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—El vestíbulo no es un lugar cómodo —dijo Moozh—. Tal vez haya alguna habitación privada, donde los madrugadores no nos interrumpirán.

—¿Para qué necesitamos una habitación privada, cuando aún no sabemos si mis sobrinas te recibirán?

—Tu sobrina y tu nuera —señaló Moozh.

—Una nueva relación. Pero nuestro afecto no podrá ser mayor del que ya existía.

—Amas entrañablemente a esas muchachas.

—Las defendería con mi vida.

—Y a pesar de ello, ¿no puedes disponer de una habitación privada para que conozcan a un visitante extranjero?

Rasa lo miró con cara de poc os amigos y lo condujo a su pórtico, a la zona cerrada desde la cual no se veía el Valle de la Grieta. Pero Moozh no se dignó sentarse en el banco que ella le indicó. Se dirigió a la balaustrada que había más allá de los biombos. Los hombres tenían prohibido entrar allí, ver ese paisaje, pero Rasa supo que si intentaba impedírselo sólo se pondría en ridículo.

Se le acercó, pues, y contempló el valle.

—Ves lo que pocos hombres han visto —comentó.

—Pero tu hijo lo ha visto —dijo Moozh—. Ha flotado desnudo en las aguas del lago de las mujeres.

—No fue idea mía —señaló Rasa.

—Ya sé, el Alma Suprema, que nos guía por sendas tortuosas. Tal vez la mía sea la más tortuosa de todas.

—¿Y qué curva cogerás ahora?

—La que conduce a la grandeza y la gloria. A la justicia y la libertad.

—¿Para quién?

—Para Basílica, si la ciudad acepta.

—Ya tenemos grandeza y gloría. Ya tenemos justicia y libertad. ¿Por qué crees que tus afanes añadirán algo a lo que ya poseemos?

—Quizá tengas razón. Quizá sólo esté usando a Basílica para dar más fama a mi propio nombre, en el comienzo, cuando lo necesito. ¿Acaso la gloria basilicana es tan escasa y preciosa que no le sobra una pizca para compartirla conmigo?

—Moozh, te aprecio tanto que casi lamento el terror que llena mi corazón cuando pienso en ti.

—¿Por qué? No quiero perjudicarte a ti ni a tus seres queridos.

—No es eso lo que me aterra. Son tus designios para mi ciudad, para el mundo en general.

El Alma Suprema fue creada para impedir lo que tú representas. Tú representas la maquinaria bélica, el ansia de poder, el afán de expansión.

—Me enorgullece que me alabes así. Oyeron pasos a sus espaldas, y al volverse Rasa vio a Luet y Hushidh. Nafai se mantenía a distancia.

—Ven con tu esposa y tu cuñada, Nafai —indicó Rasa—. El general Moozh ha decidido que nuestra antigua costumbre debe anularse, al menos por esta mañana, cuando el sol se dispone a asomar tras las montañas.

Nafai apuró el paso, y ocuparon sus lugares. Moozh los dispuso con astucia, al apoyarse en la balaustrada, de modo que los demás se sentaron en el arco de bancos y Moozh dominó el centro de la escena.

—He venido aquí para felicitar a la vidente por su boda de anoche.

Luet asintió gravemente, aunque sin duda sabía que Moozh tenía otro propósito. Rasa esperaba que Nafai tuviera alguna idea de ese propósito y hubiera alertado a las jóvenes.

—Me asombró que te casaras tan joven —prosiguió Moozh—. Sin embargo, tras conocer al joven Nafai, creo que te has casado bien. Un consorte adecuado para la vidente, pues Nafai es un joven valiente y noble. Tan noble, a decir verdad, que le supliqué que me permitiera designarlo cónsul de Basílica.

—No existe ese cargo —señaló Rasa.

—Existirá, como existió antes. Un cargo innecesario en tiempos de paz, pero imprescindible en tiempos de guerra.

—No tendríamos ninguna guerra si tú te marcharas.

