—Lloraré mientras camine por el desierto —espetó Luet—. Pero ahora tenemos muy pocas horas para prepararnos.
—Qué, ¿acaso debo enseñarte la ceremonia?
—Eso llevará cinco minutos —dijo Luet—, y las sacerdotisas me ayudarán de todos modos. Debemos dedicar el tiempo que nos queda a hacer el equipaje.
—El viaje —suspiró Rasa con amargura.
—Debemos tener todo preparado para cargar los camellos en cinco minutos —añadió Luet—. ¿No es así, Nafai?
—Aún es posible que todo salga bien —asintió Nafai—. Madre, no es momento para rendirse. Toda tu vida has arrostrado las dificultades con entereza. ¿Te derrumbarás ahora, cuando más te necesitamos para infundir ánimo a los demás?
—¿O esperas que nosotros convenzamos a Sevet y Vas, Kokor y Obring, de prepararse para un viaje al desierto? —preguntó Luet.
—¿Crees que Elemak y Mebbekew aceptarán mis instrucciones? —preguntó Nafai. Rasa se enjugó los ojos.
—Pedís demasiado de mí —se lamentó—. No soy tan joven como vosotros. No soy tan fuerte.
—Claro que lo eres —dijo Luet—. Por favor, dinos qué debemos hacer.
Rasa se tragó su pena por el momento y asumió su antiguo papel. Al cabo de unos minutos la casa entera estaba en movimiento: las criadas hacían el equipaje y preparaban lo indispensable, las secretarias redactaban cartas de recomendación para las maestras e informes sobre la situación de cada alumno, para que no tuvieran dificultades en inscribirse en otros establecimientos cuando cerrara la escuela de Rasa.
Luego Rasa enfiló hacia la cámara nupcial de Elemak, para afrontar la desgarradora situación de informar a los renuentes viajeros que debían asistir a la boda, acompañados por soldados, y prepararse para una travesía por el desierto, pues por alguna razón el Alma Suprema se había obstinado en ensañarse con ellos y en mandarlos a vivir con los escorpiones.
EN LA ORQUESTA, Y NO EN UN SUEÑO
No era así como Elemak hubiera deseado pasar la mañana siguiente a su boda. Se suponía que era un momento indolente para dormitar y hacer el amor, para hablar y reír. En cambio había consistido en agitados preparativos, preparativos inadecuados a decir verdad, pues se disponían a realizar un viaje al desierto pero no tenían camellos ni tiendas ni provisiones. Y la reacción de Eiadh era alarmante. Mientras que Dol, la esposa de Mebbekew, no vacilaba en colaborar, y aún más que ese perezoso de Meb, Eiadh se había pasado la mañana protestando. ¿No podemos quedarnos y alcanzarlos después? ¿Tenemos que irnos sólo porque Tía Rasa está arrestada?
Al fin Elemak mandó a Eiadh a ver a Luet y Nafai, para que le dieran respuestas, mientras él supervisaba los preparativos y desechaba prendas inútiles. Esto significó un enfrenta-miento con Kokor, la hija de Rasa, que no comprendía por qué no podía llevar al desierto sus ligeros y provocativos vestidos. Al fin Elemak estalló, delante de Sevet y los esposos de las dos hermanas: «Escucha, Kokor, el único nombre que podrás tener allá es tu marido, y cuando quieras seducirlo a él, puedes desnudarte». Cogió el vestido preferido de Kokor y lo rasgó por la mitad. Kokor chilló y lloró, pero luego regaló generosamente sus vestidos favoritos, o quizá los cambió por prendas más prácticas, pues era posible que Kokor no tuviera ninguna que pudiera servir.
Como si el ajetreo de hacer el equipaje no hubiera sido suficiente, después tuvo que afrontar el recorrido por la ciudad. Los soldados habían sido bastante discretos, no habían formado una falange de energúmenos marcando el paso, pero aun así eran soldados gorayni, y los viandantes —la mayoría con rumbo a la Orquesta— les dejaban un espacio alrededor y los miraban boquiabiertos.
—Nos miran como si fuéramos delincuentes —comentó Eiadh.
