—Sólo porque es el esposo de la vidente. Eiadh suspiró.
—Ella es una criaturilla desvalida. Pero esos sueños… Yo misma he tratado de tener sueños, pero nadie los toma en serio. Anoche, por ejemplo, tuve un sueño extrañísimo. Un mono volador y peludo con una dentadura horrible me arrojaba excrementos, y una rata gigante lo derribaba a flechazos. ¿No te parece absurdo? ¿Por qué yo no puedo tener sueños del Alma Suprema?
Elemak no la escuchaba. Estaba pensando que Eiadh envidiaba a Hushidh porque iba a casarse con el hombre más poderoso del mundo, y admiraba a Nafai por el desparpajo con que había ido a ver al general Moozh en medio de la noche. ¿Qué podía haber logrado, salvo enfurecerlo? Sólo su estúpida suerte le había permitido terminar en esa plataforma. Pero a Elemak lo irritaba, porque era Nafai quien estaba allí, ante los ojos de toda Basílica. Todos hablaban de Nafai, y verían a Nafai como el esposo de la vidente, el cuñado de la descifradora. Y cuando Moozh se nombrara rey —aunque lo disimulara usando la palabra cónsul—, Nafai quedaría emparentado con la realeza y casado con la nobleza, y Elemak sería un mercachifle del desierto. Claro que devolverían a Padre su dignidad de Wetchik, cuando Padre comprendiera finalmente que el Alma Suprema no los podría sacar de Basílica. Y Elemak sería otra vez su heredero, pero eso ya no significaría nada. Para colmo, sería Nafai quien le devolviera su rango y su futuro, como un regalo.
—Nafai es muy impetuoso —dijo Eiadh—. ¿No estás orgulloso de él?
¿Por qué no dejaba de hablar de Nafai? Hasta esa mañana, Elemak pensaba que Eiadh era el mejor partido que un hombre podía conseguir en esa ciudad, pero ahora comprendía que sólo era el mejor partido que podía conseguir un joven para un primer matrimonio. Algún día necesitaría una verdadera esposa, una consorte, y no había motivos para pensar que Eiadh maduraría para convertirse en esa persona. Siempre sería frívola y superficial, los mimos atributos que le habían resultado tan cautivadores. La noche anterior, mientras ella cantaba con esa voz gutural plena de pasión ensayada, había pensado que podía escucharla para siempre. Ahora miraba la plataforma y comprendía que era Nafai quien había contraído un matrimonio duradero.
Bien, pensó Elemak. Ya que no nos marcharemos de Basílica, conservaré a Eiadh un par de años y luego me desharé discretamente de ella. Quién sabe. Tal vez Luet no se quede con Nafai. Cuando crezca, quizá necesite a un hombre fuerte. Podemos recordar estos primeros matrimonios como fases inmaduras de nuestra juventud. Entonces yo seré el cuñado del cónsul.
En cuanto a Eiadh, bien, con suerte ella me dará un hijo antes de que nos separemos. ¿Pero sería una suerte? ¿Podrá mi hijo mayor, mi heredero, ser un verdadero hombre, teniendo por madre a una mujer tan superficial? Lo más probable es que los hijos de mis matrimonios posteriores, mis matrimonios futuros, sean los más dignos de ocupar mi puesto.
Con un nudo en el estómago, comprendió que Padre tal vez pensara lo mismo. A fin de cuentas, Rasa era su esposa de la madurez, e Issib y Nafai los hijos de ese matrimonio. ¿O Mebbekew no era la prueba parlante y ambulante de que los frutos de los matrimonios prematuros eran desdichados?
Pero yo no, pensó Elemak. Yo no fui el fruto de un matrimonio frívolo y prematuro. Yo fui el hijo que no se habría atrevido a pedir, el hijo de su tía Hosni, nacido sólo porque ella admiraba al joven Volemak cuando lo inició en los placeres de la alcoba. Hosni era una mujer de carácter, y Padre me admira y confía más en mí que en sus otros hijos. O confiaba, al menos, hasta que comenzó a tener visiones del Alma Suprema y Nafai aprovechó las circunstancias fingiendo que también él tenía visiones.
