Выбрать главу

Sin saber cómo, Sed comprendió al instante que esa boda era el motivo de su viaje.

—Entonces debes dejarme pasar —dijo—, porque soy una invitada.

—Sólo los ciudadanos de Basílica están invitados a asistir, y sólo los que ya estaban dentro de las murallas. Nuestras órdenes no admiten excepciones, ni siquiera para madres cuyos bebés lactantes estén dentro de las murallas, ni siquiera para médicos cuyos pacientes moribundos aguarden en la ciudad.

—El Alma Suprema me invitó —insistió Sed—, y con esa autoridad revocaré cualquier orden que te haya impartido un mortal.

El soldado se rió, pero no mucho, porque la muchedumbre había oído esa voz estentórea y miraba con curiosidad. Esa gente tampoco tenía permiso para entrar, y podía exaltarse a la menor provocación.

—Déjala pasar —intervino otro soldado—, así no irritaremos a la multitud.

—No seas tonto —dijo otro—. Si la dejamos pasar, tendremos que ceder con todos.

—Todos desean que yo entre —comentó Sed.

La multitud murmuró aprobatoriamente. Esto intrigó a Sed. La multitud de basilicanos obedecía de inmediato al Alma Suprema, mientras que los soldados gorayni eran sordos a su influencia. Por eso los gorayni eran una raza maligna, como decían en Potokgavan: no oían la voz del Alma Suprema.

—Mi esposo me aguarda adentro —dijo Sed, aunque sólo al decir estas palabras comprendió que eran verdad.

—Tu esposo tendrá que esperar —replicó un soldado.

—O conseguirse una amante —dijo otro, y los dos rieron.

—O masturbarse —añadió el primero, y lanzaron una carcajada.

—Deberíamos dejarla entrar —apuntó otro soldado—. ¿Y si Dios la ha escogido?

Otro soldado desenvainó su cuchillo y lo apoyó en la garganta del que había hablado.

—Ya sabes lo que nos han advertido… esa persona a quien queramos admitir es precisamente la que no debe entrar.

—Pero ella necesita estar allí —insistió el soldado que era sensible a la voz del Alma Suprema.

—Di una palabra más y te mato.

—¡No! —exclamó Sed—. Me iré. Esta puerta no es para mí.

Sentía una creciente urgencia por entrar en la ciudad, pero no podía permitir que mataran a ese hombre en vano. Volvió grupas y avanzó con su caballo en medio de la muchedumbre, que le cedió el paso. Enfiló hacia el empinado sendero que conducía al Camino de las Caravanas, pero ni siquiera intentó pasar por la Puerta del Mercado; recorrió la calle Mayor, pero no entró en Puerta Alta ni en Puerta del Embudo. Atravesó la Senda Oscura, que serpeaba entre profundos barrancos ascendiendo hacia las boscosas colinas del norte de la ciudad, y llegó al Camino del Bosque, pero no descendió a Puerta Trasera.

Se apeó y se internó en la tupida maleza del Bosque sin Sendas, enfilando hacia esa puerta que sólo las mujeres conocían y utilizaban. Había tardado una hora en rodear la ciudad, y había escogido el trayecto más largo, pero no había sendas para caballos en torno de la muralla este, que caía a pico hacia peñascos y precipicios, y recorrer ese camino a pie le habría llevado mucho más tiempo. El bosque se alzaba amenazador y siniestro, pero Sed sabía que el Alma Suprema la guiaba a cada paso, para encontrar el camino más corto hasta la puerta. Sin embargo, aunque entrara por allí, tardaría bastante tiempo en internarse en la ciudad, y ya oía la plañidera serenata de los cuernos. La ceremonia comenzaría pronto, y Sed no estaría allí.

Luet se movía y hablaba con la mayor lentitud posible, pero mientras realizaba cada paso de la ceremonia, no podía hacer lo que deseaba su corazón: detener la boda y denunciar a Moozh ante los ciudadanos reunidos. En el mejor de los casos, la expulsarían de la plataforma antes que pudiera decir una palabra, para sustituirla por una sacerdotisa más responsable; en el peor, podría hablar, una flecha la silenciaría, y luego habría disturbios y derramamientos de sangre, y Basílica estaría destruida antes del nuevo amanecer. ¿Qué conseguiría con eso?

