, mientras que las líneas sobre la flor llamativa eran largas y engorrosas. Pero para su decepción, ningún compositor de renombre había compuesto un aria con su aforismo, y los jóvenes que le habían presentado sus melodías eran farsantes sin talento que no sabrían componer una canción adecuada para la voz de Kokor. Ni siquiera se acostó con ninguno de ellos, excepto con aquel de cara tímida y dulce. ¡Ah, era una fiera en la cama! Estuvo con él tres días, pero él había insistido en cantarle sus melodías, así que lo había mandado a paseo.
¿Cómo se llamaba?
Tenía el nombre en la punta de la lengua cuando entró en la casa y oyó un extraño jadeo en la habitación del fondo. Como los resuellos y gemidos de los mandriles que vivían en la otra margen de Laguna: «Oh-ohh-ohhh.»
Pero no eran mandriles. Y el sonido procedía de la alcoba. Kokor subió deprisa la sinuosa escalera, a la luz del claro de luna que se filtraba por la claraboya, de puntillas, en silencio, sabiendo que sorprendería a su esposo Obring con alguna pelandusca. ¡En la cama de Kokor! ¡Era una marranada, una indecencia! ¿Cómo podía ser tan desconsiderado? Kokor nunca llevaba sus amantes a la casa, jamás les permitía sudar en las sábanas de su esposo. Lo justo era lo justo, y montaría una memorable escena de orgullo herido cuando echara a esa fulana sin devolverle la ropa, para que tuviera que irse a casa desnuda. Obring se disculparía y prometería una compensación, con promesas, excusas y gimoteos, pero Kokor ya había resuelto no renovarle el contrato cuando venciera, y así escarmentaría a ese descarado.
En el dormitorio alumbrado por la luna, Kokor encontró a Obring ocupado en la actividad que ya había sospechado. No veía la cara de su marido, ni el rostro de la mujer a quien él brindaba su fogosa compañía, pero no necesitaba la luz del día ni una lente de aumento para comprender de qué se trataba.
—Repugnante —declaró.
Resultó tal como ella había esperado. Obviamente no le habían oído subir las escaleras, y su voz sobresaltó a Obring. Se quedó inmóvil un instante y volvió la cabeza, con cara de tonto arrepentido.
—Kyoka —dijo—. Has vuelto temprano.
—Debí saberlo —dijo la mujer que estaba en la cama. La espalda desnuda de Obring aún le ocultaba la cara, pero Kokor reconoció la voz de inmediato—. Tu obra es tan lamentable que ni siquiera has terminado de representarla.
Kokor apenas reparó en el insulto, apenas reparó en el desenfado de Sevet. Por eso ha buscado un nuevo escondite, pensó, no porque su amante fuera famoso, sino para ocultarme la verdad.
—Cada noche hay cientos de admiradores dispuestos a una yibattsa contigo —susurró Kokor—. Pero tenías que poseer a mi marido.
—Oh, no lo tomes como algo personal —dijo Sevet, apoyándose en los codos. Los senos le colgaban a los costados. A Kokor le satisfacía ver esos pechos flojos, ver que Sevet, a los diecinueve años, estaba más vieja y más gorda que ella. Pero Obring había deseado ese cuerpo, había gozado de ese cuerpo en la misma cama donde tantas noches dormía junto a las formas perfectas de Kokor. ¿Cómo podía siquiera excitarse con Sevet, después de ver a Kokor a la hora del baño tantas mañanas ?
—Tú no lo aprovechabas, y él es muy tierno —adujo Sevet—. Si te hubieras molestado en satisfacerlo, él ni siquiera me habría mirado.
—Lo lamento —murmuró Obring—. No fue mi intención.
Esa actitud sumisa e infantil era exasperante, pero Kokor contuvo su furia. La contuvo como si encerrara un tornado en una botella.
—¿Es que fue un accidente? —murmuró—. ¿Tropezaste, perdiste el equilibrio, se te rompió la ropa y por casualidad caíste encima de mi hermana?
—Quiero decir… quería interrumpir esto, todos estos meses…
—Meses —jadeó Kokor.
—No hables más, cachorrito —dijo Sevet—. Sólo empeoras las cosas.
—¿Tú lo llamas «cachorrito»? —preguntó Kokor. Era la palabra que ambas usaban cuando eran adolescentes, para describir a los jovencitos que jadeaban de deseo.
—Estaba tan ávido que no pude evitarlo —sonrió Sevet, liberándose del abrazo de Obring— . Y a él le gusta que se lo diga.
Obring se sentó desconsoladamente en la cama. No intentó cubrirse. Era evidente que por esa noche había perdido todo interés en el amor.
—No te preocupes, Obring —dijo Sevet. Se plantó junto a la cama y se agachó para recoger su ropa—. Ella te renovará el contrato. No creo que esté ansiosa por revelar esta historia, así que te renovará el contrato todo el tiempo que quieras, tan sólo para evitar que vayas por ahí contándolo.
Kokor miró el vientre abultado de Sevet, los pechos fláccidos. Y sin embargo había poseído a su esposo. Después de todo lo demás, también le había robado eso. Era insoportable.