Elemak estaba furioso. Era una furia antigua y profunda, sumada a los celos que le despertaba la admiración de Eiadh por Nafai. Pero lo más irritante era el temor de que Nafai no estuviera fingiendo, de que por alguna razón inescrutable el Alma Suprema hubiera escogido al hijo menor, no al mayor, para que fuera el heredero. ¿Acaso el Alma Suprema no lo había dicho al adueñarse de la silla de Issib e impedir que Elemak golpeara a Nafai en ese barranco de las afueras de la ciudad? ¿Que Nafai un día guiaría a sus hermanos, o algo parecido?
Bien, querida Alma Suprema, nada podrás hacer si Nafai muere. ¿Alguna vez lo has pensado? Si puedes hablarle a él, también puedes hablarme a mí, y es hora de que empieces.
Te di el sueño de las esposas.
La frase le llegó a la mente con la claridad del habla. Elemak rió.
—¿De qué te ríes, Elya? —preguntó Eiadh.
—De la facilidad con que una persona puede engañarse a sí misma —respondió Elemak.
—La gente siempre dice que una persona puede mentirse a sí misma, pero yo nunca lo he entendido. Si te dices una mentira, sabrás que estás mintiendo, ¿verdad?
—Sí —dijo Elemak—, sabrás que estás mintiendo, y sabes cuál es la verdad. Pero algunos se enamoran de la mentira y se olvidan por completo de la verdad.
Como tú ahora, dijo esa voz en su cabeza. Prefieres creer la mentira de que no puedo hablar contigo ni con nadie, y así me niegas.
—Bésame —dijo Elemak.
—¡Elya, estamos en medio de la Orquesta! —protestó ella, pero Elemak notó que Eiadh deseaba besarlo.
—Mejor así. Nos casamos anoche. La gente espera que no pensemos en nada salvo en nosotros.
Eiadh lo besó, y Elemak se concentró en la caricia sin pensar en nada salvo el deseo.
Cuando dejaron de besarse, oyeron aplausos. Los habían visto, y Eiadh estaba encantada.
De inmediato Mebbekew le propuso un beso idéntico a Dol, quien tuvo la sensatez de negarse. Pero Mebbekew insistió, hasta que Elemak se le acercó para decirle:
—Meb, un anticlímax siempre es mal teatro. Tú mismo me lo has dicho infinidad de veces.
Meb lo miró con cara de pocos amigos y renunció a la idea.
Aún controlo la situación, pensó Elemak. Y no creeré en voces que me hablan en la mente sólo porque deseo oírlas. No soy como Padre, Nafai e Issib, empeñados en creer una fantasía porque les resulta confortante pensar que un ser superior se ocupa de todas las cosas. Yo puedo afrontar la dura verdad. Eso siempre es suficiente para un hombre cabal.
Sonaron las trompetas. Desde los minaretes que rodeaban el anfiteatro, los cuernos lanzaban sus ronquidos gemebundos. Eran instrumentos antiguos, no los cuernos afinados del teatro o del concierto, y no procuraban ser melodiosos. Cada cuerno producía una nota aislada, larga y estridente, que se apagaba cuando el instrumentista perdía el aliento. Las notas se superponían, ora con rechinante disonancia, ora con asombrosa armonía; siempre era un sonido impresionante y cautivador.
Silenció a los ciudadanos reunidos en las gradas y colmó a Elemak de trémula ansiedad, como a todas las personas allí reunidas. La ceremonia iba a comenzar.
Sed se detuvo en la puerta de Basílica y se preguntó por qué el Alma Suprema la había abandonado. ¿Acaso no la había ayudado en cada etapa de su marcha desde Potokgavan? Había encontrado un bote en el canal, allí había pedido que la llevaran y la habían aceptado sin más preguntas, aunque no podía pagarles. En el gran puerto, había dicho audazmente al capitán del corsario que el Alma Suprema le exigía viajar rápidamente a Costa Roja, y él se había reído, afirmando que sin cargamento podía efectuar el viaje en un día, con el viento favorable. En Costa Roja una dama elegante le había cedido su caballo en la calle.
En ese caballo Sed llegó a la Puerta Baja, esperando que la admitieran sin objeciones, como admitían a todas las mujeres, aunque no fueran ciudadanas. Pero en la puerta encontró soldados gorayni que no dejaban entrar a nadie.
—Hoy se celebra una gran boda —le explicó un soldado—. El general Moozh se casará con una dama basilicana.