Así que alargó la ceremonia, deliberadamente, con largas pausas, pero sin interrumpirse del todo, sin ignorar las susurradas instrucciones de las sacerdotisas que la acompañaban en cada gesto, cada discurso.

A pesar de su agitación interior, notó que Hushidh se comportaba con perfecta calma. ¿Era posible que Hushidh aceptara este matrimonio como un modo de evitar su boda con un inválido? No, Shuya había sido sincera al decir que el Alma Suprema la había reconciliado con su futuro. Su calma debía provenir de su profunda confianza en el Alma Suprema.

—Tiene razón al confiar —murmuró una voz. Por un instante Luet pensó que era el Alma Suprema, pero comprendió que era Nafai, quien le había hablado cuando pasó junto a él durante la procesión de las flores. ¿Cómo había sabido qué palabras debía decir en ese preciso instante, para responder a sus pensamientos? ¿Era el Alma Suprema, que forjaba un vínculo cada vez más íntimo entre los dos? ¿O Nafai veía tan hondamente en su corazón que sabía lo que debía decirle?

Ojalá sea cierto que Shuya hace bien en confiar. Ojalá no debamos dejarla aquí cuando emprendamos nuestro viaje al desierto, a otra estrella, pues no soportaría perderla, abandonarla. Tal vez conoceré de nuevo la alegría, tal vez mi nuevo esposo sea un compañero tan entrañable como lo fue Hushidh. Pero siempre habrá un dolor, un espacio vacío, una pena lacerante por mi hermana, mi única pariente en este mundo, mi descifradora, quien, cuando yo era una niña, anudó los hilos que nos unirán para siempre.

Y al fin llegó el momento de los votos. Luet les apoyó la mano en los hombros: el de Moozh, duro, grande y extraño; el de Hushidh, tan familiar, tan frágil en comparación.

—El Alma Suprema fusiona a la mujer y al hombre en una sola alma —recitó Luet. Una larga pausa. Y luego las palabras que no quería oír, pero que debía pronunciar—: Así sea.

Toda la gente de Basílica se levantó de los asientos al mismo tiempo, y ovacionó, aplaudió y gritó sus nombres:

—¡Hushidh! ¡Descifradora! ¡Moozh! ¡General Vozmuzhalnoy! ¡Vozmozhno!

Moozh besó a Hushidh como un marido besa a su esposa, pero con dulzura y suavidad. Luego condujo a Hushidh hacia el frente de la plataforma. Miles de flores surcaron el aire; las que arrojaban desde el fondo del anfiteatro eran recogidas y lanzadas de nuevo, hasta que las flores cubrieron el espacio que separaba la plataforma de la primera hilera de gradas.

En medio del tumulto, Luet notó que Moozh también gritaba. No oía sus palabras, pues el general le daba la espalda. Poco a poco la gente de la primera fila comprendió lo que él decía, y recogió esas palabras como un estribillo. Sólo entonces Luet comprendió que Moozh utilizaría su boda para su provecho político. Pues decía una sola palabra, repitiéndola una y otra vez, hasta que la multitud la gritó con la misma voz estentórea.

—¡Basílica! ¡Basílica! ¡Basílica!

Era un canto incesante.

Luet sollozó, pensando que el Alma Suprema había fracasado, que Hushidh se había casado con un hombre que nunca la amaría a ella, sólo a la ciudad que había tomado como dote.

Moozh alzó las manos: la izquierda más alta, con la palma extendida para pedir silencio, la derecha asida aún a la mano de Hushidh. No tenía la menor intención de soltarla, pues ella era su lazo con la ciudad. El cántico se extinguió poco a poco, y al fin un telón de silencio cayó sobre la Orquesta.

El discurso del general fue breve pero elocuente. Manifestó su amor por la ciudad, su gratitud por haber tenido el privilegio de devolverle la paz y la seguridad, su alegría por ser acogido como ciudadano, como esposo de la dulce y sencilla belleza de una auténtica hija del Alma Suprema. También mencionó a Luet y Nafai, declarando que era un honor estar emparentado con los mejores y más gallardos hijos de Basílica.