—Eso no importa, pues tu hijo rechazó ese honor. En cierto modo es afortunado. Claro que hubiera sido un cónsul espléndido. La gente lo habría aceptado, pues no sólo es el esposo de la vidente, sino que también oye la voz del Alma Suprema. Un profeta y una profetisa, juntos en la cámara más alta de la ciudad. Y si algunos temieran que Nafai fuera un pelele, un títere del amo gorayni, bastaría con recordarles que antes de la llegada del general Moozh, el joven Nafai, siguiendo órdenes del Alma Suprema, acabó audazmente con una gran amenaza para la libertad de Basílica y ejecutó justamente a Gaballufix, por haber ordenado el asesinato de Roptat. La gente habría aceptado a Nafai de buen grado, y él habría sido un cónsul sabio y competente. En especial con el asesora-miento de Rasa.

—Pero no aceptó —señaló Rasa.

—Así es.

—Entonces, ¿a qué vienen tantas adulaciones?

—Porque hay más de una manera de alcanzar el mismo fin. Por ejemplo, podría denunciar a Nafai por el cobarde asesinato de Gaballufix, y presentar a Rashgallivak como el hombre que heroicamente procuró imponer orden en la ciudad en tiempos de agitación. Si no hubiera sido por la pérfida interferencia de una descifradora llamada Hushidh, lo habría logrado, pues todos saben que Rashgallivak no tenía las manos manchadas de sangre. En cambio, era un mayordomo servicial que procuraba defender las casas de Wetchik y Gaballufix. Mientras Nafai y Hushidh van a juicio por sus delitos, Rashgallivak es nombrado cónsul de la ciudad. Y, desde luego, toma bajo su protección a las hijas de Gaballufix, y lo mismo hará con la viuda de Nafai cuando éste sea ajusticiado, y con la descifradora cuando ella sea indultada. El consejo de la ciudad no tolerará que esas pobres mujeres sufran la influencia de la insidiosa dama Rasa.

—Veo que sí sabes amenazar —comentó Rasa.

—Mi señora, describo posibilidades, opciones, todas las cuales me conducirán a la meta que al final alcanzaré de un modo u otro. Lograré que Basílica sea mi aliada. Será mi ciudad antes que inicie mi rebelión contra la tiranía del imperátor goraym.

—¿Hay otra manera? —preguntó Hushidh en voz baja.

—Hay otra, que quizá sea la mejor de todas —asintió Moozh—. Es la razón por la cual Nafai me ha traído aquí: para que yo pudiera pedir la mano de la descifradora.

Rasa se quedó asombrada.

—¿Su mano?

—A pesar de mi apodo, no tengo esposa. No es bueno que un hombre esté solo mucho tiempo. Tengo treinta años… espero que no sean tantos como para impedir que me aceptes, Hushidh.

—Ella está destinada a mi hijo —objetó Rasa. Moozh se volvió hacia ella, y por primera vez montó en cólera.

—¡Un tullido que se esconde en el desierto, un inválido a quien esta niña encantadora jamás ha deseado como esposo!

—Te equivocas —intervino Hushidh—. Sí lo deseo.

—Pero no te has casado con él —señaló Moozh.

—No me he casado.

—Y no hay ningún obstáculo legal para que te cases conmigo —prosiguió Moozh.

—No lo hay.

—Entra en esta casa y mátanos a todos —declaró Rasa—¿ pero no permitiré que te lleves a esta niña por la fuerza.

—No armes tanto jaleo. No pretendo llevármela por la fuerza. Como he dicho, puedo seguir varios caminos. En cualquier momento Nafai puede aceptar el consulado, con lo cual el pesado lastre de mi propuesta matrimonial intimidará menos a Hushidh… aunque no la retiraré, si ella desea compartir mi futuro conmigo. Pues te aseguro, Hushidh, que mi vida será gloriosa, y el nombre de mi esposa será cantado con el mío para siempre. ¡

—La respuesta es no —dijo Rasa.

—No te he preguntado a ti —replicó Moozh.

Hushidh miró a cada uno de ellos, pero sin preguntar nada. Rasa comprendió que Hushidh no veía los rasgos de los presentes, sino las hebras de amor y lealtad que los unían.