Elemak la tranquilizó diciendo que la mayoría de los curiosos supondrían que eran huéspedes de honor con una escolta militar, con lo cual Eiadh se enorgulleció. A Elemak le molestó un poco que Eiadh fuera tan pueril. Padre le había advertido que las esposas jóvenes, aunque tuvieran cuerpos más esbeltos y ligeros, también tenían las mentes más ligeras. Eiadh era joven, simplemente; no se podía esperar que se tomara con seriedad los asuntos graves, ni siquiera que entendiera lo que era grave.
Ahora ocupaban lugares de honor, no en las gradas del anfiteatro, sino en la Orquesta misma, a la derecha de la plataforma baja que se había erigido en el centro expresamente para esta ceremonia. Ellos integraban la comitiva de la novia; al otro lado, la comitiva del novio estaba constituida por miembros del consejo de la ciudad, junto con oficiales de la guardia de Basílica y un puñado de oficiales gorayni. Aquí no había indicios de dominación gorayni. Tampoco eran necesarios. Elemak sabía que había muchos soldados gorayni y guardias basilicanos discretamente situados, pero a distancia prudente para intervenir si sucedía algún imprevisto. Por ejemplo, si algún conspirador o curioso intentaba cruzar el espacio abierto que separaba las comitivas de las gradas, los arqueros que se hallaban en los palcos del apuntador y de los músicos lo atravesarían con sus flechas.
Las cosas cambian deprisa, pensó Elemak. Hace unas semanas llegué de un fructífero viaje pensando que estaba preparado para ocupar mi sitio en los asuntos de Basílica. Gaballufix parecía ser el hombre más poderoso del mundo, y mi futuro como heredero de Wetchik y hermano de Gabya parecía brillante. Desde entonces, todo ha sido un torbellino de cambio. Una semana atrás, mientras se deshidrataba en el desierto, no hubiera creído que se casaría con Eiadh en la casa de Rasa. Y la noche anterior cuando él y Eiadh eran las figuras protagonistas de la ceremonia nupcial, no hubiera imaginado que Nafai y Luet, al mediodía del día siguiente, en vez de ser patéticos segundones en la boda de Elemak, se sentarían en la plataforma misma, donde Luet realizaría, la ceremonia y Nafai actuaría como padrino del general Moozh.
¡Nafai! ¡Un chico de catorce años! Y el general Moozh había pedido que le apadrinara para obtener la ciudadanía basilicana, como si Nafai fuera una eminencia. Bien, lo era, pero sólo por ser esposo de la vidente. Nadie podía pensar que Nafai merecía semejante honor por sí mismo.
Vidente, descifradora… Elemak nunca había prestado mayor atención a esas cosas. Todo se relacionaba con el sacerdocio, que era una actividad rentable pero lo sacaba de quicio. Como ese sueño tonto que Elemak había tenido en el desierto. Era sencillo transformar ese sueño absurdo en un plan de acción, gracias a los estúpidos que creían que el Alma Suprema era un ser noble en vez de un mero programa informático responsable de transmitir datos y documentos por satélite de ciudad en ciudad. El mismo Nafai decía que el Alma Suprema era sólo un ordenador, pero él, Luet, Hushidh y Rasa no se cansaban de decir que el Alma Suprema trataría de impedir esa boda y que todos terminarían yendo al desierto antes del atardecer. ¿Acaso un programa informático podía crear camellos a partir de la nada? ¿Hacer aparecer tiendas en el polvo? ¿Transformar rocas y arena en quesos y grano?
—¡Qué guapo está! —comentó Eiadh.
—¿Quién? —preguntó Elemak—. ¿Ha llegado el general Moozh?
—Me refiero a tu hermano, bobo.
Elemak miró hacia la plataforma y no le pareció que Nafai fuera tan guapo. Le pareció un tonto, disfrazado como un niño que fingía ser un hombre.
—No puedo creer que se acercara a un soldado gorayni y hablara con el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno mientras todos los demás dormían —dijo Eiadh.
—¿Qué tuvo de valiente? Fue un acto peligroso e imprudente, y mira a lo que condujo… Ahora Hushidh tiene que casarse con ese hombre.
Eiadh lo miró desconcertada.
—Elya, ella se casará con el hombre más poderoso del mundo. Y Nafai será su padrino.